Esta entrevista tuvo lugar en el Festival Transeuropa, organizado por European Alternatives del 25 al 29 de octubre en Matadero, Madrid. El objetivo del festival fue promover la solidaridad paneuropea y establecer colaboraciones entre diferentes agentes de transformación social, cultural y política. El filósofo Santiago Alba Rico* participó en un panel sobre el papel de los Estado-nación, los nacionalismos y los comunitarismos en el contexto de la actual gran regresión que está padeciendo la humanidad. En esta primera parte de la entrevista, Alba Rico analiza la relación España-Cataluña, además de reflexionar sobre el 15-M, Podemos y el populismo.
En unas horas vas a hablar en un panel sobre el tema central del festival que es el Estado-nación. ¿Podrías adelantarnos algunas ideas?
Santiago Alba Rico: Se dice que los Estados-nación han fracasado a la hora de gestionar los grandes retos y las grandes crisis civilizatorias a las que se enfrenta la humanidad. Es verdad que si lo pensamos en términos de ciudadanía y bienestar de las poblaciones, de satisfacción de las necesidades básicas, eso que llamamos Estado-nación se revela no solamente incapaz de solucionar los problemas comunes, sino que los agrava. Pero si pensamos el Estado-nación como un instrumento que ha abierto paso sin resistencia a la única revolución que hay en estos momentos, que es la revolución neoliberal y una globalización capitalista interesada y desigual, yo creo que ha cumplido muy bien su papel.
Lo ha cumplido tan bien que es momento de entrar a analizar el tándem Estado-nación y explicar por qué se ha vuelto problemático. Lo ha cumplido tan bien que lo que estamos viviendo, me parece, es una resistencia de la nación frente a unos Estados que no protegen a sus ciudadanos y que se limitan a vehicular de manera muy bien lubricada los intereses privados de los vencedores de la globalización neoliberal. El problema al que se enfrenta Europa ahora mismo es a una desconexión entre el Estado y la nación, en la que la nación se resiste de distintas maneras.
Yo no hablaría de nacionalismo, sino de comunitarismo. Hay una reactivación general desde las poblaciones, desde los movimientos sociales, pero también desde las derechas identitarias, de las cortas distancias; de todo lo que tiene que ver con la contención, la seguridad, los cuidados. Las cortas distancias son muy peligrosas, pero pueden ser también muy liberadoras y creo que lo que estamos viendo en Europa es que, frente a la revolución neoliberal, hay resistencias comunitaristas de derechas, excluyentes y xenófobas, que van ganando y otras que potencialmente son democratizadoras, emancipadoras y, ciertamente, no racistas, pero que van perdiendo.
¿Cómo entiendes ese nexo entre el Estado y la nación?
SAR: Creo que no se puede hablar de Estados y de naciones como si en todos los casos respondieran al mismo patrón. En este enlace difícil entre dos instancias que solo raramente se identifican, podemos distinguir entre diferentes combinaciones: de Estados enteramente fallidos con naciones complejas, de Estados fallidos con naciones simples y de Estados muy sólidos con naciones complejas. Pienso en Oriente Medio, sobre todo en Siria, donde parece necesario que, con todas sus sombras, una propuesta como la de los kurdos, la del confederalismo democrático y el municipalismo libertario, cristalice en una convivencia sin violencia entre las distintas naciones de toda la zona. No creo que quepa imaginar en estos momentos un retorno a la Siria Estado-nación autoritario, ni siquiera tras la victoria militar de Rusia e Irán. Una Siria más justa y razonable –por ahora inalcanzable– debería combinar la complejidad de la nación, el confederalismo democrático y una creciente descentralización municipalista, de manera que el Estado se reserve para la gestión de los recursos sensibles o la sanidad.
También tenemos el caso de un Estado –fallido después de una revolución– y una nación no compleja, como es el caso de Túnez. Las dictaduras siempre intentan identificar el Estado y la nación. Interiorizan la nación dentro del Estado de tal manera que la mayor parte de los ciudadanos no solo no se sienten representados por el Estado, sino que no se sienten nacionales de ningún sitio, lo que explica en parte la huida hacia identidades religiosas. Cuando en 2011 estalla la revolución tunecina y se derroca a Ben Ali se hace con la misma bandera bajo la que se escondía el dictador para robar y torturar. Es la bandera de la independencia nacional –ese momento de construcción nacional– de manera que la revuelta contra el Estado dictatorial se puede interpretar como una reapropiación de la nación por parte del pueblo. Es una apropiación muy transversal frente al Estado autoritario y desde una nación que no es compleja porque es homogénea en términos religiosos y étnicos. La revolución trata de recomponer un Estado democrático.
