Hay una mancha en el cristal de la ventana de mi habitación. No sé si es una huella de un dedo invasor o un sedimento de gota de lluvia okupa. Me perturba. Intento seguir tecleando con la mirada fija en la pantalla del portátil, pero esta se vuelve transparente y la mancha aparece justo en el epicentro de mi punto de mira. Quiero lanzar un disparo certero desde mi pupila en llamas, trazar una recta enfurecida de mi retina a la marca que mancilla el vidrio. Intento concentrarme en las líneas que escribo, pero no funciona. Cada letra que incorporo al documento en blanco es también una mancha, un borrón en el papel inmaculado. Cambio de tipografía, pero el alfabeto, en todas sus versiones y estilos, adquiere la silueta de la maldita mancha.
Sé que la mancha me está tentando. Me susurra al oído palabras dulces que mis tímpanos captan en los intervalos vacíos de mis dedos sobre el teclado. Noto cómo la mancha se pliega, se hace abultada y rompe la verticalidad del paisaje cristalino. Casi puedo sentir cómo acaricia la punta de mi nariz desmesurada, que es también una mancha en el relieve de mi rostro. No puedo soportarlo más. Quiero olvidarme de la mancha, concentrarme en mi trabajo, ignorar que está ahí acechando. Hago respiraciones pausadas mientras escucho una meditación con los ojos cerrados, pero en el instante previo a alcanzar el Nirvana la oscuridad de mis párpados se transforma en mancha.
Me levanto agitada y me dirijo al baño. Quiero perder de vista a la mancha durante un tiempo; seguro que cambiar las paredes lisas por azulejos me ayuda. Me enfrento entonces a otro cristal que en este caso me devuelve mi reflejo. Analizo cada una de mis aristas. Ahora yo soy la mancha en la inmensidad del espejo. Aproximo mi cara a mi doble del otro lado. Observo un grano enorme en la mejilla. Hay una mancha dentro de la mancha. Si tiene pus o un pelo enquistado será una mancha en la mancha de la mancha (en un lugar de La Mancha).
La acción anticipa al pensamiento y mis dedos ya están posados en las inmediaciones de la protuberancia. Un gesto mecánico, estoy en piloto automático, no hay nadie al volante mientras mis yemas se funden con fuerza entre mis poros para hacer erupcionar al volcán. Pero no hay suerte y este se resiste. Se adivina en su superficie un tono amarillo blanquecino que lucha por aferrarse a la epidermis, la curvatura vibrante de un huevo a punto de eclosionar que no termina de quebrarse.
No ceso en mi empeño y sigo apretando. Aprieto, aprieto, aprieto con toda la intensidad que me permiten mis falanges. Puedo notar en mi propia carne que ese orificio está asfixiado por el sebo. No puede respirar, no puedo respirar. Necesito liberarlo, hacer desaparecer esa mancha de mi piel, expulsar mis demonios en forma de géiser cutáneo. A pesar de los esfuerzos, lo único que logro es generar un mar de lava. El grano ya no es grano, sino un océano candente tras la masacre que casi hace asomar mi calavera.
Me miro las manos y veo algunos restos de sangre tras la batalla. No soy capaz de asomarme de nuevo al espejo. Mantengo el cuello cóncavo, la mirada perdida en el rebosadero del lavabo, otra abertura por la que limpiar el alma. Abro el grifo y el agua fría cae sobre mis dedos. Los froto con esmero buscando en ellos la pulcritud inexistente de mis ventanas, de mi rostro, de mi ser. Me incomodan profundamente los lunares que salpican el índice y corazón de la mano derecha, son manchas de café, retazos de dálmata, botones a ninguna parte. Si pudiera me los arrancaría para desvelar qué se esconde al otro lado. Dice la sabiduría popular en masculino genérico que «cuando el sabio señala a la Luna, el necio mira el dedo». Yo quiero buscar la Luna en el lunar de mi dedo a dentelladas canibalescas.
Me seco las manos y reparo en mis uñas. Las observo detenidamente. Creo que con los años han menguado, un poco por ser mordedora esporádica de las mismas, otro poco por ser adicta a controlar su crecimiento desmedido. Las uñas son una parte del cuerpo que no entiendo. A veces me las pinto de colores porque me hace gracia que parezcan una escala de Lacasitos. Otras las miro y me parecen un caparazón. Cinco dedos (y uñas) tiene la mano, cuatro son las espaldas de las tortugas Ninja y el pulgar la pizza que compartían. Mientras las analizo, observo un pellejo en una de ellas. Se alza con arrogancia como el mástil de una bandera roja en día de marejada, un aviso de riesgo, de risco, de rifle, retándome a no poder obviar su existencia antinatural de palmera erecta en medio de un cultivo de secano. Todavía con la mejilla abrasada intento desviar la mirada, pero noto que el padrastro sigue ahí. Es una aguja en la hendidura de un paso fronterizo, un suicidio entre costuras.
Vuelvo al escritorio a seguir con mi labor. Coloco mis dedos de forma inconsciente y ágil sobre el teclas para retomar donde lo dejé. Voy recorriendo las letras, construyendo palabras a golpe de onomatopeya, pero me detengo ante una sensación inesperada. Noto un escozor extraño en uno de mis dedos. Su peso es mayor que el de los demás. Intento seguir, pero no hay manera, me falla la coordinación. Es imposible obviar el ardor del anular, si lo dejo un segundo más estoy segura de que se prenderá a lo bonzo. Lo miro de reojo con miedo y deseo, como quien se asoma tímidamente a las puertas de un local clandestino. Ahí está el pellejo, una estaca soberbia que escupe en la inocencia de mis manos. Tengo que arrancar esta extensión de piel muerta que inerva mi desgracia, es urgente borrar esta marca, limpiar, limpiar, limpiar, eliminar este pecado en forma de accidente geográfico sobre mi cuerpo. Logro agarrarlo con mis dedos escurridizos y tirar con fuerza hasta que cede, como una niña caprichosa que se aferra al cordel de la piñata esperando una lluvia de golosinas. El pellejo desaparece y en su lugar deja un río estrecho enrojecido que enmarca uno de los laterales de mi uña.
Respiro de forma acelerada. Intento calmarme deleitándome en la paz que devuelve mi mesa. Contemplo la alineación perfecta de bolígrafos en orden decreciente: negro-rojo-azul. El párrafo justificado, Times New Roman, tamaño 12. Los libros de la estantería ordenados alfabéticamente, combinados por la tonalidad de sus lomos en sincronía con la teoría del color. Tengo una urgencia patológica por contener el desorden inherente a la existencia. Por las superficies pulcras, por el miedo congénito a los recovecos, por la angustia de las arrugas como preámbulo de la muerte. De repente, vuelvo a percatarme de la mancha en la ventana. Ya me había olvidado de ella tras entregarme a la enajenación grano-lunar-uña. Quiero que desaparezca. Quiero encapsular la transparencia del vidrio, la falsa homogeneidad del territorio de pelos, pieles y huecos que me abarca. Ansío gobernar sobre mis límites en contra del paso del tiempo, del exceso y de la mala hierba, una ficción con la que creo limar las esquinas sangrantes que supuran en mis adentros. Quizá la autodestrucción sea también una forma de control.