Estamos rodeadas de sexo y, sin embargo, tengo la sensación de que hablamos poco de lo que realmente pasa bajo las sábanas, de nuestros deseos, miedos, fantasías y experiencias eróticas. Ni siquiera con nuestras parejas sexuales. Como dice Ana García Díaz, «nada me parece más íntimo, más valiente, más cercano, que dos voces en la cama. (…) Nunca me ha costado demasiado quitarme la ropa, pero han pasado meses hasta poder toser las palabras que se me agarrotaban en la garganta» . Parece que nos jugamos mucho, que también en esto hemos de tener éxito y no tanto disfrutar, aprender, saborear, sentir, comunicar, conocernos, cuidarnos… Así que vamos a tientas, probando mediante ensayo-error y cruzando los dedos para que todo fluya, no vaya a ser que ya no me deseen o, lo que muchas veces acaba siendo lo mismo en nuestra cabeza, que ya no me quieran. También en primera persona: si ya no te deseo, es que ya no te quiero, ¿no?
Vivimos una especie de obligación erótica. Si no hay un deseo constante y compartido en una pareja, parece que algo va mal en el amor. Como si el tiempo y la rutina pudieran conjurarse. Como si la precariedad no hiciese mella en la intimidad. Como si no existiese la tristeza, o la enfermedad, o la doble jornada. Claro que la intimidad sexual suele ser algo que buscamos en una relación. Y queremos que vaya bien. Pero esperar que no cambie según vamos cambiando nosotras o que nunca tengamos dificultades es irreal, una expectativa que sólo nos va a hacer daño y que tal vez estaría bien revisar, no sea que se nos haya colado el amor Disney, que diría Brigitte Vasallo . Somos personas sexuadas toda la vida y vamos a vivir momentos distintos que van a influir en nuestra erótica. En cada una, de forma única e irrepetible. Saber encontrar las palabras, y decírnoslas, con cuidado, parece requisito indispensable para vivir estas transformaciones sin sufrir ni hacer daño.
¿Qué pasa cuando el cambio es un embarazo, un parto y todo lo que viene después (y que difícilmente te imaginas)? Creo que tenemos muchas, muchas cosas que contarnos. Porque de esto no se habla. O sólo entre líneas. Y cuánto aprenderíamos. Y cuánto menos pesarían algunas penas y soledades. Aquí van, para empezar la conversación, algunas ideas o experiencias que me rondan…
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Si el embarazo comienza en una probeta o por accidente, no hace falta que sigas leyendo estas líneas. Pero, si lo estás buscando, conviene saberlo: tus relaciones sexuales van a verse afectadas. Si tienes suerte y llega pronto, para bien: más encuentros, risas nerviosas ante la posibilidad de estar creando una nueva vida, la excitación por el nuevo proyecto compartido. La broma después será «qué pena haberlo logrado tan rápido, con lo bien que nos lo estábamos pasando». Pero, si la espera comienza a hacerse larga, como es cada vez más habitual, la cosa se complica: el coito como práctica obligatoria (menos mal que al menos nos dicen que el orgasmo femenino mejora la probabilidad de que se produzca la fecundación), la presión de hacerlo «los días que toca», la culpa por no conseguirlo, el cansancio mental, el «si no te relajas, no lo vas a conseguir», que tan poco ayuda…
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Una vez embarazada, durante el primer trimestre es muy probable que te quieras morir. Náuseas, cansancio extremo, rechazo a ciertos olores y alimentos. ¿Por qué nadie me habló de esto? Además, ese cuerpo que empiezas a no sentir tuyo, comienza a hacerse más grande. Más tetas, sí, pero también más barriga, más culo, más muslos, más brazos. Debería sentirme estupenda y feliz, y me siento hecha un asco. El físico no es lo importante, ya lo sabemos, pero me siento mal. ¡Y no puedo decirlo! ¿Ganas de follar? ¡Si en cuanto me tumbo, me duermo!
Por suerte, llega el segundo trimestre y lo más habitual es que los malestares hayan desaparecido, que tus redondeces empiecen a parecerte bonitas, que tu deseo esté por las nubes y que tu vulva hinchada responda muy pero que muy fácilmente a la estimulación. ¿Ganas de follar? Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Para tu pareja, que no está a tope de hormonas, incluso demasiadas.
El tercer trimestre trae consigo el miedo al parto (hasta entonces, aunque no lo creas, es un horizonte lejano en el que piensas poco), pero también las ganas de que llegue: estás pesada, te cuesta moverte, no te ves los pies y mucho menos la vulva, crees que la barriga no puede crecer ya más y que va a explotar si ese/a bebé no sale pronto. ¿Ganas de follar? Sí, claro. Y de nuevo, de coitos y orgasmos, que en el semen hay prostaglandina, una sustancia responsable de ablandar y madurar el cuello del útero; y los orgasmos hacen que el útero tenga contracciones. Otra cosa es que puedas moverte o que tu pareja tenga ganas si tú de lo que hablas es de ayudar a provocar el parto.