Eso nos recuerda que todavía hay muchos sitios del mundo, marcados por grandes desigualdades, como es el caso del norte de África, recientemente descolonizada, donde el concepto de nación sigue siendo muy moderno y nada postmoderno. Ello, en el sentido de que recoge el impulso original fijado en la propia Europa contra el absolutismo. La nación que nace a finales del siglo XVIII y XIX en Europa lo hace frente al poder absoluto de los reyes, frente a un concepto patrimonialista del territorio: la nación es aquello que representa al tercer Estado, a los plebeyos, a los sans-culotte. Nación y patria son términos claramente revolucionarios de reapropiación de un territorio frente a unos reyes absolutos que lo consideran un patrimonio exclusivo. Los procesos de globalización hacen muy difícil ya la relación liberadora, frente al Estado absolutista, de la nacionalidad y la ciudadanía, lo que plantea nuevos problemas jurídicos y políticos. Las fronteras determinan que los derechos de un ciudadano francés no sean los mismos que los de un ciudadano tunecino, pero no podemos ignorar, en todo caso hay, el valor histórico emancipatorio asociado al concepto de nación.
En España, los seguidores de Fernando VII le exigían que no hiciera concesiones a los «patriotas». En el trienio liberal de los años 20 del siglo XIX, tras el pronunciamiento de Riego, los sostenedores de Fernando VII y de la monarquía absoluta gritaban «Muera la nación, vivan las cadenas». La nación ha tenido un potencial liberador respecto al antiguo régimen que no podemos olvidar y que en Túnez, por ejemplo, ha estado muy presente.
¿Cuál es tu análisis del proceso de independencia en Cataluña?
SAR: España es un Estado fuerte, un Estado-imperio durante siglos, que solo se ha democratizado de manera reciente e incompleta frente a una nación compleja. Lo que ha hecho el Estado español es gestionar la negación o la represión de esa complejidad. En estos momentos ocurre que la nación compleja que llamamos plurinacional se está resistiendo frente a un Estado que ya no protege a los ciudadanos, que ha desmantelado el Estado de bienestar y que sólo ha reformado la Constitución, mediante un consenso interno al régimen, para claudicar ante disciplinas económicas impuestas desde fuera. En una Europa donde gobierna el Banco Europeo y en todo caso la banca alemana, los parlamentos son cada vez menos soberanos, pero es posible, y por eso Podemos ha jugado un papel fundamental, resignificar en términos modernos el concepto de nación y de patria.
Modernos y posmodernos al mismo tiempo. Modernos porque se reivindica la nación y la patria que han dejado vacía los propios dirigentes del Partido Popular, que abandonaron la patria por la marca. España ya no era un destino en lo universal», como en la tradición imperial, sino la «Marca España», un concepto mercantil y neoliberal. Pusieron España a la venta. Es ahí donde Podemos pudo intentar resignificar desde la modernidad el concepto de nación o de patria como una forma común de resistencia frente a un Estado que abandona a sus ciudadanos.
España es una nación compleja, una nación plurinacional. En Cataluña esa resistencia frente al Estado que ha desprotegido a los ciudadanos adopta una forma distinta. Surgen dos procesos paralelos de resistencia frente al Estado. Uno, el que encarnan Podemos y las confluencias, cuyo propósito es el de refundar democráticamente España, o incluso el de fundarla, porque España siempre ha sido más Estado que nación. Por otro lado, está el proceso abierto en Catalunya a partir de una confluencia muy anómala entre partidos íntimamente contradictorios: confluencia entre un proyecto claramente libertario, transformador, con sus diferencias y pugnas internas, pero claramente anticapitalista, antiglobalizador y libertario (CUP), un partido socialdemócrata que ha sostenido al régimen del 78 (Esquerra), y una fuerza claramente adscrita a la derecha neoliberal y uno de los pilares del mismo régimen al que ahora se enfrenta (PdeCAT, antes Convergencia).
