Fútbol. Desde pequeña recuerdo que el mejor plan del colegio era ir a darle patadas a un balón en el recreo. A veces un partido, otras dando toques, tirando penaltis, ensayando faltas, intentando recrear jugadas de Romario, pases de Guardiola. Los fines de semana, a veces, algún domingo, mi padre nos acercaba a jugar a la casa de campo entre preservativos usados y pateábamos el balón en algo parecido al césped. A veces él se ponía de portero, casi nunca corría, a mi me daba igual. Estar al aire libre jugando al fútbol me parecía suficiente. Disfrutaba jugar con un ansia que no he vuelto a sentir por casi ninguna otra cosa y me golpeaba una envidia feroz al escuchar las historias de mis compañeros tras las competiciones escolares todos los lunes. Había jugado bajo una lluvia incesante y el árbitro no había suspendido, o casi les da por perdido el partido porque H., que acababa de tener una hermana, se quedó dormido y llegó casi sin tiempo al recuento final, el árbitro le sacó tarjeta a R. por una entrada dura al tobillo y casi les cuesta el juego, un gol en propia meta, nos patrocina este año Cacaolat. Año tras año, lunes tras lunes, las migajas de jugar en el recreo, todo chicos, una invitada a la cancha, imaginando ser profesional, tener un uniforme, debutar en el Camp Nou. Imaginaba historias imposibles, ojeadores que venían de casualidad a ver a los chicos al patio del colegio y les maravillaba mi juego, ser la excepción a la regla, “juega tan bien que hemos decidido hacer una oferta, apostar por ti, revolucionar la sociedad”. Nunca jamás me lo creí porque en mi casa me han enseñado desde bien chica a distinguir la fantasía de la realidad. Y el fútbol es realidad.
Sin embargo, cuando cumplí 9 años pasó una cosa que me hizo dudar. Jugando una pachanga en el colegio un día de septiembre, aún con jornada continua, esperando a que mi padre se acordase de venir a recogernos, H. me dijo: deberías de jugar en nuestro equipo. Me quedé parada y perdí el habla. Somos pocos este año, nos faltan jugadores, juegas bien, creo que si solo eres una se puede. Un equipo. Recuerdo que un par de chicos protestaron. Una cosa es en el patio y otra es en la liga, musitó J. Alguien protestó. H. les miró fijamente y les dijo: si solo es una se puede. Hay entrenamiento esta tarde, quédate, habla con el entrenador, empezamos el sábado. Nuestro uniforme tiene la camiseta azul claro y los pantalones blancos, todos los números del 1 al 10 están cogidos menos el 7, hay que pagar una ficha y necesitas una foto de carnet.
Mi padre dijo que sí, me acompañó a comprarme el uniforme, las botas ya me las habían traído los reyes. Unas zapatillas de fútbol sala que solo usaba en las vacaciones porque no puedes ir en esas zapatillas al colegio aunque en el recreo solo juegues al fútbol, igual prueba a jugar a otra cosa, salta a la comba, al pilla pilla, a los cromos. Solo había camisetas de manga larga pero no me importó porque mi padre tiró la casa por la ventana y me compró unas medias azules de futbolista a juego que me llegaban hasta las rodillas. Mi padre dijo que sí y se comprometió a llevarme porque mi madre que se negó en redondo a poner un pie en una cancha. Así que el sábado madrugamos, me vestí de uniforme y mi padre me llevó a una cancha a la que había que ir en coche y pasar por un puente que nunca más he vuelto a reconocer.
Llegamos pronto y me senté en el banquillo, la ficha en la mano del entrenador, las botas relucientes y mi padre con el periódico bajo el brazo sentado en las gradas, a punto de empezar a leer la columna de opinión. Pero entonces la realidad vestida de árbitro se acercó al entrenador, mi padre dejó el diario encima del banco, no es legal, no está claro, las leyes, las normas, da igual que tenga nueve años y el pelo igual de corto, no se puede, está prohibido, y antes de que sonase el silbato de inicio de juego mi padre y yo nos fuimos a comprar un helado mientras mis compañeros jugaban y a mi se me resbalaban las medias hasta los tobillos.