Ya todas son el mundo
que nos llega,
en la fragante sed de cada cosa
(Julieta Dobles)
“Casi mil mujeres” (2016) comienza con una negativa: No pido permiso. Ni nada, y cierra con una suerte de imperativo también con partícula de negación: No dejar mañana en manos de nadie. Dos negativas, pues, para encauzar, a lo largo de cuarenta y cinco textos -y otras tantas magníficas ilustraciones del toscano Luca Guerri- una serie de preguntas que nos son planteadas. Elisa Berna piensa y reflexiona sobre el mundo, sobre el tiempo, sobre el propio lenguaje… pero sobre todo, es el ser. El ser-en-el-mundo es lo que se persigue, y puede decirse que ella, como poeta pensadora, se queda en el umbral, que es lo máximo posible a lo que puede llegarse.
Esto es, a entrever la posible respuesta al enigma planteado: el camino que conduce a la vecindad del ser. El problema del ser está ubicado en la raíz misma de la cosa, y “Casi mil mujeres” es, ante todo, una exploración de tales raíces. La dificultad está en la palabra. He sufrido –se nos dice- una gran decepción al observarme en el espejo blanco del papel que es el cristal de las palabras (5). La palabra escrita es un hándicap para tal exploración y ese es un principio que denota una evidente complejidad: escribimos para entender el mundo, pero no es posible tal comprensión. La realidad es indefinible, no se puede acceder a ella: la misma cosa mentirosa (5).
Es la finitud lo que nos dificulta, la imposibilidad de captar al «ser ahí» –entendido como interrogante por el que se pregunta quién escribe- como un todo mientras es. Ya no debemos preguntarnos por la verdad, por aquello que es real. Es la propia poeta la que configura una posible aproximación. Veamos un ejemplo, en un texto posterior: Yo no soy yo, no te equivoques. Yo no soy yo ni soy mis pobres versos ni los poemas esos que me dictan otros[1]El resaltado en negrita es nuestro(9).
El poema nos niega la persona del poeta y su mismo nombre: mis pasa a ser el esos de otros. Es decir, la distancia es y se hace en tanto más queremos acercarnos al origen mismo de lo escrito. Somos más cuando menos somos nuestros y más del resto. La palabra es un Otro. Más adelante, serán los ecos de Eliot quienes hablen en boca de la autora: dándole tiempo al tiempo, ganándole al tiempo (10). Nos convierte en espectadores de un, hasta cierto punto, incorpóreo enigma. Aunque si la Palabra habla, entonces los vectores metafóricos de los que se sirve sólo pueden conducirnos directos hacia la psique poética de su propietaria.
¿Dónde está la verdad revelada, entonces? Por cierto, que conviene no olvidar cómo el re del velo en la revelación es además una desvelación, si bien una que, al igual que la aletheia en la que Heidegger encuentra la esencia de la verdad[2]HEIDEGGER, Martin. 2001. Introducción a la filosofía. Madrid: Cátedra/Frónesis, p. 87, mantiene velado o repite en su revelación el velo que desvela. Decir la verdad consiste en estar presente, como de guardia o cuerpo presente junto a la palabra. ¿De qué sinceridad poética podríamos hablar sin traicionar este oficio pobre y casi anónimo del poeta?
Así, entre citas a Pizarnik o Wisława Szymborska, seguimos braceando entre la realidad y la alegoría, la metáfora o la desocultación de lo oculto-no-todo que hay en cada poema. Es la cosa, el humilde milagro de esa cosa muda, lo que va perdiendo poco a poco hasta olvidar por completo la hendidura que se abre entre el decir primero y el consabido dicho de después. Porque al hablar se nos da la oportunidad de saber juntos, de consaber, aunque sea al precio nada oneroso de omitir el decir mismo: Dejaré abierta la boca, la puerta o la cicatriz (18). Es decir, que se nos hablará pero quizás no sea ese traer-ahí-delante el espacio donde acontece la verdad. No el único, al menos.