Esa confluencia, más o menos justificada por las políticas del Estado, inició un proceso que, a mis ojos, cierra fatalmente la ventana de oportunidad que se abrió hace 4 o 5 años primero con el 15-M y después con Podemos. Una oportunidad, es cierto, que con la relación de fuerzas existente y con los grandes medios de recomposición de los que dispone el régimen, era complicado que se llevara a cabo. También, en parte, por errores de la propia izquierda. En todo caso en Cataluña nos encontramos ahora, no con un conflicto entre democracia y nacionalismo o entre dos nacionalismos equivalentes, como a menudo se pretende, y desde luego tampoco con un conflicto entre izquierdas y derechas o entre legalidad e ilegalidad.
Es, en parte, un conflicto entre dos legalidades, la del Estado central y la de las Comunidades Autónomas y sus instituciones, pero sobretodo es un conflicto entre dos ilegitimidades. La ilegitimidad de un Estado que aplica la ley de una manera un tanto arbitraria a través del artículo 155 según la versión que fue descartada en el borrador de 1978. Lo hace además a través de un Fiscal General del Estado que está reprobado, con dos ministros reprobados y con la muy mermada legitimidad tras el dictamen del Tribunal Constitucional del 2010 que echaba abajo la reforma estatutaria que se había aprobado con una mayoría abrumadora de los catalanes. Hay legalidad pero no legitimidad. Y del otro lado pasa lo mismo, no hay legitimidad. No porque no sea legitimo plantear el derecho a la autodeterminación. Creo que los catalanes tienen que elegir cómo y de qué forma quieren formar parte de esa nación compleja que sería la España refundada o por fin fundada. Lo que no se puede hacer es fundar un país con la mitad del mismo en contra. Se puede gobernar comodísimamente un país con un 48% de los votos. El PP lo hace cómodamente con muchísimo menos porcentaje. Pero no se puede fundar un país con el 48%, en realidad un veintitantos por ciento del censo general. En este sentido, lo que hay son dos ilegitimidades enfrentadas en una situación en la que objetivamente no es posible tener una posición clara. Diría aún más, es deshonesto tener una posición clara. Al mismo tiempo si no eres deshonesto, si no tienes una posición clara, es imposible introducir ningún efecto. Y como tantas veces en la historia, ocurre aquello que decía Kant, que la historia la hacen los demonios, la hacen los equivocados, los más convencidos o los más irracionales.
Como decía Bertrand Russell, es más fácil ganar cuando tienes un ejército de fieles dogmáticos fáciles de movilizar, pero ¿cuáles han sido los errores de la izquierda?
SAR: Creo que Podemos nace claramente del 15-M y de la conciencia de que hay una España desmemoriada, joven, bien preparada, de clase media, para la que los pecados originales de la Transición, legítima obsesión de la izquierda clásica, no significan nada: la memoria de las víctimas de la dictadura, de la sucesión de Juan Carlos como heredero de Franco, el consenso de élites que dejó fuera todas las demandas de la izquierda. Todo eso que para la gente mayor formada en la izquierda era tan importante, para la mayor parte de la población española no lo es ya. Y eso podemos verlo como algo negativo, sin duda, y lo es; pero la diferencia favorable, liberadora, de España frente a Europa (hasta el lío regresivo de Cataluña) ha sido precisamente esto: la falta de memoria. El hecho de que una España que tenía una historia imperial, nacional-católica, de dictaduras sucesivas, de golpes de Estados encadenados, en la que las tentativas de democratización siempre se habían visto frustradas, se olvida de todo su pasado. A través de una dictadura que duró más que ninguna del siglo XIX y que, por eso mismo, dio una sombría estabilidad a España, se borró, primero, la memoria de la libertad. A través de la incorporación a la economía consumista europea se borró después la memoria de ese olvido.
A mí me gusta mucho contarlo de la siguiente manera. Hay un historiador tunecino del siglo XIV-XV, Ibn Jaldún, predecesor árabe de Maquiavelo y de Marx, que en la introducción de más de mil páginas a su Historia Universal se pregunta cuál es la razón por la que Dios mantuvo vagando por el desierto a los hebreos durante 40 años antes de permitirles entrar en la tierra prometida. La respuesta es muy buena. Dice Ibn Jaldún que 40 años es lo que dura el curso de una generación y que era necesario que se murieran todos aquellos que conservaban un recuerdo de la esclavitud en Egipto para que solo entrara un pueblo nuevo sin memoria de la dominación.
