Para Eu
La vida era una fiesta y yo te miraba vivirla con la sorpresa de ser tu invitada: los labios rojos, tus pasos tamborileando por la calle, la risa como un río que nos mojaba los pies. Cada conversación, un mordisco más para saborearlo todo, reírlo todo, saberlo todo. Nuestro mundo se iba creando fugaz, como un torbellino, y la vida tenía sus órdenes: no pararse, no callarse, no aburrirse. Sobre todo: no aburrirse nunca. Abríamos las puertas de par en par, salíamos a la calle a encontrarnos con gente de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro. Subrayábamos los libros y nos recitábamos las frases importantes en voz alta. Afirmábamos rotundas y creíamos en todo lo que leíamos. Éramos tú y yo, tú, tú y yo. Compartíamos hasta el exceso. Yo intentaba seguirte el ritmo, aturdida y alegre, y me dejaba invadir por tu vida llena de luz, contenta de tenerte cerca, iluminada por tu mirada, desesperada de que te olvidaras de mí a ratos, rabiosa porque me arrollaras en tu frenesí bullicioso, desbordada por la casa llena de gente y las puertas abiertas, fascinada por tus lecturas en la ducha, asqueada cuando escupías la pasta de dientes en la bañera, impotente cuando volvías llorando para pedir perdón o para aplacar la angustia después de varias noches sin dormir, mordiéndote los bordes de las uñas hasta que te llegaba un mensaje y estallabas con un nuevo entusiasmo y proponías volver a salir para no perderte nada. Una noche te pisé las gafas y lloraste de rabia. Empecé a sentirme mal por las mañanas, a hacerme la dormida para poder salir sola de casa, a volver en el último tren para encontrarme con T., a hablar sin que estuvieras tú delante. Me llamabas y me enviabas mensajes y yo fingía no haberte escuchado. Al volver querías que te lo contara todo y yo intentaba guardarme algún gesto, alguna frase, una mirada que fuera sólo para mí, pero te cruzabas en todas mis conversaciones. Una mañana al llegar a casa no recordabas nada de la noche anterior. Mentíamos. No nos veíamos durante días y otros pasábamos la noche bebiendo y hablando hasta quedarnos dormidas en el mismo colchón. Un día te llamé y no contestabas y supe que estabas con él y sonreí hasta que el dolor era tan grande que quería morirme. Tú volviste y ya no éramos tú y yo porque EL AMOR había venido a comérselo todo. Empezaste a estar callada y triste, a volverte gris y a comerte las uñas hasta que me dolía el estómago de preocupación. Nos fuimos desapareciendo en la tristeza de los libros subrayados que nadie leía y en el silencio de las habitaciones con la puerta cerrada. Cuando me marché hicimos una cena de servilletas en la mesa, tenedores a la izquierda, cuchillos a la derecha. Te escribí dos cartas. Sé que por momentos nadie me ha querido tanto como tú.