Imaginen ustedes a Greta (Isabelle Huppert), una solitaria viuda que pierde su bolso en el metro de Nueva York y tiene la suerte de que Frances, una buena samaritana de mirada dulce (Chloë Grace Moretz), lo encuentra y se lo lleva a su misma casa. La relación que se forja entre ambas suscitará no pocas sospechas por parte de la compañera de piso de Frances (Maika Monroe).
Esta esquemática recapitulación no parece contener, en principio, excesivo interés. Nada más lejos, empero, de la realidad, pues la última película de Neil Jordan (al cierre de estas líneas sin estrenar todavía en nuestro país) es una maquinaria llena de muchas maquinarias pequeñas, de personajes llenos de muchos otros personajes. Jordan la hace funcionar a la perfección, con la dosis exacta de grasa y ni una sola gota más. Esto ocurre por varios motivos: en primer lugar, se trata de una película que gira en torno a tres mujeres y donde cualquier posible personaje masculino es de todo punto irrelevante, hasta el punto de resultar ridículo. Huppert, actriz extraordinaria, dota a Greta de una gravedad desconcertante, como lo hacía con la Erika Kohut de La Pianista (Michael Haneke, 2001). No se trata, pues, de una solterona con abiertas heridas, tal como parece apuntarse al inicio, sino de una masoquista irredenta cuyos anhelos caen dentro de los reinos de la torsión moral y la parafilia. No insistiremos, por ejemplo, en la particular amputación a la que se somete Erika en un momento determinado de la película, pero sí en el hecho de que lo ejecute como un ritual privado tan familiar como el de cepillarse los dientes.
Ha quedado patente que Huppert es una de las reinas cinematográficas de la oscuridad de las últimas décadas, cuyo rostro sigue expresando una emoción tan inmensa como ilegible: la canalización del dolor sin necesidad –ni posibilidad, añadiría- de explicar la causa. En la versión de Madame Bovary, que dirigiese Claude Chabrol en 1991, su suicidio tiene evidente sabor gótico, mientras se retuerce, pálida y empapada sobre la cama, entre alucinaciones y espasmos de negra bilis. En otra película de Chabrol, La Cérémonie (1995), se nos presenta como la mitad dominante de una amistad disfuncional y dañada que se convierte en furia de clase y violencia impulsada por el resentimiento. En la escabrosa versión de Bataille que realiza Christophe Honoré –me refiero a la discutible, pero en todo caso interesante, Ma Mère (2004)- da vida a una libertina cuyas aventuras sexuales la llevan a acercarse cada vez más a su propio hijo, conduciéndolos a un clímax de sexo y muerte que hizo estremecer a unos cuantos espectadores. Incluso la más reciente Elle (Paul Verhoeven, 2014), tampoco carente de interés, aunque fallida por momentos, se abre con una violación brutal y sus consecuencias en el personaje de Huppert, que opta por manejar su propia recuperación al iniciar una relación sexual -consensuada, aunque tremendamente incómoda- con el hombre que la ha atacado.
En todo caso, una de las razones por las que, a mi juicio, funciona tan rotundamente bien esta Greta (sin duda, ya una de las mejores películas del año), es por el contraste que se establece entre la impactante figura –carente de edad, diríamos, a simple vista- que Huppert representa en pantalla y las profundidades oscuras contenidas en este personaje. Greta trastorna o deleita, logrando hacer, la mayor parte del tiempo, ambas cosas. Dentro del horror psicológico cada vez más paranoico en que adviene la película de Jordan, existe también una lectura que merece la pena comentar y es la sátira -nada encubierta- sobre la ineficacia del Departamento de Policía de Nueva York. Dentro de ella, subyace acaso un reproche a la idea de que después del célebre movimiento #MeToo es más fácil para las mujeres denunciar y frenar incidentes de acoso sexual y demás delitos relacionados con él. Una millenial astuta como Frances sabe que debe llamar a la policía de inmediato, pidiendo incluso una orden de alejamiento. La respuesta de los legales es, lisa y llanamente, que «no hay acoso si está en un lugar público».
Así pues, la seguridad de una mujer joven es su problema, no del estado. Jordan, viejo zorro.
Otra de las razones de su excelencia está en su trío protagonista. No me refiero sólo, por tanto, a la maravillosa Chloë Grace Moretz, que irradia sapiencia interpretativa como una ingenua Frances (ingenua que evita incluso, en un alarde bien de evidente virginidad, bien de encubierta atracción sexual por su mismo género, acudir a cualquier fiesta donde haya hombres). Ni tampoco a Huppert cuando muestra, poco a poco, la descomposición de su personaje, arrojando mesas en restaurantes, al escupir su chicle sobre el cabello de Frances (una de las mejores y más terroríficas escenas de psicopatía que se han visto en una película en los últimos veinte años) o la celebración, después de una de sus atrocidades, como si fuese una bailarina demente, capaz de transformar la Rapsodia Húngara de Liszt en una pesadilla monstruosa y aborrecible.