En España pasó lo contrario. Fueron 40 años en los que Franco borró la memoria de la libertad. Luego, durante otros 40 años, el régimen del 78, con la incorporación a la Unión Europea y a una antropología de consumo acelerado, borró la otra mitad de la memoria. Y los españoles llegamos al 15-M sin memoria. Eso es lo que realmente reveló el 15-M. Al 15-M no le importaba de dónde veníamos, le importaba el descubrimiento doloroso contenido en los eslóganes «le llaman democracia y no lo es» y «no nos representan». Pero era un descubrimiento; no un discurso izquierdista clásico basado en el recuerdo de una historia que había que voltear a nuestro favor.
Se acabó lo de los dos bandos, las dos Españas machadianas; se acabó, en definitiva, el siglo XIX, que en nuestro país empezó en 1812 y duró hasta 1875. Eso puede ser muy triste. Para la gente de mi generación tener que renunciar a ciertas banderas y a ciertas canciones podía ser muy duro, pero al mismo tiempo era una oportunidad sin precedentes para democratizar de una vez España. Democratizarla implicaba refundar esa nación que nunca había sido, teniendo en cuenta su complejidad plurinacional.
En este sentido, Podemos consiguió, no sólo resignificar el concepto de patria, sino que por primera vez en este país el tema tabú de la cuestión nacional se planteara de manera abierta y se discutiese en los parlamentos y en los cafés. Consiguió enlazar con millones de personas que habían percibido los límites de eso que «llaman democracia y no lo es» en su vida cotidiana, en las dificultades para llegar a fin de mes, en la necesidad de que sus hijos se fuesen al extranjero a trabajar, en la degradación de la escuela o de la sanidad. Consiguió conectar con una potencial mayoría social desconectándose de esa memoria que sólo era ya un lastre.
¿Qué errores cometió Podemos? Que, abandonando su proyecto original, ha pasado a ser un partido de izquierdas clásico. No es ya que Podemos, tras Vistalegre II, refunde Izquierda Unida; es que es refunda el Partido Comunista. De hecho, si te fijas en quiénes se han adueñado de la dirección de Podemos, todos ellos llegaron tarde y todos proceden de las Juventudes Comunistas. Eso está teniendo efectos muy graves tanto a nivel de discurso como a nivel de organización y de estrategia. Es una organización ya anquilosada, viejuna, atrapada en el cepo de un aparato de partido muy personalista, como los grandes partidos clásicos, muy vertical, con una cúpula muy pequeña, con un discurso cada vez más de denuncia y menos propositivo.
En el caso de Cataluña, sin duda muy difícil de gestionar, hemos visto cómo, a ojos de la opinión española, Podemos aparecía como un partido que denunciaba al Gobierno y se solidarizaba con el procés. No ha conseguido introducir su discurso. Desde luego porque era difícil, pero también porque le faltaba una propuesta de proyecto transversal, para todo el país, en medio de la polarización alimentada por unos y por otros, una polarización en la que parecía que sólo se podía ser español a la manera del PP o apoyar un procés que no contaba con apoyo suficiente de la población catalana. En ese sentido, creo que Podemos va a perder muchos votos en las próximas elecciones. Yo lo lamento. Creo que es un partido al que en todo caso votaré pero que en cierto sentido ya no apoyo. Fue mi partido. Yo fui uno de los firmantes del Comunicado Fundacional y he estado ahí desde el principio. He sido candidato por Podemos al Senado. Y, sin embargo, en estos momentos, creo que Podemos corre el peligro de convertirse en un pilar menor, regañón y protestón, de un régimen del 78 restaurado, en una versión caótica, a partir de la crisis en Cataluña.
Todo esto está muy vinculado con el llamado populismo. En Europa se está discutiendo, sobre todo, el populismo de derechas. En España del populismo progresista o de izquierdas con Podemos. ¿Cómo analizas el populismo de Podemos?
