Otra de las reliquias que guarda mi casa es un proyector de dibujos animados. Para cuando nacieron mis hijos, yo ya había perdido el ejemplar con el que jugué en mi infancia, del que mis padres se habían desprendido hacía años; pese a todo (y aunque ya no se fabricaba) insistí a mi mujer para que adquiriésemos uno idéntico al mío, en cuanto los niños tuvieron edad para apreciar la magia de unas imágenes bailando sobre la pared blanca de un cuarto oscuro. En el interior de la caja original, que aún conservo, las cintas se enrollan en una bobina sin fin que hacíamos avanzar o retroceder con una manivela que operábamos con la mano. Proyectaba una columna de luz gracias a tres grandes pilas.
Cuál fue mi sorpresa cuando, al cuarto día de uso, mi hija mayor distinguió entre dos conceptos que hasta entonces habían confundido a la humanidad. Con la ayuda del artilugio —del carrete, la cinta, la manivela y la bombilla de lente combinada— comprendió que tal vez lográramos algún día viajar en el tiempo, mas nunca podríamos volver al pasado.
—Mira papá —empezó a decir—, en esta película el Pato Donald está en una caravana cuyo gancho se suelta del vehículo que el perro larguirucho conduce, y entonces se va cuesta abajo. Pero si ahora yo voy hacia atrás —y al decir esto mi hija revirtió el giro de la manivela— entonces la cinta no retrocede, no retorna al pasado, porque en ningún momento la caravana ha remontado una cuesta por si misma hasta enganchar con el coche del perro que estaba en lo alto, y que la precedía. Así que, cuando voy hacia atrás, la cinta no vuelve a ningún sitio. En realidad, es como si estuviese viendo otra película.
Me di cuenta, entonces, de los trucos del recuerdo y de cómo el acto de viajar mentalmente a través de la memoria también implica recrear otras vidas. El verdadero viaje lo componen los saltos que efectuamos entre las imágenes que se suceden la una a la otra, hasta alcanzar la escena fija que queremos convocar. Pero la llegada a ese punto no borra el trayecto precedente, de la misma manera que el paisaje que vemos al coronar una cumbre no se puede desvincular del cansancio en las piernas, ni del sudor en nuestra frente, ni tampoco de los diálogos que mantuvimos con nuestros compañeros durante la ascensión, de los temas sobre los que conversamos. Sin duda, buena parte de lo que cosechemos más adelante, en el horizonte al que accedamos desde el mirador —el que veamos, por ejemplo, los campos dorados o cobrizos— será resultado de lo que hayamos sembrado durante la marcha, el reflejo de una conversación amena o un tedio atroz.
Así también, cuando llegamos a las puertas de un recuerdo, lo hacemos con nuestra mochila repleta de suvenires que adquirimos en los recorridos intermedios. Y acabarán colonizando su interior: allí estarán, desbordando las estanterías de la vieja casa familiar en la que esas baratijas, adquiridas décadas después, jamás penetraron. Las evocaciones por las que cruzamos para alcanzar un beso, una voz o una sonrisa en la memoria modularán su timbre, agriarán su aliento, darán o restarán color a sus labios. Y, a la postre, el cuerpo concreto que acabemos recordando será un acopio de miembros de las otras mujeres que atravesamos hasta llegar hasta él (pero no, no será él; como tampoco ellas eran las mismas); de ahí que no logremos ponerle nombre cuando alguien nos pregunta:
—¿En qué piensas?
—En nadie, no sé.
Cuando, de frente a la pared, mis hijos hacían girar la manivela del proyector en una dirección u otra, movían con ello la flecha del tiempo hacia adelante o hacia atrás. Y aunque los itinerarios que entonces creaban no eran los mismos, cada uno era respecto al otro su más sencilla y directa negación. Se me ocurrió que, del mismo modo, el pasado y el futuro nunca se tocaban porque eran las series alternas de un circuito cerrado. Pese a que no entendía muy bien el sentido de esa frase, su mera estructura me hizo pensar en mis sesiones de terapia, que mantuve regularmente durante años, hasta poco antes de casarme. Recordé intrigado el trayecto inverso que la psicoanalista y yo mismo, tras relatar un sueño, hacíamos para descifrar su significado. Siempre empezaba describiendo los eventos del día anterior, que después enlazábamos (por extraños derroteros) con acontecimientos significativos de mi primera infancia, de los cuales pronto llegué a comprender que no eran sino recuerdos encubridores del verdadero evento que codificaba el sueño y el deseo inconsciente al que éste último daba satisfacción. Dicho acontecimiento (del que nunca llegué a entender si fue extremadamente gozoso o extremadamente traumático, o si, de ser lo uno acababa convirtiéndose en lo otro), la naturaleza de dicho acontecimiento, decía, las sesiones no la desvelaban del todo. Su núcleo quedaba envuelto en la oscuridad. Pues era imposible saber en qué consistía, excepto indirectamente, esto es, palpando el manto que lo envolvía y que al menos estaba en contacto inmediato con él. Extraño método éste —pensé— según el cual lo más cerca que podemos estar de nuestra verdad es acariciando las mentiras que nos decimos para encubrirla.