Ya hemos sido antes advertidos: Hay cosas que dejé que permanecen gemelas en el espejo del río por el que no corre el tiempo (16). Basta con acercarse en busca de la palabra justa, esa y no otra, pues entonces se desvela de un modo inevitable su exactitud y justicia (“así es”) a la vez que la injusticia esencial para el acontecimiento o la cosa en sí mismos. El “así es” poético es por lo tanto también un “sólo puede ser así” en el que tiembla, todavía no domesticada por la comunicación, la conciencia de la imposibilidad: ya no soy yo la que cae sobre las palabras (34). Hasta aquí la palabra, una que está tan pegada al decir que siempre nos deja el sabor o el saber de lo que no se ha terminado de decir, de lo no dicho aún o, si se quiere, de lo indecible.
Elisa Berna se habla y habla a unos otros. De un desierto a otro, el exilio en su propia (im) posibilidad posible del habla, le sigue moviendo a plantearse el sentido, buscándolo. Bien hallado o no, no hay nada más simple que la dificultad de aquello indefinible, la Verdad: Lo único cierto en el desierto es el silencio que impone su ley cada vez que infrinjo los espejismos (20). El decir del poema habla desde el presente nómada, desde ese desierto, y es que el poeta, como aquel infante que aprende aún vocablos, y para el que el misterio de la palabra recién adquirida mantiene aún sobre sí el no menor misterio de la cosa que la palabra dice, tropieza con ellas.
Estamos aún amontonados en umbrales, tratando de averiguar qué pie apoyar primero (21). Por eso todavía tropezamos en eso recién aprendido, el habla. Éste, sólo hace un instante, todavía era una cosa sin más, es decir, desnuda de toda palabra y por ello mismo velada por completo a nuestro conocimiento. Decirla era revelarla poniendo sobre su velo de silencio ese otro velo aún más imperceptible de la palabra. Las cosas sólo se nos dan en el lenguaje pero tampoco hace falta decir que las cosas son cosas y no palabras. La verdad es que decimos con algo lo que nada dice.
El así llamado «Epílogo» es más una congregación de cierto materiales de todo lo anterior que un final, más un encender (se) de nuevo. Esa reactivación con la que Elisa Berna parece decirnos que busca aún, que no es menos posible hallar todavía: Entre el cielo y el suelo he dejado la palabra. Esa palabra sabe más de ti que tu propio nombre a través del cual algunos creen conocerte (32). Pero no precisa el sentido poético de verificación alguna pues su verdad sólo tiene lugar en el interior del poema, sólo puede verificarse en él. No por nada, será un pensador como Heidegger quien vea en el arte y la poesía las formas, precisamente, en las que se pone en forma la verdad.
Todas estas voces, a lo largo del día, engullen su eco y me abandonan (28), nos es dicho. Así pues, rendidas las voces, ¿cerca de qué permanece la palabra poética misma para que podamos suponer todavía en ella misma la sinceridad? ¿No traiciona cualquier verdad la retórica? ¿No sepulta acaso el trabajo del poeta aquello dicho? Acaso habría que advertir que el trabajo del poeta no es, como a su modo ocurre con el del duelo o del sueño para los psicoanalistas, no tanto un encubrimiento como una revelación.
Diríamos nosotros que uno no podrá valorar la palabra del otro si no la deja reposar en el silencio que la hace definitiva y perfecta en sí misma: Amo el verso oscuro de mi cuerpo todavía dispuesto a nombrar la luz (32). Para cuando este libro, tan enigmático como especial, toca a su fin, nos recoge en la hondura de las cosas lo dicho y lo aún por decir-se. Parecería que, como para Gadamer, nos ha sobresaltado lo repentinamente “objetual” de la poética. Aquel ser comprendido, eso, es lenguaje: Despedazar lo dormido mío y entero hasta ahora (39). Elisa Berna ha declarado vivos la escritura y la palabra. Busca la realidad, lo cotidiano, lo familiar y le aplica una arriesgada oscuridad racional. Terminado, pese a ella, este lienzo único que supone «Casi mil mujeres», para cuando nos resulta sencillo hallar el resto y el rostro de su poco discutible excelencia, la conversación ha terminado.
Título: Casi mil mujeres |
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