SAR: Es una cuestión al mismo tiempo teórica y política, de una cierta complejidad. Para definirlo o describirlo rápidamente creo que el populismo es la tentativa de inscribir el plano simbólico y emocional en un proyecto político. Es el reconocimiento de que el plano simbólico, discursivo, es tan material, tan performativo y tan decisivo como el plano propiamente material. Frente a una izquierda marxista ortodoxa que consideraría que sólo la conciencia pura y transparente de la lucha de clases tiene efectos liberadores, se trata de insistir en que nunca hay ni habrá transparencia –la transparencia es la peor forma de alienación–, que lo que hay son mecanismos de agregación identitaria que construyen sujetos colectivos que pueden ser liberadores o, por el contrario, reaccionarios y regresivos. Por lo tanto, sí que podría haber un populismo de izquierdas y un populismo de derechas. Esto implica aceptar que nos estamos moviendo en dos niveles que nunca se deben separar completamente. Un nivel simbólico-discursivo y un nivel axiológico de principios que debe estar siempre en el horizonte porque, si perdiéramos de vista este horizonte, nuestros movimientos se volverían puramente pragmáticos y autocomplacientes, de un comunitarismo autista o excluyente y por eso mismo no-emancipatorios.
A partir del 15- M se comprende que hay que resignificar toda una serie de términos que se han quedado sueltos, como es el caso de patria o nación, conceptos que catalizan emocionalmente a poblaciones desprotegidas y descuidadas. Un caso claro es la seguridad. El discurso dextropopulista invoca la seguridad frente a la amenaza alógena, el problema de los refugiados o el terrorismo, y demanda por tanto respuestas identitarias y al mismo tiempo policiales. De lo que se trata es de hacer comprender –y creo que el 15-M lo comprende claramente– que seguridad es tener una casa, llegar a fin de mes, saber que alguien va a cuidar a tus niños y el poder curarte un cáncer si lo contraes. Eso es seguridad. Populismo quiere decir, a mi juicio, que la batalla no solo se da en sindicatos o en fábricas –allí donde aún existen– sino también en el nivel simbólico y que, en consecuencia, tan necesario es disputar palabras como disputar territorios o bienes y riquezas.
En España el populismo laclausiano ha sido criticado porque ese énfasis en lo discursivo ha llevado a una brecha entre lo que se dice y lo que se hace.
SAR: No creo que sea una cuestión que tenga que ver con el populismo, y menos con el de Laclau. Tiene más que ver con los propios mecanismos de la política institucional y con el electoralismo, en el que inevitablemente estas atrapado desde el momento en que aceptas disputar el poder en términos electorales.
Realmente la frontera entre electoralismo y populismo es muy pequeña y la prueba es que aquellos mismos que han acusado a Podemos de populismo, incluso asimilándolo al Frente Nacional francés, son los que llevan 40 años haciendo un uso abyecto del electoralismo, incumpliendo sus promesas electorales. Creo que es un problema que tiene menos que ver con la disputa del plano simbólico que con la disputa del terreno institucional a través de elecciones.
Precisamente lo que percibió y expresó mucha gente en el 15-M era el distanciamiento claro de una clase política por la que no se sentían representados porque veían que había una disonancia entre lo que decían y lo que hacían. Podemos ha cometido muchas veces el error de sustituir el discurso populista por un discurso electoralista, incluso oportunista. De tal manera que mucha gente ha percibido que la diferencia que atribuían a Podemos y por la que muchos le habían prestado adhesión, la frescura, inventiva y autoridad a la hora de disputar el nivel discursivo, se convertía en un tacticismo de geometría muy variable, con cambios de discurso ciclotímicos, y que acabaron minando el apoyo electoral a Podemos. Esa disonancia hizo que mucha gente pasara a identificar a Podemos con las antiguas fuerzas políticas contra las que había nacido y concluyera que «estos tampoco me representan».
Por otro lado, está la división interna que, de pronto, a los ojos de mucha gente convirtió a Podemos en la típica fuerza de izquierdas que no es fiable para gobernar porque ni siquiera se pueden poner de acuerdo entre ellos.
Además de las dificultades que ha tenido Podemos para contrarrestar la influencia de la férrea ley de la oligarquía (Michels), creo que un problema del populismo es que el pueblo no es un sujeto empírico. Es decir, ¿quién es el pueblo?, ¿tu?, ¿yo? o ¿el señor de derechas que está en el bar? ¿Todos nosotros? El discurso populista tiende a estrangular las voces alternativas que son plurales. Si te refieres al pueblo en términos generales realizas discursivamente una homogeneización de lo que es heterogéneo en lo material, esas múltiples voces diferentes de los movimientos sociales, del feminismo, etc.
