En Re-sonator (Stuart Gordon, 1986), hay una secuencia en la que alguien observa a los internos de una institución psiquiátrica a través de las diminutas ventanas de sus habitaciones, dando la sensación de que las agresivas y maniáticas reacciones de los enfermos están enmarcadas como pinturas en una galería. Ese cuidadoso epítome de la actitud hacia la discapacidad en el cine de terror -por cierto, el único momento salvable de aquel desastroso film- rompía con el esquema tendencioso de la locura como algo decorativo en una película de terror, apenas sí un terreno allanado, mínimo, sobre el que proyectar nuestros temores.
Desafortunadamente, han tenido que transcurrir tres décadas para que esta descripción particular de la locura, que entonces sirvió tan sólo para ofrecer un colorido y sensacionalista movimiento y que reducía, además, la complejidad de este tipo de discapacidad a una serie de expresiones externas para ser controladas y eliminadas, fuese remediado en la gran pantalla. Ari Aster, con su excelente Hereditary (2018), ha retomado esta vieja y fallida propuesta, arriesgándose desde el mismo inicio. En la superficie, Hereditary parece ser una película más, en la que la discapacidad constituye un punto de apoyo –y sólo esto- en su exposición del terror, que además la sobrescribe y olvida en presencia de una abrumadora explicación sobrenatural.
Nada más lejos, por suerte, de la realidad, si tenemos en cuenta que el film de Aster constituye un absoluto descenso a los infiernos de la locura, dibujado en un lienzo sobresaliente junto a la experiencia de los discapacitados y el papel de la enfermedad mental como verdadero terror. Y si utilizamos el término «enfermedad mental» de forma deliberada, es porque parece ser la lente de ciertos personajes de la película, y también el término más adecuado para describir la relación de Annie (impagable Toni Collette) con la idea de discapacidad cognitiva, que domina gran parte de la película.
Cuando Annie expone su historia familiar, utiliza términos clínicos para describir los diversos estados mentales de sus familiares (depresión psicótica, esquizofrenia, etc) en una tenue escena tenue que minimiza el sensacionalismo y enfatiza el proceso de medicalización, racionalización y, por lo tanto, el de la propia familia de Annie, según uno de los modelos más destacados de discapacidad. Lo que hace de Hereditary una película extremadamente inteligente no es ya su factura técnica, que por otro lado es tan impecable como absorbente, sino la forma en que es abordada la locura según el imaginario cultural dominante y su naturaleza transitoria. De acuerdo con la lógica flexible del neoliberalismo, todas las variedades de lo extraño y, en realidad, todas las discapacidades, serían algo esencialmente temporal, que aparece sólo siempre y cuando sea necesario. Hereditary plantea, en su terrible final, la duda o el rechazo de una discapacidad que nunca estuvo realmente ahí en primer lugar.
Y ahí están su singularidad y su valentía. Se nos obliga, después de casi dos horas, a analizar y cuestionar la lógica de la película en su conjunto y las formas en que la discapacidad funcionaría como un velo que debe descartarse o como una etiqueta para ser rechazada. Si los protagonistas no están realmente enfermos o si debemos descartar la discapacidad que tan temprano aparece, en aras de un absurdo pacto sobrenatural, una lectura más cercana revelará, por fortuna, que Hereditary es la versión más matizada de la locura jamás vista desde Repulsión (1965), la obra maestra de Polanski.
Allí donde tantas películas de terror usan la discapacidad como una mera excusa o como una desviación de lo sobrenatural, Hereditary forma parte de una tradición de películas que utilizan el horror para explorar las enfermedades mentales como fenómeno real –lo mismo que en hacer hincapié en el miedo a lo que no se ve–en el miedo a lo que no se ve– y que, en los últimos tiempos, ha servido para redefinir el propio género. Ahí están, si no, los ejemplos de It Follows (David Robert Mitchell, 2014), La Bruja (Robert Eggers, 2015) o Llega de noche (Trey Edward Shults, 2017). La enfermedad mental en el cine de horror es ahora la locura misma: la locura como irrogación del horror desde la discapacidad.
El uso de la locura en la cinematografía, ha adolecido, durante años, de una estenotipia facilona, donde enseguida puede colegirse que el villano es un ser peligroso e impredecible, y que rompe los límites de un comportamiento aceptable. Ora en la tradición de un inventor terrible como el doctor Frankenstein, ora en la de un asesino como Norman Bates, las enfermedades mentales se tornan en locura y es entonces cuando se proyecta la violencia. El problema, pues, con el tropo del loco reside tanto en su vacío como en su inexactitud: todo es superficial. Y no hay profundidad, ni fugaz ni efímera, que valga. Sin embargo, existe una torsión del horror, a la que llamaremos horror loco y que explora la locura de una manera diferente.
