¿A dónde huir? Tú llenas el mundo. No puedes huir más que en ti. Marguerite Yourcenar
Partir es un poco morir; llegar nunca es llegar definitivo. Oración del migrante.
Acto I
La herida de Sofía es una herida de verano. Cada vez que pierde el equilibrio el golpe va al mismo sitio. Comenzó como un rasguño, luego se curó, pero a los días volvía a aparecer. Ahí estaba otra vez, un nuevo traspié, una nueva marca, la misma marca. Últimamente parece no prestarle atención a la costra, ya marrón, que ha terminado por cubrir toda el área del daño. Ha ido adquiriendo aspecto de corteza convirtiéndose en el paragolpes a tanto brío.
Sofía tenía dos meses cuando sujetándola hacia su pecho su madre le susurraba qué guapa era, hubiera estado bien que hubiera utilizado más adjetivos, pero se quedó con ese. A los dos años sus tíos le regalaron una cabeza de muñeca con una melena rubia a la que podía hacer trenzas, hubiera estado bien que hubieran caído en la cuenta de estimular su curiosidad, pero se quedaron en el adorno. A los tres su socialización era la del pasillo rosa.
A los cuatro la maquillaron para el carnaval del colegio. Con esa misma edad le dio un empujón a un niño porque le había quitado su cantimplora. Después del incidente le riñeron: bronca standard. Las cosas no se solucionan así, bla, bla, bla. Algo en su cerebro activó una nueva tecla; ecuación resuelta, lección aprendida. No te defiendas aunque te quiten lo tuyo.
A los seis aprendió que para tener la atención de su familia debía sentarse bien, no abrir mucho la piernas e imitar el gesto que había visto en frozen, una suerte de aleteo de párpados. A los diez supo que ya no podía jugar al fútbol. A los trece se hizo su primer selfie con morritos para enviárselo a la chica que le gustaba.
A los catorce una vecina le comenta en la playa que con su color de piel no necesita protección solar. Con esa misma edad le corrigen varias veces en el instituto su acento. Sabe muy bien a qué recuerda su acento, suena demasiado prosaico, suena a pobre. Cada vez que habla en clase se cuelan unas risillas que hacen que con el tiempo desista, no vuelve a levantar la mano. Observa cómo no ocurre esto mismo con otros acentos detectados como no acentos. Lección aprendida. Los nortes suenan bien, los sures suenan poco serios.
A los quince utiliza por primera vez la palabra puta para referirse a una compañera de clase que se había liado con alguien con quién quería liarse ella. A los dieciocho simula un orgasmo tal y como había visto en todas esas películas de después de comer. A los veinte un profesor cuestiona su inteligencia en público y no puede contestar, tampoco contarlo luego. Un calor rabioso le recorre todo el cuerpo pero no puede articular palabra.
¿Dónde encontrar las palabras?¿cómo articular defensa donde nunca hubo aprendizaje de la detección de daños?
Acto II
Le dijeron que pensar era ordenar el mundo que era una tarea ardua, tan importante, que era casi divina, reservada solo a seres superiores. Se enamoró de la ilusión del poder de las palabras, de la ficción nominalizadora que simula orden. Pero tardó mucho en descubrir en qué se traducía eso de lo que avisaba Adrienne Rich «“objetividad” es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina». El orden epistémico continúa intacto, todos los manuales tienen el nombre del padre. Los hombres grises gritan: ¡¿acaso no hay algo más real que la metafísica?! Esa es la vara de medir, cualquier alternativa es ninguneada hasta convertirla en ridícula.
Todas esas voces hacen que dude y se encierra en sí misma. Se convierte en su peor jueza, se autoboicotea y desiste. Decían que eso que le pasaba tenía nombre pero ella dudaba seriamente que algo tan etéreo gozara de la terrenidad que otorgan las palabras. ¿Cómo iba esto a pasarle a más gente?
No quedaba rastro alguno de la teorización patriarcal de la inferioridad de su herida ni de su negación. Las huellas de Rousseau seguían intactas, por cierto, con muy poco alarmismo por parte de los negacionistas: “agradarnos, sernos de utilidad, hacernos amarlas y estimarlas, educarnos cuando somos jóvenes y cuidarnos de adultos, aconsejarnos, consolarnos, hacer nuestras vidas fáciles y agradables”.
A la mierda Rousseau.
Acto II 1/2
La herida de Sofía sigue abierta, imposible de cerrar. Es un daño que siempre está ahí, esperando recibir un nuevo revés. El desgarro imposible de sanar. Porque ya se sabe, cuando algo duele el golpe va siempre al mismo sitio. Desea desdibujar las fronteras del pensamiento para hacer evidente que su herida tiene nombre. Sin embargo, la acusan de conocimiento situado. Argumenta, contraataca, no hay escucha.
Sofía se convierte también en herida, la asume como su lugar en el mundo, muta con ella y es ella a la vez. Habla su lenguaje, lee a Anzaldúa y entiende, al fin, lo que le pasa a su lengua: tiene la lengua bífida. Nunca domina el lenguaje adecuado, polizón social y actriz familiar. Practica el funambulismo para encajar pero encuentra complicado encontrar los espacio de descanso para dejar de hacer equilibrio. Tampoco tiene tacto y a veces destruye, sin quererlo, todo aquello que intenta arreglar.
Acto III
Trata de encontrar refugio en la escritura pero el folio en blanco la atormenta. Duda palabra tras palabra y cuando al fin lo tiene escucha los reproches del pasado, así las ganas se resquebrajan de nuevo. También anhela desesperadamente una genealogía de su herida que le permita localizar la estela de su historia. Con todo no quiere ser solo eso, quedar reducida a su mínima expresión encasillada, atrapada, estereotipada en una rígida definición que no eligió nunca, que más bien la eligió a ella.
Sofía sigue buscando la receta de un bálsamo no esencialista para su herida. Tiene la sospecha de que su elaboración será costosa. Exige dedicación, felinidad, arrojo, paciencia, escucha y esparto, no para atar sino para trenzar lo importante. Una red secreta de alambiques está ya en marcha maquinando las fórmulas del Mundo Zurdo mientras Sofía continúa con su ritual de cura. Contadle si la veis que no desespere.