Provocaba en mí admiración y curiosidad. No sabría decir por qué, ni determinar exactamente qué aspecto. Su serenidad, el cabello suelto y largo, esa mirada firme que denotaba rebeldía y seguridad, además de una voz que lloraba o reía, jugaba con la ironía y clamaba sin desgañitarse, eran un reclamo para mis quince años. Mis amigos no la conocían y yo, en el tocadiscos de mis padres, la escuchaba todas las tardes después de haber estudiado para mi examen de historia del arte o haber traducido un texto de latín. Con ella se me olvidaba que estaba prohibido, «aunque un público fantasma me acusaba en silencio por mirarte a los ojos y quererte en secreto»[1]Del LP Está Prohibido (RCA, 1978); no quise «tener amores de los que pasan de largo, de los que no dejan nada más que frío entre los brazos»[2]Del LP Dime que no Es Verdad (GMA, 1973), «ni fui el pájaro azul, ni la buena de los cuentos»[3]Del LP Enhorabuena (RCA, 1976). Me enseñó aquello que aún ignoraba y de lo que todavía me estoy percatando ahora, entre melodías de los años setenta, con guitarras y pianos acompañando mi pubertad, mis ganas de todo sin saber de nada.
Veinte años después, cuando el tiempo se ha convertido en el cuentagotas que casi reduce mis días a trabajar y a ver el paisaje desde un coche que siempre lleva prisa, cargado con maletas y «por si acasos», he conseguido que en mi estantería asome Diario de un Año sin Luna; usado, amarillento, adquirido porque alguien se cansó de él o, simplemente, lo heredó y no supo muy bien para qué servía.
Ana María Drack es cantautora, poeta y actriz, aunque eso signifique poca cosa en el 2018, donde los productos y los resultados se interponen entre el ser humano y la humanidad misma.
Su discografía es atrevida y reivindicativa, al tiempo que nostálgica y tierna; seduce, sacude y ahonda en los entresijos de uno mismo y de la sociedad en la que se encuentra inmerso. Por eso, tenía buenas razones que me animaban a descubrirla como poeta.
Como en las letras de sus canciones, en los versos también es capaz de desnudarse con elegancia, exhibiendo sus inseguridades, los miedos que la envejecen, aquello que persiguió y no logró. Toma las amarras y las reconoce, saliendo de sí misma como continente repleto «de deidades amorfas, de religión antigua, de historias muy antiguas, de dolores de parto»[4]DRACK, Ana María. 1988. Diario de un Año sin Luna. Madrid: Ediciones Torremozas, p. 13. ¿Cómo no sentirse abatida ante el calendario, si una encuentra sus manos vacías? Sucias de arañar la tierra para sembrar el germen de ideas, futuros, andamios que sostengan un porvenir más luminoso. Mirarse al espejo y no reconocerse en esa imagen deslucida y ajada es un choque frontal al que todos nos enfrentamos antes o después, y la autora así lo hace constar en varios poemas: «vino alguien una noche sigiloso y oscuro y convirtió mis manos y mis pies y mi cuerpo en otro cuerpo extraño que no parece el mío»[5]Ibíd., p. 29.
La luna protagoniza este poemario como una intérprete secundaria que, de un modo u otro, acapara la atención en momentos clave; aunque su paso cauteloso y su mención se anuncien sin tumulto. Pareciera un faro que guía o deslumbra al marinero, dependiendo de si éste quiere o no llegar a tierra firme. Cambia su color, es caprichosa; a veces, tiñe la vida de rosa, a pesar de haber leído muchos libros de cuentos y de haber aprendido a anticiparse a los finales que no son felices. Otras, se erige como el «Gran Hermano» de Orwell, que todo lo vigila y no perdona un traspiés. De cualquier manera, sin duda representa un ser superior oteando desde lo alto a las pobres luciérnagas que -volando en la oscuridad-, con suerte, pueden hallar a alguien similar. No obstante, también se disfraza de compañera y cómplice, sabedora de secretos de noches cargadas de melancolía y abandono. La luna, con sus cantos de sirena, atrae a las mareas y las hace bailar con su música; decide si Ulises vuelve o aún permanecerá uno o dos años en la isla de Circe.
Todos, alguna vez, hemos tenido un confidente que nos ha ahuyentado los lobos y ha aliviado nuestra sed; alguien a quien recurrir, a pesar de los años, los hijos y las manecillas del reloj. Una amiga con quien recordamos las andadas, con la que volvemos «a sentirnos estudiantes anónimas, a hablar de nuestros hombres como dos quinceañeras»[6]Ibíd., p. 41. Y esos instantes de magia se condensan en una queja, en un cómo estás, sabiendo de la implacable vulnerabilidad propia y ajena; porque hay personas que aletean como mariposas en nuestra vida, siendo mortales y limitadas, pero cambiando el gris por un tecnicolor radiante. Y la autora le da a esa compañera un lugar con letras para que se reconozca y sonría, al pensar en los pitillos que compartieron, en las madrugadas con ojeras y té humeante.
Puede que este diario me haya mostrado más a Ana Navarro Campos, alejada del aura de la Ana María Drack que yo ostento conocer.
¿No somos sino un cúmulo de matices en una ruleta que gira y gira? Nuestros ojos –deslumbrados con el neón de las pantallas- sólo advierten la homogeneidad; si acaso, se acomodan a la percepción que nos describen otros.
Sólo ella ha de saber el significado de tan críptica dedicatoria. Sin vacilar, es un verso en sí misma: «A mi padre, que me alcanzó la Luna y se quedó en su cara oculta»[7]Ibíd., p. 9.
Título: Diario de un año sin luna |
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Excelente reseña.