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Un día, mientras estás feliz con tu barrigota en la piscina disfrutando de sentirte ligera, la monitora suelta una información inesperada: «chicas, ¿sabéis que después del parto los orgasmos pueden ser distintos?». Caras atónitas. «Claro, las terminaciones nerviosas cambian». ¿Cómo? «¿Pero a mejor o a peor?». Ay, que de esto tampoco nos había hablado nunca nadie. Como de nuestro suelo pélvico en general, ese gran desconocido, que se convierte en una preocupación durante el embarazo y muchas veces en una pesadilla en el postparto. Y es que el embarazo y el parto suponen un trabajo duro para nuestros cuerpos. Más aún, si hay problemas. Las consecuencias: hemorroides, contracturas, distensiones, prolapsos, cicatrices, dolor. Pero se supone que en seis semanas estamos recuperadas, y sonrientes y felices desde el primer día, eh, que tu bebé lo compensa todo. Y ahora, encima, pregúntame si tengo ganas de follar. Lo que quiero es personal de fisioterapia especializado en suelo pélvico en la sanidad pública.
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¿Y si tengo ganas en «la cuarentena» soy rara? Pues no. Porque en esto hay tantas experiencias como personas, aunque no es lo más habitual. Depende de cómo te encuentres, de las horas que duermas, de cómo estés viviendo la nueva experiencia con tu pareja, del apoyo que tengas… Lo que tampoco suelen decirnos es que, durante esas primeras semanas, lo desaconsejado es el coito, la penetración, pero no otro tipo de prácticas eróticas. Y esto podemos considerarlo una buena noticia: si todavía no te habías desecho del coito como práctica sexual central, es un buen momento. Como dice Hollie McNish, la mayoría de mujeres, tras un parto, preferirán un masaje cada noche o un cunnilingus. Y quizás esto sea así para siempre. Y eso me lleva a pensar que, a veces, lo que ocurre no es que falte el deseo, sino que se huye de la penetración. Si se piensa que ésa es la actividad principal, el objetivo último, mejor no empezar, mejor no mostrarse cariñosa, por si acaso.
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A veces el deseo se va de vacaciones. Duermes poco, duermes mal, tienes la cabeza puesta en la criatura y en la supervivencia básica –tener comida y ropa limpia–. Y encima, tengo que tener ganas. Más presión, no, por favor. Sí puede estar bien hacerse la siguiente pregunta: ¿tengo ganas de tener ganas? Y, si la respuesta es sí, pedir ayuda para tener más descanso, buscar pequeños huecos para el juego erótico, sin otro propósito más que el encontrarse y disfrutar del tacto, del olfato, de palabras dulces (o guarras), de los besos largos, de una mirada cómplice o de las fantasías que querrás hacer realidad en cuanto tengas tiempo… A veces, ese sentir el deseo del otro, de la otra, ya nos basta. Porque piel en esos momentos tenemos de sobra: nos pasamos el día pegadas a nuestra criatura.
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La lactancia supone una actividad sexual constante. En la succión del pezón el cuerpo segrega oxitocina, que es la hormona del vínculo y del placer, la que segregas cuando tienes un orgasmo. En Maternidades subversivas, de María Llopis, la socióloga Helena Torres relata que su embarazo fue «un orgasmo permanente» y que, sin embargo, durante el primer año no podía ni pensar en tener relaciones sexuales: «Me frustré, pero entonces me di cuenta de que no quería follar porque ya estaba follando… con el bebé ¡y era una relación monógama! Las tetas no me las podía tocar ni dios, yo ya tenía mi mejor amante». Sin duda, se trata de una sexualidad distinta a la que vivimos entre personas adultas –no olvidemos que el órgano sexual principal es nuestro cerebro, por eso, qué nos pone es algo cultural; por eso, a unas mismas caricias podemos darle diferentes significados–. Pero no podemos negar que la experiencia del piel con piel, la succión, la mirada fija y embelesada y tantos momentos íntimos que suponen la lactancia forman parte de nuestra sexualidad.
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Cómo nos relacionamos con nuestro cuerpo y el de otras personas, cómo expresamos y recibimos afecto, qué relación tenemos con el placer… no son sólo importantes para nosotras mismas y nuestras parejas. La educación sexual de esa criatura ha comenzado.
* No hubiera podido escribir este texto sin la ayuda de mi madre, que cuidó de mi bebé para regalarme un poco más de tiempo. Una vez más, gracias, mamá.