Llegó el final del verano. Septiembre. El otoño combina los colores, cual artista entregado a su creación. Resulta apetecible dejarse mecer por el recuerdo de días largos, de ocio y relajación. En ellos se instala un poso de nostalgia y, a veces, también de ensueño, como si lo onírico se mezclara con la realidad. Así sucedió a principios de agosto, cuando volvía a recorrer “la ciudad de las tres culturas” y mi amigo Teodoro Fernández Vélez (Córdoba, 1981) me acompañó al Museo Julio Romero de Torres y al de Bellas Artes. ¿Quién mejor que él para descubrirme más a fondo al pintor? Su libro “Julio Romero de Torres. Vida y obra” fue lanzado por la Editorial Almuzara en 2021 y, tal y como menciona Juan José Primo Jurado en el prólogo, “Teo Fernández es de esas personas que pueden escribir con autoridad sobre Córdoba y sus personajes, porque la ha pateado, la ha explicado, la ha divulgado”[1]Fernández Vélez, Teodoro. 1981. Julio Romero de Torres. Vida y obra. Madrid: Almuzara, p. 13.
Teo Fernández, muy ligado al sector turístico y cultural, se licenció en Historia del Arte, estudios que cursó en su ciudad natal, Roma y Granada. En la actualidad, es técnico del Área de Cultura de la Fundación PRASA y miembro de la Junta Directiva de la Asociación de Amigos de los Patios Cordobeses. Desde 2012, promueve su propio proyecto de divulgación del patrimonio Érase una vez Córdoba, que coordinó e impulsó El mes de Julio Romero de Torres (2014-2018). Junto a PTV Córdoba realizó una serie de breves documentales en 2016, con el título de Érase una vez Julio Romero de Torres, que se pueden localizar en la plataforma Youtube. Además, ha colaborado con otros medios de comunicación, como Canal Sur TV y Movistar +; o La Voz de Córdoba, donde publica mensualmente sus Pateos por Córdoba.
Pareciera que Julio Romero de Torres siempre hubiera estado ahí. El vínculo con su paisano va más allá de lo descrito hasta el momento y esto lo expone en las páginas de su ensayo, ya que existen muchas coincidencias entre ambos. No obstante, el autor pretende una aproximación a su persona más amplia, menos centrada en el tópico costumbrista que lo ha rodeado, aunque ello conlleve la dificultad añadida de haber perdido ciertos testimonios y correspondencias con insignes personalidades de su época, que hubieran dado un poco de luz a su leyenda y a los claroscuros de su vida. No es raro que nos preguntemos “¿dónde termina el personaje y empieza la persona?”[2]Ibíd., p. 32. Aun así, es incuestionable su estilo bien definido, su triunfo y reconocimiento internacional, y la conexión con Córdoba. Julio Romero es un ser casi literario, amigo íntimo de Valle-Inclán y Manuel Machado, plenamente conocedor de diferentes corrientes e influencias, y un embajador a la altura de su legado.
Y es que cada uno de los elementos citados son claves para profundizar en su universo. Sin ir más lejos, Rafael Romero Barros –padre del artista- fue conservador del Museo Provincial de Pinturas (el actual Museo de Bellas Artes) y la familia se instaló en la casa contigua, donde varias generaciones la habitaron hasta 1991. Éste, además de pintar bodegones, paisajes y retratos, poseía inquietudes sociales y actuó en defensa del patrimonio histórico y arqueológico. Los académicos se reunían semanalmente en los espacios adyacentes y los hijos del matrimonio formado por Rafael y Rosario no se educaron en un ambiente cualquiera, sino en un entorno mágico. Rafael y Enrique, hermanos de Julio, también se distinguieron en el mundo de la pintura; y a Angelita, la menor, se la puede considerar “la albacea de la memoria”[3]Ibíd., p. 71 del clan.
No es raro que el patio y el jardín de su infancia quedaran reflejados en el alma de sus cuadros, entre contraluces y sombras. La arquitectura abierta al exterior, el silencio, la quietud y la invitación a la reflexión, la relación entre el entorno y el protagonista, todo ello se posa en sus lienzos. Así como, esa omnipresencia de la mujer, incluso en recreaciones que corresponderían a modelos masculinos, y cómo la plasma él, ya que se ha limitado mucho la interpretación posterior que se ha hecho de la misma. “Los significados no se observan, sino que se sienten, se intuyen”[4]Ibíd., p. 112 en toda su obra. La encarnación de lo femenino bifurcado en dos sendas inseparables, indivisibles; la ambigüedad del bien y del mal, de lo carnal y de lo espiritual, de la vida y de la muerte. Lo esotérico –que no exotérico-, el misterio, la atracción, la sensualidad, nos hablan de mujeres atemporales, de la energía femenina que incluye situaciones universales, eternas. Las miradas de todas ellas arrebatan a cualquiera que las contemple, porque contienen el latido de lo vivido en un solo instante cuajado de voces y emociones.
Tampoco han de obviarse los episodios secundarios tras los retratos en primer plano, donde la ciudad andaluza se exhibe en sus calles, procesiones, escenas de caballos, amores sacros y profanos, y diferentes condiciones sociales. La atmósfera legendaria y picaresca, la presencia de templos, brujas y hechiceras nos acercan a ese lugar al que retornar, a esa Córdoba que él inmortalizó en su retablo de siete paneles: guerrera, barroca, judía, cristiana, romana, religiosa y torera. Sin embargo, puede que el observador quede un poco confuso ante ciertas representaciones monumentales o espaciales, que no son del todo fidedignas, ya que Julio Romero seleccionaba y mezclaba piezas, las desdoblaba y descomponía.
No pudo exponer en Nueva York, pues vendía con rapidez su trabajo y la muerte lo sorprendió antes de que pudiera reunir una colección considerable. Ya enfermo, el caballete permanecía a los pies de su cama. En su última etapa retomó temas donde el simbolismo era patente. Su crecimiento no fue en línea recta, sino en espiral. “Moría la persona, pero florecía el mito”[5]Ibíd., p. 226.
Teo Fernández nos hace partícipes de un recorrido digno de un experto, pero abierto a todos los públicos. Su forma de divulgar el conocimiento está lejos de abusar de tecnicismos y tonos academicistas. A menudo, encontraremos alusiones literarias que nos facilitarán la cercanía a la figura de Julio Romero de Torres, como ese aura de realismo y magia que creó Gabriel García Márquez en “Cien años de soledad”.
Título: Julio Romero de Torres. Vida y obra |
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