A estas alturas del metraje, pocos ponen en duda que la elección de Barack Obama como inquilino de la Casa Blanca en 2009 representa un punto de inflexión en los EE.UU. Y no precisamente por su gestión sino por el color de su piel.
Fue precisamente a raíz del ascenso de Obama, el primer presidente negro de la historia de los EE.UU., cuando el Tea Party, un movimiento ultra conservador en contra de lo público y la labor social de las instituciones empezó a propagarse exponencialmente entre la opinión pública norteamericana.
Por otra parte el reconocido aumento de los desequilibrios en la sociedad estadounidense, extensible a todo el mundo occidental -en EE.UU. hasta la década de los 70 del siglo pasado los más ricos llegaban a pagar hasta el 90 % de impuestos y ganaban un 20 % más que la media de sus empleados mientras en la actualidad por la parte impositiva pagan menos que sus secretarias, Warren Buffet dixit, y ganan casi 300 veces más que sus trabajadores-, ha hecho que muchos ciudadanos hayan dado la espalda a la clase política; de forma especial al Partido Demócrata al que se le presuponía un mayor interés por la defensa de las clases medias y bajas.
La decepción por la gestión de Obama, con más ruido que nueces, abrió las puertas a un deslenguado pero televisivo multimillonario de pelo amarillo y tez naranja del Partido Republicano, próximo al movimiento alt-right aún más extremista que el propio Tea Party, que alcanzó de manera inesperada la presidencia del gigante norteamericano en 2017.
Ni siquiera el propio Donald Trump se imaginaba ocupar el despacho oval y de ahí que durante su primer mandato se dejara asesorar por los habituales tecnócratas republicanos con experiencia en la Casa Blanca. Pero su desaforado ego y la incapacidad por reconocer su derrota 4 años más tarde acabaron alentando a una masa enfervorecida que terminó asaltando el Congreso en Washington.
La debilidad de su sucesor, el demócrata Joe Biden -tanto física como de gestión-, favorecido por toda esa corriente iliberal y posfascista que ha conseguido cada vez más influencia en todo occidente, han impulsado a Donald Trump a convertirse en el Mesías de todos esos movimientos y auto creerse a sí mismo como tal.
La era Trump

Su contundente victoria en las pasadas elecciones y su experiencia adquirida tras su primer paso por la presidencia le ha hecho rodearse de una serie de fanáticos aduladores en su gobierno y a través de las posibilidades que le da su cargo relevar, a las bravas si cabe, los puestos más importantes de la judicatura tras los primeros reveses ante algunas de sus más delirantes decisiones, colocando después al frente de la misma a fiscales y jueces de su cuerda.
En su cruzada contra todo aquello que no le gusta y todas aquellas personas que ejercen la más mínima crítica contra el mismo, la administración Trump está realizando deportaciones masivas e irregulares, desplegando el ejército con cualquier vaga excusa en ciudades gobernadas por los demócratas, persiguiendo a periodistas y medios de comunicación amenazándolos hasta con retirarles la licencia, minimizando los recursos a todas aquellas universidades que no se pliegan a sus deseos o exigiendo una reinterpretación de la historia en los museos entre otras muchas aberraciones que vulneran los principios más básicos de la democracia.
Trump, convertido en su papel de nuevo emperador de occidente basa por otro lado su gestión internacional en la extorsión, el chantaje y las amenazas y tacha, del mismo modo que hace fronteras adentro de su país, a todo aquel que no le baila el agua de peligroso terrorista de izquierdas. Y aun así se mantiene obsesionado por obtener el Nobel de la Paz –también fueron nominados en su día Hitler y Stalin-, para gozar del reconocimiento internacional.
A los pocos meses de su regreso a la Casa Blanca y su irrupción en la misma como un elefante en una cacharrería, casi la mitad de la población norteamericana ya creía que EE.UU. se encaminaba a una nueva guerra civil.
A buen seguro ese porcentaje habrá seguido en aumento aunque tanto las empresas demoscópicas y los propios ciudadanos están sintiendo temor, incluso a perder su trabajo, si realizan la más mínima crítica al gobierno; cuando no a ser denunciados por sus vecinos en una auténtica caza de brujas declarada desde lo más alto de las instituciones.
Desde el inicio del reinado de Trump I, los atentados contra políticos del partido demócrata se han multiplicado -la congresista Melissa Hortman y su marido fueron asesinados en la puerta de su casa el pasado junio por un presunto simpatizante de Trump-, sin que el presidente haya mostrado la más mínima empatía al respecto. Mientras que ha elevado a los altares al líder ultra conservador Charlie Kirk tras su execrable crimen.
Trump está siguiendo en la práctica la agenda de todos aquellos que en la historia más reciente han acabado transitando por el camino de los totalitarismos tras su paso por lo que se ha dado en llamar «anocracia», una endiablada mezcla de autoritarismo y democracia.
De por medio con la creación de imaginarios enemigos internos. En el caso del trumpismo el Partido Demócrata al que eleva a la categoría de siniestro enemigo del pueblo, una presunta izquierda terrorista y todo tipo de minorías étnicas o religiosas que no se identifiquen con las ideas y creencias del mismo.
Similares prejuicios a los de los movimientos nacional-populistas que se están apropiando de la escena pública europea. De ahí que si bien otrora los judíos fueran sus principales damnificados, sin embargo hoy Israel en tanto en cuanto su carácter supremacista etno-religioso y el régimen de apartheid que viene ejerciendo sobre la población Palestina desde hace décadas constituya su nuevo modelo a seguir.
El Ministerio de la Guerra

