Fue grande la expectación que levantó la llegada del forastero. Nadie del lugar recordaba la última vez que alguien de fuera había venido a vivir al pueblo. No les importó su aspecto bohemio, ni la trenza en la que recogía su larga cabellera, tampoco el discreto pendiente que colgaba de su oreja izquierda. Apreciaron su talento, sus sabias explicaciones, su saber estar. Con su llegada, el pueblo pareció despertar de la resignada rutina; la alegría y la esperanza se fueron abriendo hueco. Enseguida, los hombres que jugaban cada tarde al dominó le hicieron sitio en la mesa. Las beatas le llevaron a casa guisos y dulces típicos. El marqués y los dos terratenientes, dueños de casi todo, el cura, el juez de paz y el alguacil lo invitaron a sus partidas de mus.
Pocas semanas llevaba el forastero en el pueblo cuando el ambiente comenzó a enrarecerse. Al marqués no le gustó verlo conversar con el único inmigrante africano del pueblo, que trabajaba para el marqués y malvivía en una caseta de aperos. A los terratenientes les supo mal que hablara con los jornaleros sobre salarios dignos o vacaciones pagadas. El cura pronto se soliviantó al no verlo por misa. No tardaron en llegar los primeros rumores: ¿Era un drogadicto el forastero? ¿De dónde sacaba el dinero para vivir? ¿A qué había venido? El juez anunció a bombo y platillo que iniciaba una investigación. El cura se preguntó desde el púlpito si el forastero no estaría invocando al diablo. El marqués afirmó que era un agitador que perturbaba la paz del pueblo. Los terratenientes dijeron que era un peligro para los niños y las mujeres jóvenes. Salvo el inmigrante, todos le hicieron la vida imposible.
Una mañana, el forastero se marchó.
El pueblo celebró el regreso a la resignada rutina.