“Informar, enseñar y entretener”, es la máxima de la BBC que durante décadas sirvió de inspiración al periodismo. En sus márgenes la prensa sensacionalista, la llamada prensa amarilla, y la prensa rosa o del corazón, representaban un apartado más o menos pequeño en el conjunto del mismo allá dónde se tratase.
Sin embargo, la irrupción de Internet primero y las redes sociales después, maravillosos instrumentos en principio, han acabado emponzoñando a numerosos medios trastocados ahora en muchos casos por el odio, el rencor, la mezquindad y en general todos los peores defectos de la especie humana valiéndose para ello de la mentira como principal elemento instigador.
Dejando a un lado la prensa rosa donde las historias principescas y las novedades del «artisteo», han dado paso a una marabunta donde brilla lo estrafalario y soez y la antigua prensa amarilla que se ocupaba por lo general de la crónica negra de nuestras vidas -aunque siempre tuvo cabida la parte más desalmada de la política-, una funesta tribu de periodistas y comunicadores se han adueñado de buena parte de las pantallas, la radio y multitud de medios escritos y audiovisuales.
Para estos últimos la información veraz y contrastada, mediante una praxis que ponga por delante unos mínimos códigos deontológicos, ha quedado relegada por un lenguaje maldiciente y malintencionado donde la falacia y lo grosero son sus principales señas de identidad.
Fruto de ese mismo sensacionalismo y un desaforado interés por el peculio, al rebufo de los índices de audiencia, proliferan estos personajes en los debates hasta convertir los mismos en un auténtico gallinero, mucho más allá de un diálogo de sordos.
Cuando no vierten ríos de tinta en «pseudomedios» donde prima el agravio al rival o al diferente y teorías conspirativas de todo tipo a base de medias mentiras y medias verdades en las que caen aturdidas muchas personas que sufren el desengaño de una sociedad cada vez más deshumanizada y consternada por indecentes desequilibrios.
Tales maneras han venido marcando los ritmos de las parrillas televisivas, convertido en un vertedero buena parte de las redes sociales y trascendido de tal modo a la política que el debate parlamentario y las declaraciones de sus representantes en cualquier foro se han convertido del mismo modo en un auténtico desatino de inmundicias, vehementes acusaciones y hasta en conatos de asonada.
La polarización de la sociedad es su principal fruto y junto a la falta de respuesta de los principales actores políticos a los problemas de una sociedad maldecida por 40 años de la versión más voraz del capitalismo, ha vuelto a despertar en la misma las peores variantes de la teoría política.
Aun en otro contexto histórico pero con numerosas similitudes en las formas, el fascismo en sus diferentes apariencias acabó arrasando las virtudes democráticas con las dramáticas consecuencias que ha dado cuenta la historia. Ahora, un siglo después de la marcha sobre Roma de Benito Mussolini, sus descendientes ideológicos van ocupando cada vez posiciones más relevantes en las instituciones aupados por el ruido y el enojo de los desheredaros del sistema.
Vivimos tiempos convulsos en todo occidente, atropellados por una vorágine cada vez más peligrosa.
El caso del gobierno de España resulta una rareza en tanto en cuanto es el único progresista que queda en todo occidente y que, amén de sus propios errores, se defiende como gato panza arriba vilipendiado hasta límites insospechados, desde el minuto uno de la legislatura, por quienes lo consideran una despreciable anomalía del sistema.
Ante semejante tesitura es difícil mantener el optimismo en que la cordura sea capaz de esquivar un futuro nada halagüeño para la humanidad y lo que es peor con las consecuencias de por medio de una crisis climática cada vez más irreversible.