A la filósofa y escritora judío-rusa Ayn Rand, muy pronto exiliada de la tiranía soviética, le corresponde la puesta en marcha de una suerte de controvertido ideario por el que una sociedad que se precie de ser tal cosa debería estar regida por lo que ella llamada promotores o productores. Esto es, por pensadores y hombres de acción que dan forma a las materias primas de la naturaleza para que estas se adapten a los fines humanos.
Dichos pensadores se rigen por su intelecto, no por sus emociones, y requieren un sistema económico capitalista de laissez-faire para alcanzar mejor sus fines. «No puede haber libertad intelectual sin libertad política; no existe libertad política sin libertad económica; una mente libre y un mercado libre son corolarios», dejaría escrito la filósofa[1]RAND, Ayn. 1961. For the New Intellectual: the Philosophy of Ayn Rand. New York: Signet, p. 25 (la traducción es nuestra).
Al igual que su precursor intelectual, John Locke, Rand fundó sus doctrinas partiendo del supuesto de que los hombres son por naturaleza seres racionales y de que no pueden realizar todo su potencial si no se rigen por esa racionalidad consciente. Para Rand, los Estados Unidos de América eran el verdadero ejemplo de cómo una democracia forjaba una alianza única entre lo intelectual y lo empresarial: Jefferson y Franklin.
Así las cosas, Rand escribe en 1943 El Manantial (The Fountainhead) como demoledora crítica al New Deal, al que acusaba de haber socavado la naturaleza única de la democracia americana y, de paso, como intento de restaurarla a su antigua gloria.
Howard Roark, su individuo ideal, es el promotor arquetípico, actuando según su impulso creativo y sin tener en cuenta lo que otros piensan. Peter Keating, su rival, es un verdadero parásito, que atiende a la opinión pública y es incapaz de hacer nada original. Ellsworth Toohey es un astuto Doctor Brujo –otro de los términos de Rand-, defensor de la noción de auto-sacrificio por el bien del conjunto. Gail Wynand es un Atila sorprendentemente simpático, humanizado por su amor a Dominique Francon y su amistad con Roark. Cada uno representa un concepto puro en la filosofía de Rand, y todas sus acciones surgen de ahí.
El quid de la historia de Rand es que, detrás de todas las nociones colectivistas de la sociedad subyace un incipiente fascismo, que se hace posible cuando los individuos desinteresados dejan de gobernarse a sí mismos. Toohey debe destruir a Roark porque es un individualista que no puede ser dominado.
Parecía pues, evidente, que si había un director apto para llevar a cabo la versión cinematográfica ese era King Vidor que, además, en 1944, se había unido a la anticomunista Alianza Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Americanos. El cine de Vidor permanece, en las conciencias de los espectadores, ovillado por una sola preocupación: la lucha por la autoestima en una sociedad pluralista y masificada.
Vidor tomó pues la novela de Ayn Rand que, por cierto, estaba inspirada en la vida de Frank Lloyd Wright y la convirtió en un extraordinario y substancioso melodrama freudiano.
Pese a que una de las razones del éxito de la película fuese el ilícito romance entre los dos protagonistas, Gary Cooper (que estaba casado) y Patricia Neal (que se vio obligada por cierto sector calumniador de Hollywood a abandonar la ciudad), no es menos cierto que estamos ante una obra maestra imponderable: Cooper, en el rol de Howard Roark, un arquitecto idealista y muy poco ortodoxo, se ve forzado a trabajar, debido a sus dificultades financieras, en una cantera de piedra donde conoce a Dominique (Patricia Neal), la bella heredera.
La atracción mutua inicial pronto se convierte en un amor apasionado, pero Roark termina el affaire de manera abrupta y regresa a Nueva York cuando se le ofrece un encargo de arquitectura. Dominique, mientras tanto, se casa con el magnate de la prensa Gail Wynand (Raymond Massey), cuyo periódico, The Banner, lleva a cabo una desagradable y virulenta campaña contra las ideas de Roark.
Sin embargo, pronto, Peter Keating (un ya tourneriano Kent Smith), otro arquitecto, consigue la ayuda de Roark para diseñar un proyecto de vivienda pública. Roark está de acuerdo, aunque insiste en que, una vez que sus diseños sean aceptados, nada puede ser cambiado. Más tarde, tras regresar de un viaje con Wynand, ahora su aliado, Roark descubre innumerables cambios en su concepción original y, en un estado de furia incontrolable, destruye la estructura inacabada con dinamita.