Con ello —y como hacía mi hija con su comentario— el psicoanálisis desplazaba el objeto de la búsqueda desde un pasado inaccesible al viaje que uno realizaba para jamás encontrarlo. Siendo aquél un lugar vedado, lo esencial era la manera en la que uno se comportaba durante la expedición. Eso no significaba, empero, que lo uno y lo otro estuviesen desconectados. En este punto el psicoanálisis hacía su propuesta más audaz: a través de nuestras mentiras, no hacíamos otra cosa que revivir el pasado. En realidad, cada uno de nuestros disfraces, de nuestros desvíos, de nuestras huidas, cada uno de los movimientos sintomáticos con los que desfigurábamos los detalles de nuestro autorretrato decía algo acerca de aquel rostro infantil del que no había imagen y, para protegernos de cuya semblanza, habíamos diseñado todos nuestros decorados. Sí, en el perro que huía cada vez que un hombre levantaba la mano, el psicoanálisis leía el golpe sordo y eterno del palo. La vida era una eterna carrera hacia el futuro que, sin embargo, encarábamos de espaldas, con la mirada puesta hacia un pasado demasiado lejano para poderlo distinguir. Justamente porque no podíamos recordarlo, nunca dejábamos de revivirlo, de comportarnos conforme a hechos que transportaba nuestra sangre y que nunca fueron transcritos al papel. Su atrezo era nuestro mundo de mentiras y, a la postre, lo que la terapia descubría eran nuestras formas de mentir.
Rebusqué entre mis cuadernos la siguiente transcripción:
En los retornos por la misma línea de un país al que no volveremos nunca, donde reconocemos el nombre, el aspecto de todas las estaciones por las que ya pasamos a la ida, acontece que, mientras permanecemos parados en una de ellas, al arrancar sentimos por un instante la ilusión de que partimos, pero en la dirección del lugar del que venimos, como la primera vez. La ilusión cesa en seguida, pero, por un segundo, nos hemos sentido de nuevo llevados hacia él: tal es la crueldad del recuerdo.
Aproximarme de nuevo a este fragmento, y recordar a través de él la obra de la que formaba parte, me retrotrajo a las noches en las que recitaba en voz alta sus largas frases sobre la almohada, desdoblándome yo mismo en una suerte de Virgilio que me ayudaba a no perderme entre los círculos concéntricos que el narrador había trazado en torno al vacío de la muerte de su amada. Pese a que apenas la quiso en vida, en la novela se obsesionaba con ella en cuanto ésta caía del caballo y moría; a partir de ese instante el narrador rumiaba los momentos que pasó con ella con más fruición de la que, en realidad, jamás los llegó a disfrutar. Como cualquier poeta, deseaba volver al pasado más de lo que nunca deseó a la mujer con la que lo compartió. Junto con los ecos de mi voz, el fragmento me trajo de nuevo todas esas pasiones, todos esos celos, todos esos tormentos que el escritor había dramatizado en una pléyade de personajes de número ignoto, mas cuyo origen bien conocía: eran copias mentales de todas las personas con las que había tratado a lo largo de su vida. A ellas se unían, en el momento de la escritura, los correspondientes yoes que alternaron con ellas, junto con los recuerdos, las palabras y los cuerpos que sus sentidos aún le traían durante sus viajes a Combray, Venecia o Balbec; orquestado, todo esta materia psíquica, por quién sabe qué batuta directora, con qué argumentos, según qué melodías.
A bordo yo también del tren de la memoria, asomándome a las páginas del fragmento tanto como a los ojos de quien entonces lo leía, recordé mi estupor al entender que el libro entero versaba sobre una muerta. Recordé, a la vez, un viaje al que renuncié siendo joven, en los postreros días de mi matrimonio con mi primera mujer. Fue ella quien eligió el destino, compró los pasajes y reservó los hoteles, ilusionada como estaba ante la perspectiva de que la belleza de la ciudad escogida contribuyese a reparar nuestra relación. Se trataba de Roma. Yo desprecié sus esfuerzos, claro, que para mí delataron que yo no tendría que hacerlos cuando quisiera poseerla otra vez. Aun así, bastó que llegase el día en que ya no quiso viajar conmigo para que lamentase mi decisión y quisiese volver a cuando todavía permanecía intacta aquella oportunidad. Pese a que intenté visitar la ciudad eterna en otras ocasiones, el viaje jamás se concretó. Como el resto del mundo, hoy es un manto de ruinas.
En el fragor de discusiones que se hicieron demasiado frecuentes, desesperado por no sentirme valorado y entendido en aquello que valoraba más y entendía mejor de mí mismo, a veces también deseé la muerte de mi segunda mujer. Arrepentido, en mi disculpa diré que sólo ocurrió un par de veces, que siempre callé y que, además, fueron mucho más recurrentes e intensas las veces en que anhelé mi propia muerte, por no ser mejor padre y buen marido.
Pero no es esto sobre lo que quería escribiros. Como podéis ver, mientras emprendemos la búsqueda de un tiempo perdido, constantemente nos secuestran nombres y lamentos inconscientes. Como mis hijos con el proyector, son ellos quienes en realidad conducen los trenes, quienes colocan las vías, quienes deciden el sentido del trayecto —¿hacia adelante o hacia atrás?— e incluso los horarios de llegada y de salida. Meros espectadores de nuestra propia existencia, en ese viaje, ni siquiera la muerte de nuestros seres queridos supone un alto en el camino.
[Continuará]