En EE.UU. hay reconocidas cientos de milicias armadas, la inmensa mayoría de ellas de carácter ultra conservador y ultra religiosas amparadas por una legislación que hace que haya censadas más armas que habitantes, dispuestas a dar un paso al frente en cuanto se lo pida el magnate neoyorquino, su nuevo profeta.
No obstante no se sabe a ciencia cierta cuales y cuantas son las divisiones existentes entre los principales mandos de las fuerzas armadas de los EE.UU. pero resulta más que obvio que la deriva autocrática tanto de Trump como de los miembros de su gobierno no puede generar satisfacción en buena parte de los mismos. Sobre todo tratándose de un país que se ha erigido siempre a sí mismo como el paradigma de la democracia.
Precisamente, hace solo unos días, uno de sus más enfervorecidos colaboradores, Pete Hegseth, el secretario del recuperado Ministerio de la Guerra por el de Defensa, con la presencia también de Trump como comandante en jefe de las fuerzas armadas, ha congregado a todos sus altos mandos en la base de Quantico lanzándoles todo tipo de arengas para advertirles de una presunta guerra desatada contra todo y contra todos los que no sigan la línea de su ejecutivo. Mientras los presentes, llegados de todas partes del mundo, permanecían en absoluto silencio sin que se sepa en qué medida de manera cómplice o sobrecogidos ante tales proclamas.
La República de Gilead que Margaret Atwood imagino en su novela El cuento de la criada, un entorno totalitario con un fuerte trasfondo patriarcal y ultra religioso, se va abriendo camino en los EE.UU. de una manera cada vez menos sibilina y, al día de hoy, resulta imposible predecir cuál puede ser la próxima «orden ejecutiva», en ese mismo sentido, del emperador norteamericano.
Futuro incierto

En definitiva, como decíamos antes, Trump I mediante ese carácter mesiánico que él mismo se ha adjudicado se ha convertido en el líder de todos los movimientos populistas de derecha en el mundo haciendo de su discurso su principal referente lo que engrandece todavía más su figura y puede llevarle a desafíos hasta hace poco inimaginables.
Dicho esto no es difícil imaginar que serán las siguientes elecciones presidenciales las que podrían provocar de un modo u otro el colapso de la democracia en EE.UU.
Donald Trump no puede presentarse a la reelección por cuanto ya habrá disfrutado de 8 años de mandato, aunque haya sido en periodos alternos. Sólo Franklin D Roosevelt se saltó esa norma -aunque otros también lo intentaron anteriormente-, ya que esta no se estableció legalmente hasta 1951 por cuanto, hasta ese momento, sólo constituía una tradición el que un presidente no tuviera más de dos mandatos.
Pero toda norma puede cambiarse de nuevo, máxime la manera en que está modelando las instituciones a su antojo el propio Trump, poniendo en la cuerda floja sus críticos, cuando no enviando al ostracismo o a sitios peores a los mismos. Extremo al que por el momento solo ha llegado en Europa alguno de los países que integran el llamado Grupo de Visegrado aunque su sombra acecha ya por todo el continente.
Incluso puede utilizar fórmulas que, de manera también sibilina, permitirían a Trump hacerse de nuevo con la presidencia sin tener que saltarse la ley, como por ejemplo siendo vicepresidente para inhabilitar después al elegido.
Aunque si se trata, como en principio pudiera ser previsible, de J. D. Vance -el actual vicepresidente-, no ya sería un digno sucesor de Trump sino que a tenor del conocido fanatismo del mismo, sería aún peor y a saber si se prestaría a semejante movimiento y a cambio de qué.
El tiempo pasa volando y los desvaríos que estamos viendo en la política actual hubieran sido impensables hace solo 40 años.
Pero incluso las más vetustas democracias occidentales están cayendo víctima de los despropósitos del modelo neoliberal que ha dominado la escena político y social en todo este tiempo; asumido y puesto en práctica por los partidos liberales y socialdemócratas que se han prodigado en la misma en ese mismo periodo lo que ha acabado llevando a gran parte de la población en contra de los mismos.
El propio Núñez Feijóo, ante el suspense de sus propios colegas del Partido Popular Europeo, ha dicho el pasado jueves en un acto en Barcelona que “Europa ha despertado. Ha salido de la cárcel ideológica de una izquierda que le vendía que era bueno empobrecerse y que era buena la democracia más que la prosperidad”. Cuando en la Unión Europea la socialdemocracia hace casi 30 años que no gobierna y anteponiendo una pretendida prosperidad a la democracia misma. Esperemos que semejante despropósito sea fruto de sendos lapsus del redactor del discurso y del propio orador.
Habrá que estar muy atentos pues a los delirios de Trump I y sus legiones de seguidores en el mundo. El modelo de democracia y libertad que hemos conocido hasta ahora sufre el manifiesto desprecio de estos últimos reescribiendo ambos conceptos en aras de sus siniestros intereses considerando enemigos a todos aquellos que no acepten sus condiciones.
Y a saber en estos convulsos tiempos que corren donde la polarización, la sinrazón y el desasosiego son sus principales señas de identidad, si seremos capaces de poner freno a uno más de los desatinos que ha dado de sí la historia de la humanidad.