Supongo que no se trata de un suceso aislado –al menos, quiero creerlo así- el hecho de que, tras leer a un autor por primera vez, uno se pregunte por qué ha tardado tanto en acercarse a su obra. A veces, la lectura se convierte en una necesidad y uno no puede volver atrás; bien porque aquello que descubre trasciende a lo conocido hasta el momento, bien porque es tan cercano que la colisión es traumática y conmociona. En mi caso, ni siquiera sabía de la existencia de Javier Sachez, ni como escritor, ni como paisano.
“Perro ladrando a su Amo” (2018) es una novela urbana –VII Premio de Novela Corta Fundación Monteleón– donde la realidad se presenta nítida y sin cirugía que retoque marcas de expresión. Su lenguaje aborda los cinco sentidos, repleto de metáforas sin artificios ni engolamientos; de hecho, el lector puede creer que sus páginas son una pantalla, donde cada escena tiene un importante componente visual. Los temas que aborda el autor tejen una red entre personajes y circunstancias que, como la vida misma y percibidos desde la perspectiva del lector, suman más que las partes independientes; son un todo más denso y subterráneo.
Soledad, marginación, violencia, pérdida y también, ternura.
No pasa desapercibido el momento en el que se describe cómo un grupo de seguidores –dueños del terreno que pisan- esperan en las puertas del estadio a sus adversarios, que han llegado de otra ciudad. Provocaciones, insultos, golpes, rodillazos ensayados durante semanas, para ponerlos en práctica en el día señalado. Entonces, reconoces que no es ninguna licencia literaria, que eso ocurre; y desearías que todo formara parte de una película, como cuando en West Side Story los Jets y los Sharks se buscan por el barrio, en una coreografía coordinada que representa una pelea entre bandas, donde puñetazos y patadas forman parte de un baile elegante y virtuoso.
Tampoco uno puede permanecer impertérrito ante la figura de una anciana ardiendo entre sus pertenencias, como una reencarnación del personaje del Fahrenheit 451 de Truffaut, quemándose con sus libros ante la amenaza de una especie adoctrinada en el peligro de la lectura. “Huele a lo que huelen las cosas mortales”[1]SACHEZ, Javier. 2018. Perro ladrando a su amo. León: Eolas Ediciones, p. 197, aturdida entre buitres con corbatas que salivan teniendo tan próximo su nuevo botín, engullida por una sociedad que tiene tanta prisa que olvida lo humano y lo sustituye por lo material. Por ello, su Síndrome de Diógenes es también el nuestro: consumo, acumulación de bienes físicos que caducan al minuto siguiente de haberlos adquirido, cosificación, insaciabilidad. Y ella, recogiendo pacientemente cada deshecho de las vidas incompletas, de insatisfacciones colmadas con tecnología y ostentación; coleccionando los remiendos de otros, por si algún día hicieran falta.
“Una chica abre su bolso, encañona la escena con su teléfono móvil”[2]Ibíd., p. 44 en el instante en el que un transeúnte se tira a las vías del tren, pues el suicido también es una realidad que no difunden los medios. Pero ahí estamos nosotros, los observadores pasivos, para difundir con un “click” hasta las miserias amordazadas, políticamente incorrectas. La era digital ha revolucionado nuestro mundo, nuestra forma de conocernos y relacionarnos; hasta nuestras hormonas han sucumbido a la inmediatez y a los días –que siguen teniendo veinticuatro horas- que estiramos como chicles, ya que parece no quedar tiempo para un café, una mirada o una conversación. No es extraño que proliferen webs que venden sexo virtual o conciertan citas entre desconocidos, tras un análisis de perfiles compatibles, ni que Fermín y Armando sean usuarios de las mismas. Uno, porque ya no ama a su mujer; el otro, porque se ruboriza ante las chicas y sólo es capaz de fantasear con sus compañeras de trabajo.
Hay algo que se pudre, y ensucia cada vez más la esencia misma de todo cuanto nos rodea. Lo llaman involución, pero si fuera cierto ese retroceso, esa detención, hace algún tiempo que el más grande de los meteoritos habría caído sobre nosotros: la insensibilidad. Las emociones aún perviven, como vestigio de superioridad e inteligencia, aunque las solapemos con cinismo, burla o desconcierto. ”Contemplar aquellos ojos cansados, aquella tez plegada y blanquecina”[3]Ibíd., p. 69 hace que Eduardo ahonde en el pasado e invoque recuerdos de la infancia, volcándose en una situación ajena; lanzándose al pozo sin fondo de los imposibles, donde la burocracia y los intereses económicos ahogan en el fango cualquier protesta, asfixiando sueños, encriptando soluciones. A pesar de todo, el joven lo intenta y obvia que es miembro de un grupo neonazi, que aborrece a los extranjeros, que se parapeta en una indumentaria que lo identifica, que se refugia en una ideología para no sentirse solo. “¿Dónde está la frontera entre la piel y el odio?”[4]Ibíd., p. 15, porque sería pueril engañarnos –a estas alturas- con una explicación simplista y creer en una repentina transmutación, ¿verdad? Al fin y al cabo, estamos hartos de oír que los niños y niñas se vuelven adolescentes, y que es ahí cuando surgen todos los problemas. También está la frase que atribuye a la juventud todas las desgracias de la humanidad, exculpando así a una gran parte de la población.
Mientras encontramos o reunimos las suficientes agallas para enfrentarnos a la respuesta, puede que nos ayude la lectura. Todo no está en los libros, pero igual hallemos algo de sosiego y cordura en el proceso, o una pizca de pimienta que nos altere la conciencia.
“Es una señal de humo, una súplica muda y estéril, que asciende por el aire hasta llegar a su destino: El sordo Dios de los desquiciados”.[5]Ibíd., p. 198
Título: Perro ladrando a su amo |
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