Otros días había leído el periódico en la noche al no poder hacerlo con detenimiento en la oficina. En la salita de estar, Anita y yo nos sentábamos cada noche tras la cena antes de marcharnos a dormir. Ella tocaba un rato el piano, era agradable escucharla, y luego de recoger la sala y echar una última mirada por la ventana, salía del cuarto sin hacer ruido. Al acabar, plegaba el periódico sobre la mesa y la cerraba. En la habitación, dejaba sobre la silla bien estirados los pantalones del traje para que no se arrugasen y la camisa en el cesto de la ropa sucia. Al día siguiente ella la lavaría y dejaría preparada para que la pudiese vestir de nuevo. Luego me metía en la cama con ella, cuyas sábanas siempre olían a limpio.
Anita era una mujer dulce, o al menos lo había sido hasta ahora, aunque siempre la encontraba callada al volver a casa. La conversación no se extendía más allá del: “¿Qué tal el día en la oficina?” y “Hay pescado hervido para cenar”. Respetaba mis silencios y yo no interrumpía los suyos. Dicen que el silencio otorga. Quizá los dos otorgábamos demasiadas cosas. No haber podido concebir hijos había supuesto para ella un gran pesar. La compadecía, de veras, aunque no hubiera sido para mí de la misma manera. Durante un tiempo estuve dispuesto a ello, pero después no fue posible y más pronto que tarde pasé página. Quizá suene frívolo, porque en el fondo, bien es cierto que yo encontré otras historias más allá de la que compartimos en casa que mantuvieron mi mente despejada. Y al volver, siempre me esperaba la cena caliente y el lecho inmaculado.
Yo era un hombre de prestigio con posibilidades económicas y ella tenía dones para la música y las cosas de la casa. Le adoraba en un sentido espiritual. Ella era la paz, el hogar, el ritmo pausado y la vida melódica y servicial. Todo en casa estaba en orden gracias a su presencia. Pero el día era tan largo allí fuera, entre las largas avenidas y los altos edificios, que terminé por revelarme de otra manera. También necesitaba la vida que me daba aquello otro. E intuyo que ella debía saberlo, pero siguió callando. Tampoco hablé yo.