Reconozco que encontrarnos frente a frente no me aceleró el pulso, ni le dio un vuelco a mi corazón. Observé la portada y comencé a leer la sinopsis, que advertía que Hotaru era “una novela negra de amor, japonesa, erótica y lisérgica”. Los prejuicios, como voces interiores imposibles de acallar, sólo me dieron argumentos para colocarla en cualquier rincón inaccesible. En realidad, era puro azar que hubiera llegado a mis manos. La editorial me la envió, como cortesía, en uno de mis pedidos. Por alguna extraña razón la dejé reposar en mi mesilla de noche, como dándole una oportunidad; porque los lectores podemos ser los seres más miserables cuando se trata de elegir autor, género o título. ¿Por qué la rechazaba de antemano? Tal vez, la relacioné con la palabra haiku, que goza de demasiados aficionados y pocos amantes, o porque occidentales y orientales nos empeñamos en subrayar nuestras diferencias cada día, o simplemente por mi tremenda ignorancia en lo referido a la literatura japonesa.
Fue entonces cuando me interesé por el novelista, Martín Sancia Kawamichi, nacido en Buenos Aires en 1973, y así fui descubriendo su prolífica trayectoria narrativa. Shunga (2017) y Sugokusë (2019), entre sus novelas; El desamor (2017) en el ámbito de la dramaturgia y Este pálido mundo mío (2018), como volumen de cuentos para adultos. No pueden dejar de mencionarse sus aportaciones en literatura infantil, como Cosquillas en la oscuridad y Anchoa, ambas editadas en 2018. Además, otras obras vieron la luz con anterioridad, entre las que se encuentran Los poseídos de Luna Picante (2014) o 25 tarántulas (2016). No obstante, y como nunca me ha gustado dejarme llevar por reconocimientos y cantidades, aún tenía mis dudas.
Hotaru seduce con el misterio y la transgresión, con la sensualidad de los silencios ebrios de historias; con personajes que sobreviven sin quejarse en un círculo que se estrecha, pero degustando, al tiempo que lastimando, cada segundo que marca el péndulo de las épocas y la constancia de la existencia. En la novela está muy presente el realismo mágico en situaciones extrañas que no se cuestionan, aunque resulten inconcebibles en nuestro mundo tangible y práctico, como la ceguera voluntaria por un amor allende el mar o las lágrimas heladas rescatadas de alguna mejilla después de un sueño. Sin embargo, el lector no se sentirá incómodo, pues ya será parte del triángulo formado por Kaede, Maeko y Dantori. No querrá abandonarlos en esa casa destartalada, habitada por luciérnagas que esperan su vuelo en frasquitos de cristal, y decorada de forma exquisita con telas y biombos de Japón. Puede que sea precisamente esa fantasía cotidiana la que permite la evasión de la dura realidad de los personajes y que, por ese motivo, el lector se aferre a ella, sin considerarla en sí misma una advertencia asfixiante, sino una alternativa a la cuenta atrás que se intuye con cada paso de página. “La vida es peor que la tristeza”[1]SANCIA KAWAMICHI, Martín. 2021. Hotaru. Madrid: Ediciones Huso, p. 19 y tratar de comprender al ser humano significa estar dispuestos a la desnudez absoluta, a limpiar la mirada de colores, a observar y escuchar sin juzgar.
En este sentido, Hotaru exhibe con dureza los fantasmas de la soledad, de los amores callados, reprimidos por algún lazo irrompible o por convencionalismos que se alimentan de lo inconsciente colectivo.
Porque hay quien se deja querer, como movido por una corriente de agua que, en ocasiones, roza lo prohibido, pero que resulta amable para uno e imperceptible al mundo; y hay quien ama con la locura de la única y primera vez, arrebatado por los sentidos y la lava que acelera el corazón. “El placer llegaba a un punto en que se volvía sacrificio”[2]Ibíd., p. 138, en que no basta con maldecir en otro idioma ante la ignorancia de los demás, pues el magma se vuelve roca y machaca la pureza, la esperanza y hasta la razón.
El autor combina a la perfección la delicadeza y una atmósfera casi mágica con los rasgos más auténticos de la novela negra. Sus personajes están derrotados, huyen hacia adelante porque no tienen más alternativas. Algunos buscan la verdad y la justicia a través de una causa, de defender sus ideales y tratar de cambiar el panorama hostil en el que están obligados a obedecer, a no hacer preguntas y aceptar los hechos tal y como se presentan. Se palpa el miedo, la inseguridad, la violencia y la corrupción, y todos ellos cruzan la barrera entre el bien y el mal. Mientras tanto, cantan, sueñan e incluso, narran cuentos, al mismo tiempo que caminan hacia un propósito compartido: acabar con el terror, vivir en paz. Su pasado y su presente los marcan el sacrificio y ese frío que hace crujir los huesos; por ello, no pueden rendirse, por “el olor a humedad que dificulta la respiración”[3]Ibíd., p. 55, ése que una generación quiere evitarle a la siguiente.
“Una novela incierta, medio japonesa, como yo, que soy incierto y medio japonés”[4]Ibíd., p. 16, señala Martín Sancia en su introducción. Y esta afirmación me indujo a seguir leyendo, resultando paradójico que no pudiera –ni quisiera- parar, aunque mi reloj marcara las dos y veinte de la madrugada y al día siguiente tuviera que levantarme a las siete. Lo hice, bastante somnolienta hasta que me tomé una taza de café, pero en el trayecto en coche hasta mi destino no pude dejar de pensar en Kaede, Maeko y Dantori… y en todas las luciérnagas que esperan el momento de ser libres y, entre tanto, la vida pasa.
Título: Hotaru |
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