Mi abuela y abuelo maternos vivían en una finca a un kilómetro de un pueblo muy pequeñito de nombre peculiar, Traguntía. La finca pertenece a un señor que no mencionaré porque es torero retirado y yo estoy en contra de todo tipo de explotación animal. En la finca, está la casa de este señor, enorme, con jardines grandes alrededor, piscina, museo en el sótano y garaje. Toda cercada. Fuera de las vallas, al lado, hay tres casitas para las familias que trabajan para él. En una de ellas vivían mis abuelxs y uno de mis tíos.
De pequeña generalmente prefería juegos en los que inventar una historia con conflictos o dificultades a resolver, fueran del tipo que fueran. Así que nunca me importó que no hubiera toboganes, columpios, ni muchos juguetes en Traguntía. A Celia -que vivía en otra de esas casas- y a mí se nos daba genial jugar así. Allí empezó mi amor por las lagartijas.
La cola
A la hora de la siesta hay que estar en silencio, nuestras familias duermen. Hay días en que nos quedamos jugando sin hacer ruido en el comedor de la casa de mis abuelos. No sé por qué lo llamamos comedor porque nunca comemos aquí, se come en la cocina. En Navidades, como somos un montón, se ponen varias mesas seguidas en el pasillo, que no es un pasillo normal, porque es mucho más ancho y grande que cualquier pasillo que he visto en otras casas. Pero a lo que llamamos comedor, ahí comer, no comemos. Ahí cose mi abuela, o hago deberes, o duerme alguien cuando vienen mis tías, tíos, primas y primos. Sólo comimos una vez, en las fiestas del pueblo, porque el cura se autoinvitó después de misa. Nadie quería que viniera, pero como es el cura, no se le podía decir que no. Vino y le aguantamos hasta que por fin se fue.
Bueno, el caso es que hoy no nos hemos quedado jugando en el comedor. Aunque es verano y hace mucho calor y son las cuatro de la tarde, hemos salido a sentarnos en los muros donde las lagartijas se ponen al sol. Me encanta mirarlas, parecen felices y tranquilas. Me gusta cómo se mueven, rápidas, ágiles, encuentran cualquier recoveco en el que esconderse si algo o alguien las asusta. Nosotras intentamos no asustarlas, pero a veces nos acercamos demasiado y se van.
Esta tarde, por primera vez, he visto lo que hacen con la cola. Celia me lo había explicado. Cuando un depredador ataca a una lagartija, ella se desprende de su cola, que sigue moviéndose durante unos segundos. Así, el depredador se distrae y ella huye. La cola vuelve a crecer después.
Creo que hacer algo así es de ser muy lista. Y de tener muchas ganas de vivir.
El cuerpo
Tiene sus propios lenguajes. Da pequeñas señales, susurra, habla bajito, habla alto, grita y se rompe si se le ignora. Hay mucho que escuchar en el silencio de un cuerpo que convierte lo que calla en incomodidad, en tensión, en contracturas, en enfado, en tristeza, en culpa, en pensamientos intrusivos, en frustración, en ansiedad.
El revoltijo empieza en el estómago, aprieta flojito pero aprieta, presiona. La incomodidad afecta al movimiento en el espacio, al tiempo, a la postura al sentarse, a la comunicación, al sueño. Uf, ahora esto, qué mal. No, no, no pasa nada. Todo bien, sí, sí, de verdad.
Después la tensión recorre el resto del cuerpo, se adueña de este músculo y de ese y de aquel. Es un poco más difícil no hacerle caso, pero no hay tiempo, nunca hay tiempo suficiente. Aparece la culpa y con la culpa un alud de silencio, callarse, tragar.
«El cuerpo eso lo siente, no se calla, se envenena» canta Valeria Castro. Se envenena poco a poco hasta que aparece el freno de mano por excelencia, la ansiedad. Domina los pensamientos, la falta de sueño, dota de una electricidad permanente. Agita, distorsiona, marea, empuja. Mantiene en un estado tan desagradable al cuerpo que es imposible ignorar más lo que intenta decir.
Ser buena
Crecí escuchando que era una niña contestona. «No se responde así, es feo». «Eso no se dice». «Eres muy seria, ¿por qué?, ¿qué te pasa?» Parecía que ser seria era un problema así que en catequesis, la primera vez que tuve que confesarme con el sacerdote, le dije que era muy seria y que quería dejar de ser así.
Aprendí rápido lo que se esperaba de mí en muchas situaciones y me adapté a ello. Quería ser buena, aunque en realidad cuando eres niña eso quiere decir que quieres que te quieran. De peques, todes queremos que nos quieran. A mí en casa me querían pero yo quería que me quisieran más, supongo. O que me quisieran todes, siempre. Quería ser perfecta.
Haber aprendido a ser buena, a ser lo que otres esperaban, lo que otres querían, hace que sienta culpa muy a menudo. Más allá de que me cueste poner límites, expresar mi enfado o abordar un conflicto, me cuesta hacer cosas que siento que no son lo que se espera de mí. Y me jode muchísimo, porque me cuesta darme cuenta de que esa culpa que siento en esas situaciones es un reflejo del deseo de agradar y del miedo a que me quieran menos.
Ahora ya no me importa ser seria pero me gustaría ser más contestona y un poco menos buena. Me gustaría ser un poco más como las lagartijas. Desprenderme de mi cola, poner a la vista de todes ese miembro vivo, sangrante y que se haga el silencio alrededor de sus últimos y espasmódicos segundos de vida. Soltar lo que tenga soltar para irme ligera. Soltar esa cola que palpita, que se agita y que sabrá protegerme. Soltar sin miedo con la certeza de que me crecerá otra.