No se trata, decíamos, sólo de ellas, sino del otro gran personaje que hace funcionar la película: Erica, compañera de piso de Frances, que interpreta la extraordinaria Maika Monroe, actriz y surfista profesional. Su naturalidad, su sentido del humor y el giro final del personaje hacen que esta Erica suponga un broche de oro a la extraordinaria descripción de roles femeninos puesta en marcha por Neil Jordan. Tenemos la sensación, por momentos, de que ninguno de estos tres personajes está reaccionando al dolor, al deseo, a la maternidad –en el caso de Greta, se entiende- de la forma en que la sociedad los ha instruido. Lo aterrador de la película es que las reacciones habituales están fuera del ámbito de la normalidad. Uno no devolvería un bolso, lleno de dinero, a su desconocida dueña y se quedaría a cenar con ella o se enclaustraría en un vacío apartamento de Nueva York, por ejemplo. La vulnerabilidad e ingenuidad de Frances es la que, a través de la bondad, permite que entren personas en su vida que normalmente no consentiría. Personas muy difíciles de sacar después, una vez que entran. Eso que es, en apariencia, familiar y cercano –Greta- es precisamente terrible, como en un cuento de los Grimm, Freud mediante.
Esto nos lleva a la otra cuestión, a mi juicio fundamental, de la película. No es la primera vez que Neil Jordan acude al cuento mítico como, digamos, sustento ideológico o teórico, para su cine. Una Caperucita Roja postmoderna, de manos de Angela Carter, era lo que Jordan utilizaba en su extraordinaria En compañía de lobos (1984), no lejos de la niña perdida en un bosque sombrío, lleno de manzanas rojas, con que sueña Annette Bening en In Dreams (1999), por ejemplo, o la particular revisión de La sirenita, el cuento de Andersen, que hace, de alguna manera, Ondine (2009). Pues bien, la historia de Greta es aquí una clara descendiente de Hansel y Gretel, con la bruja atrayendo a los niños a su casa con migajas, antes de meterlos en un horno. Huppert deja caer sus bolsos por toda la ciudad hasta que una mujer desprevenida, siempre joven (que añade una pizca de obsesión psicosexual), lo encuentra y se dirige a la dirección que –si bien con excesiva facilidad- se encuentra dentro de dicho bolso para devolverlo.
La primera vez que Frances llega a la casa de Greta, momento que Jordan filma con ángulos bajos e inclinados, dando una sensación de cuento de hadas inquietante, aquella le agradece su gesto invitando a la joven a tomar café y dulces. Aun con la claustrofobia evidente del lugar y los ruidos extraños que se escuchan, las dos mujeres forjan una amistad. A través del aislamiento de ambas en la ciudad y de su pérdida compartida -la madre de Frances ha muerto recientemente, su padre vive lejos y dedicado al trabajo; el marido y el perro de Greta murieron, a la vez que su hija se ha independizado para poder estudiar en París-, descubren que ambas están hechas la una para la otra. Sólo cuando cae la luz, como en los mejores cuentos de hadas, la bondad deviene mal terrible. Incluso el hecho de rodar en Toronto y Dublín una película que transcurre en Nueva York parece contribuir a esta inubicable exposición del mal.
No pasa mucho tiempo antes de que haya un quid pro quo tácito entre las mujeres: Frances ayuda a Greta a adoptar otro perro y le enseña lo que sabe sobre tecnología y redes sociales. Mientras tanto, Greta adquiere un papel maternal, repartiendo consejos y cocinando comidas para su presa. Pero este perverso cuento de hadas se apoya también en cuestiones como el aislamiento y la alienación en la era de las redes sociales, que marcarán los límites del cómo y cuándo una obsesión puede volverse monstruosa. Recordemos, si no, la manera compulsiva en que Greta deja a Frances cientos de llamadas perdidas, esperándola fuera de su lugar de trabajo durante horas y amenazándola (ese «si no me llamas, no sé qué haré», escrito en un amenazador y terrible mensaje de voz). Así pues, el tema subyacente en Greta es la soledad, el desamor y la pérdida. Y por supuesto, cómo todo aquello puede destruir la psique de ciertas personas. Cabe preguntarse si, en el supuesto de que se solidificase algo más la pérdida y la soledad en el caso de Frances, podría convertirse ella misma en una Greta.
La psicosis del personaje que interpreta Huppert no está demasiado lejos del problema más absurdo de nuestra era: la búsqueda obsesiva e incontrolada de la aprobación en las redes sociales.
En la erosión de los límites de la identidad que ejecuta Jordan, esta Greta excelsa, con la cuestión de los roles cambiantes, insinúa un vínculo psicosexual más allá de la narrativa de la madre y la hija. La narrativa del filme se gesta en torno a la obsesión –nunca explicada del todo- de la protagonista homónima por atraer a mujeres jóvenes a su apartamento. Sobre, en esencia, las múltiples manzanas que esa bruja siniestra, postmoderna y sin embargo atemporal, da a todas sus Blancanieves.
Jordan y Huppert saben que hay más de una forma de asustar. Nosotros, como espectadores, tenemos la suerte de poder verlas todas en Greta.
Ficha técnica |
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