En el postrer juicio, Roark es absuelto por una brillante autodefensa. Wynand, frenético por no haber podido ayudar a su amigo, se quita la vida, pero encarga a Roark que construya el edificio más alto del mundo como si fuese un monumento de homenaje. Roark, con Dominique -ahora su esposa, a su lado-, comienza a trabajar con entusiasmo en esta tarea.
Roark es el prototipo de arquitecto genial –Gary Cooper es el actor idóneo para el papel, dicho sea de paso- que prefiere estar desempleado a sacrificar sus costumbres o comprometer su integridad diseñando edificios para complacer a los filisteos. Como tal, se le contrasta con Gail Wynand, un hombre que ha acumulado un inmenso poder al abandonar todo escrúpulo.
Como siempre en Vidor, la vida de los personajes de los que la película parte y a los que retorna es siempre más grande que cualquier otra cosa, más poderosa que la vida. No hay modo distinto de entender la antes mencionada relación entre individualismo y colectividad. A Vidor no le gustaba poner en el centro de sus historias a personajes grandiosos y autosuficientes.
Sus héroes están a menudo teñidos de obscuridad. Sus jinetes solitarios son fascinantes pero también peligrosos, dando preponderancia a esos humanos no tan audaces, pero sí capaces de representar la debilidad y la precariedad de la humanidad, que es también su perfección misma.
El soldado mutilado de El Gran Desfile (1925) es el prototipo perfecto de esto. El contrapeso en tiempos de paz. Los hombres de Vidor -a diferencia de las mujeres que son confiadas, valientes y emprendedoras- necesitan una chispa que los haga estallar, ya sea un deseo o una obsesión, el azar o un accidente. Lo admirable es cómo responden, como si recordaran que la realidad, por caótica, brutal y absurda que sea, siempre ofrece la oportunidad de cumplir lo les fue prometido.
Este Manantial, operístico melodrama griego, está repleto de rimbombantes discursos moralistas e imaginería fálica, empezando por los rascacielos estrechos y una dinámica, afanosísima. Tensado todo por la cámara de Vidor, cada vez que filma y encuadra a los individuos con respecto a su espacio físico.
Sabemos que muchas de sus películas son desafíos estéticos, desde el uso innovador del sonido como herramienta para transmitir el sentido de una comunidad (Hallelujah, 1929) o esa única calle como escenario de Street Scene (1931) que, sin embargo, gracias a los planos medios y primeros planos de Vidor, deviene realidad específica, donde nada parece ser estático o metafórico, sino una urbanita naturaleza multicultural.
El Manantial es la vehemencia extrema del espacio arquitectónico convertido en una especie de marco abstracto. Marco en el que la fotografía de Robert Burks (recordemos sus impagables colaboraciones con Hitchcock) juega un papel de suma relevancia. Compulsiva, masoquista, excesiva siempre, es esta una película deslumbrante en todos los sentidos, rodada en un estilo expresionista, sombreado por asimétricas composiciones en cada plano, como si el mundo mostrado por Vidor –el mundo de Ayn Rand- no fuese sino un mundo fuera de lo común, vuelto del revés.
Las elecciones de estilo que hizo Vidor fueron cruciales para el impacto general de la película. La atmósfera amenazante de El Manantial se logra tomando prestados los ángulos y la oscuridad del cine negro, su paranoia, su enfoque en un individuo asediado o atormentado. En ese sentido, el cine negro es lo menos cercano al populismo que pueda pensarse. Todos caminamos solos por calles oscuras y peligrosas. La amenaza de la manada colectiva se expresa aquí de forma simbólica y la soledad del auténtico creador se hace palpable. Pero, a diferencia del típico protagonista de cine negro, la destrucción de Roark no es inevitable, y su triunfo se filma a la luz del día, enaltecida la frente ante proverbiales nubes.
Oigamos el final de la espléndida novela original y quizás entonces, sólo quizás, esta epopeya del individuo honorable, edificada siempre frente y a pesar del egoísmo de la colectividad, puede cobrar sentido: «lo vio encima de ella, en la plataforma más alta del edificio Wynand. Él la saludó con la mano. La línea del océano cortaba el cielo. El océano subía conforme descendía la ciudad. Atravesó los pináculos de los edificios de los Bancos. Remontó las torres de los templos. Después ya no hubo nada más que el océano, el cielo y la figura de Howard Roark»[2]RAND, Ayn. 1981. The Fountainhead. London: Granada, p. 680 (la traducción es nuestra).
Ficha técnica |
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¡Pero cuánto sabes!
Hombre, don Sergio, muchas gracias. De hecho, gracias a ti sé un poquito -bastante- más. Mañana nuestros lectores sabrán por qué 😀