SAR: De lo que se trata es de aceptar que sólo se puede intervenir políticamente a través de un sujeto, que todo sujeto colectivo cuando interviene presupone una cierta homogeneidad, una homogeneidad funcional y enteramente abstracta. Este es, en efecto, el problema en la actualidad, puesto que lo que ha quedado materialmente disuelto es precisamente la homogeneidad. Antes podías tener un proletariado que trabajaba más o menos en las mismas condiciones en todos los lugares del mundo y que se podían reconocer entre ellos como parte de un mismo sujeto colectivo. La homogeneidad ha quedado materialmente disuelta y fragmentada. Eso hace muy difícil construir relatos y no hay que olvidar que un sujeto es sobre todo un relato. La experiencia de los últimos años (con el 15-M como modelo) es esclarecedora. Se construyen sujetos muy lábiles que se reconocen como tales en el momento de la intervención, con relatos de aluvión, pero que se reservan al mismo tiempo una heterogeneidad que es sencillamente un hecho.
Ya no se trata, como antes, de invocar alianzas entre obreros, campesinos y estudiantes. Ahora los estudiantes son también trabajadores en paro, muchos están fuera del país, los trabajadores son, unos poquitos, funcionarios, otros trabajadores precarios y otros son parados de larga duración; campesinos prácticamente no hay.
Vivimos en una heterogeneidad que se precipita químicamente en el momento de la intervención para esbozar sujetos colectivos de hecho, a veces funcionales, que introducen efectos en la historia, tal y como hemos visto en las movilizaciones en Cataluña o en el 15-M. El 15-M, un movimiento muy heterogéneo, reunió a su alrededor un sujeto fantasmal: el de ese 80% de la población española que lo apoyaba. ¿Es eso un sujeto? Lo es. Ese 80% formaba un sujeto fulminante, irrumpiente y disruptivo, que es el nuevo formato que adopta la intervención histórica en un mundo post-revolucionario en el que el tiempo del progreso -cristiano o ilustrado- ha sido sustituido por el gnóstico de la revelación fulminante. Ya sólo ocurre lo que no se espera; y lo que no se espera se repite en borbotones o hachazos, a veces liberadores y a veces destructivos. El sujeto colectivo no es una construcción sino una confluencia.
Me gustaría seguir con algo más sobre Podemos, porque he acabado con un tono derrotista y lo que no hay que olvidar es que Podemos está asociado a toda una serie de fuerzas de cambio que sí que han introducido transformaciones en este país. Lo han hecho en las grandes ciudades de España.
En estos momentos de retroceso, en los que la grieta abierta hace seis años se sutura muy deprisa, es muy importante insistir en la necesidad de preservar esas plazas frágilmente conquistadas. El verdadero desafío de la izquierda es durar; y la duración, a los ojos de los sectores más radicales, siempre se vuelve sospechosa: en cuanto algo dura un poco se vuelve de derechas. Hay que romper con esta lógica y los ayuntamientos son una buena plataforma. Sólo desde el nivel municipal y quizá desde el nivel autonómico se podría revertir la relación de fuerzas, no ya entre las fuerzas de cambio y las del régimen, sino también dentro de las fuerzas del cambio, a favor de los sectores que realmente se creen la necesidad de ofrecer otro modelo de política.
Como ocurre que los seres humanos somos muy empíricos e intentamos medirlo todo con el propio cuerpo, la disputa del nivel simbólico se vuelve decisiva: tienes que tener asideros materiales que puedas proponer como modelos y como ejemplos. Necesitamos algo que coger con las manos. Ejemplos de buena gestión, ejemplos de discurso más claro y liberador, ejemplos de defensa de los más débiles discursivamente eficaces y técnicamente funcionales.
Esta entrevista ha sido publicada en inglés en openDemocracy
*Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Guionista en los años 80 del mítico programa de televisión «La Bola de Cristal», ha publicado más de veinte libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro. Desde 1988 vive en el mundo árabe y ha traducido al castellano al poeta egipcio Naguib Surur y al novelista iraquí Mohammed Jydair. Colabora habitualmente con distintos medios de prensa (Público, Cuarto Poder, CTXT, Atlántica XXII y otros).