Paseando bajo la cálida lana de un gorro en punta, aparecen los restos de un iglú. Esa casa de tierras lejanas, cuya estructura es tan sólida como la roca madre que sustenta el mundo, está ya en ruinas. Ni siquiera la fortificación que la antecede la ha podido proteger.
¿Quién plasmó ahí, en medio de esta calle desolada, la esperanza de un refugio?
La gélida niebla que hoy se posa esconde miedos mayores. Al fondo, una ambulancia descansa exhausta, humeante. Y el diálogo entre las dos tríadas, hogar-refugio-esperanza, ruina-desolación-miedo, se sucede como el griterío de unos pájaros furiosos.
Filomena, la abuela tosca, sufrida, pero también desvergonzada y valiente, la que abraza con el amor más generoso, la que evoca el hogar verdadero, es el refugio en llamas.
Filomena es la potencia que lo levanta. La mano ejecutora, quizá, una nieta que espera con entusiasmo la merienda de la abuela.
En estos días fríos estamos todxs atrapadxs en medio de una parálisis corporal, de un estatismo psíquico, de una desolación colectiva. Son los síntomas de una irresponsabilidad.
La nieta no ha comido.
Esa ambulancia del fondo lo sabe bien, ella es la causante del derrumbe. Ha viajado a toda prisa, desbocada. Demasiados kilómetros y poco tiempo. La velocidad en sus neumáticos, el calor asfixiante de sus vapores y el descontrol en su trayectoria es lo que ha debilitado la estructura, derretido el horizonte, provocado la ruina.
Y, sin embargo, ahí permanecen los restos de un hogar para que otrxs lo encuentren.
Creo que esta construcción se ideó con la intención de recordar que lo importante está en casa, que lo que hay que proteger está dentro. Pero también fuera. El iglú en medio de la nada, en una acera cualquiera, al alcance de todxs, nos indica que la esperanza también son lxs otrxs.