A saber, como una experiencia, una encarnación compleja en la que vive una persona, y que se remontaría nada menos que a El gabinete del Dr. Caligari (Robert Wiener, 1920), en la que los exagerados escenarios subjetivos que han llegado a definir el cine expresionista alemán serían las representaciones de una mente en medio de la locura. Ese diseño exagerado, esa arquitectura enferma, con su transformación de objetos materiales en atavíos emocionales, consigue que el espectador perciba lo que es visiblemente invisible. Esa proyección de la locura en el entorno físico se refleja en Hereditary a través de las miniaturas hiperrealistas de Annie y las muñecas grotescas de su hija Charlie (Milly Shapiro, enorme hallazgo del género). Si esa galería de imitaciones perfectamente realistas refleja su intento de mantener la cordura en su familia, Charlie sugiere una mente anormal que anuncia una lectura alternativa de la película. Lo cierto es que, después de la pérdida de Charlie, las miniaturas de Annie se vuelven enfermas, degeneradas y locas.
Olvidemos por un momento la historia de un grupo de brujas que conspiran para colocar el espíritu de Charlie en el cuerpo de Peter (Alex Wolff), el hijo de Annie. Esa también es la proyección de Peter.
Lo verdaderamente hereditario es la lenta ruptura de la realidad de Peter, que se dispara, sin remedio, cuando mata accidentalmente a su hermana.
Desde este punto de vista, tendría más sentido decir que Peter resucita simbólicamente a Charlie de la única manera que puede: dentro de su propio cuerpo. El descenso de Peter a la locura se hace eco de películas de horror como la antedicha Repulsión, que exploraba la enfermedad mental como una experiencia física real, en la que el horror se deriva del estado mental de uno mismo. Hereditary, al presentar múltiples lecturas posibles, revela los deslizamientos entre la psicosis y lo sobrenatural y la naturaleza indeterminada de ese límite que hace del cuerdo personaje de Steve (Gabriel Byrne), pater familias, una víctima y sólo eso.
Hereditary explora tanto la locura como algo vivido en lugar de limitarse a verlo, como interrumpiendo la línea entre lo real y lo irreal y entre cuerpo y mente. Y es que la discapacidad y la rareza (no es sencillo traducir el término queerness, que es el que, en verdad, funciona para el género) son en realidad lo más relevante en esta película, centrada, como está, en la voladura controlada del núcleo familiar unitario y tradicional. Hereditary es una especie de horror corporal post-Cronenberg, menos centrado en dramatizar la transformación visible en el cuerpo, sino en redefinir la relación entre el yo y el cuerpo y entre el cuerpo y la imagen. Hereditary se sumerge no ya en el corpus de la locura, sino también el familiar, en cuanto a lo que entendemos como familia nuclear, cuya supuesta seguridad y estabilidad, representada por los modelos rigurosos de Annie, se ve, como poco, tenue, en el mejor de los casos. Que la película termine, o creamos que termina, con un grupo que canta alrededor de Peter en su coronación, sólo sugiere que la familia convencional ha dado paso a una familia no convencional, al igual que Peter ha entrado en un estado mental no convencional.
Al igual que El Gabinete del doctor Caligari, Hereditary tiene un marco narrativo muy funcional, dentro de su vistosidad (cercana, por ejemplo, al cine de un Greenaway), que se abre a través de una panorámica atestada de miniaturas, antes de fijar el plano sobre un modelo a escala de Peter durmiendo en su cama, desde donde se engrana, cual perfecto mecanismo de relojería, la acción. Al enmarcar toda la película como una posible exhibición del arte de Annie, la línea narrativa queda desdibujada con sapiencia: ¿es la película de Peter, o al iniciarse con la réplica de Peter hecha por Annie, la película es de aquella?
Esta vez, el espacio vacío es también fuente de todo horror.
Un espacio vacío que se despliega ante la insignificancia misma de los personajes como seres humanos, ejemplo de lo cual será la absurda decapitación de uno de ellos (Charlie) o la deflagración de otro (Steve).
Hereditary es un entreverado bergmaniano de percepciones hereditarias (las de Annie, Charlie y Peter) que desafía toda representación de la enfermedad mental como estilización superficial o como un problema que requiere de una cura. Al hacerlo de tal modo y manera, se resiste a una estigmatización de la discapacidad, por otro lado, tan prominente y peligrosa en el género de horror. A pesar de la complejidad de la historia y las técnicas utilizadas para contarla, este modelo de cine de horror ante la propia discapacidad puede ofrecer una forma tan sorprendentemente matizada y poderosa de sondear la experiencia de la locura como la de esta extraordinaria película.
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