Puede que la mayoría volvamos a él, antes o después, porque guarda algo de la auténtica pureza, ésa que sólo los niños ofrecen al maravillarse con todo, o cuando interpretan al pie de la letra los mensajes que les lanzamos los adultos. En ellos no hay ambigüedad, ni doblez, tan sólo la sencillez de la inocencia virgen. Sin embargo, aunque no lo confesemos, El Principito (1943) sigue siendo un misterio para cada uno de nosotros. Que se atreva a dar un paso al frente aquel que haya explorado cada recoveco del libro y entendido uno por uno sus matices. Si es tan temerario, podremos llamarle embustero. Sí, porque nadie conserva el don de la infancia eternamente.
Su dedicatoria -“A Leon Werth cuando era niño”- ya nos lo anuncia e, incluso, el autor pide perdón a los más pequeños por ello, justificando su osadía. Leon Werth, su gran amigo, sufrió la persecución nazi por ser judío y, de alguna manera, podemos verlo descrito y retratado en ese hombrecito rubio, que hace una pregunta y otra, y otra, y otra. No obstante, también podemos ser nosotros mismos o lo que queda de aquel niño que fuimos. ¿Y por qué no el idealismo que dejamos por el camino, ese yo real al que amordazamos en cuanto abrimos las ventanas para refugiarnos en un nuevo día? Todos tenemos un principito con el que hablamos, de vez en cuando, mientras fingimos cantar en la ducha, o al examinarnos ante el espejo.
Los adultos hemos extraviado cada punto cardinal, sustituyéndolo por Ítacas efímeras y paraísos cubiertos de retoques fotográficos; hemos perdido la capacidad de imaginar, gracias a los atajos, la experiencia y la presunción de la madurez. “Las personas mayores aman las cifras”[1]SAINT-EXUPÉRY, Antoine de. 1974. El Principito. Madrid: Emecé Editores, p. 19, nos movemos por prejuicios y estereotipos que nuestra memoria evoca con facilidad para allanarnos el sendero y así, poder vivir más deprisa, juzgar con simpleza y sin demasiados remordimientos. Pareciera que ya no pudiéramos observar las cosas como la primera vez y desalentamos a aquel que sí lo hace, aunque éste sea un niño. Vamos amputando iniciativas porque enarbolamos el “hay que ser realistas” por encima de cualquier sueño y le decimos a la chiquilla de cinco años, con voz dulce y pausada, que ella jamás será actriz porque lo más importante es que acumule títulos, aprenda idiomas, consiga un buen trabajo y llegue a ganar mucho dinero. La esencia no interesa porque lo tangible se puede cuantificar, pesar, medir, transportar, pagar, usar, tirar.
El simbolismo está presente en la novela de principio a fin. Todos somos rosas y tenemos cuatro espinas para protegernos del dolor.
Disfrazamos de fuerza y seguridad nuestra debilidad permanente o transitoria con una coraza que, a veces, recibe el nombre de vanidad y otras, de antipatía o brusquedad. “Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias”[2]Ibíd., p. 33 y no haberla comparado con el resto de flores del jardín. Las semillas no se aprecian hasta que crecen y alzan la voz o los brazos. Algunas despiertan y saludan al sol, pero otras hay que arrancarlas para que no brote en nosotros la envidia, la aflicción profunda, el odio y otros males que Pandora destapó antaño.
Del mismo modo, los habitantes de cada asteroide representan perfiles de personalidad con los que podemos identificarnos, como el rey y su afán de ejercer su autoridad. Prohíbe, ordena y trata a todos como si fueran súbditos. Necesita a un pueblo que lo siga y lo alce en un pedestal, por lo que tendrá que “exigir a cada uno lo que cada uno puede hacer”[3]Ibíd., p. 40. De lo contrario, predicará en el desierto. También reconocemos al vanidoso, que confunde a cada transeúnte con un admirador y precisa de su público para brillar. Este prototipo se delata a sí mismo, ya que sólo tiene en cuenta las alabanzas e ignora las críticas –constructivas o no- con tal de sentirse superior. En tercer lugar, en el asteroide 327, vive el bebedor en un bucle tan peligroso como profundo. Su excusa para beber –drogarse, apostar, adelgazar o fundir la tarjeta de crédito en bolsos con marcas de dañina fosforescencia- es la vergüenza que se provoca a sí mismo. Para salir de ese círculo hace falta detenerse y arriesgarse a saltar, para despojarse del terrible mecanismo de autómata al que nos atamos sin querer queriendo. Así se encuentra el hombre de negocios, tan ocupado en contar y etiquetar que, siendo rico, no disfruta del firmamento que posee. Todo lo contrario al farolero, que se pasa los días y las noches encendiendo y apagando el farol sin descanso pues, de lo contrario, sus vecinos no sabrían si tienen que dormir o levantarse de la cama. Se sacrifica, se olvida de que a él también le gustaría contemplar las puestas de sol o desayunar al alba. Por último, antes de llegar a la Tierra, el principito visita al geógrafo, tan afanado en la tarea de registrar ríos y montañas que no se mueve de su despacho, esperando a que un explorador venga a verle para advertirle sobre un nuevo hallazgo.
Observamos que todos ellos carecen de libertad y sobreviven enredados en el inmovilismo de la precipitación, del taylorismo exigente de engranajes y cadenas de montaje. Olvidamos que “lo esencial es invisible a los ojos” [4]Ibíd., p. 72 y caemos en el tremendo error de no transmitírselo a las nuevas generaciones, argumentando excusas inútiles y privándoles de los mayores placeres que puede experimentar el ser humano: explorar, detenerse y sentir.
La muerte o desaparición del principito es una resurrección, aunque pueda parecer la derrota, el cansancio de quien nada a contracorriente. No nos engañemos. Ese niño de cabellos dorados toca a menudo en nuestra puerta, pero nosotros no lo dejamos entrar. Quién sabe si por cobardía o por imposición, el caso es que, en esos segundos de incertidumbre, el principito vuelve. ¿Qué habrá sido de su rosa y del cordero?
Título: El Principito |
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