Hace ya muchos años que Antonio Machado, a través de su heterónimo Juan de Mairena, decía lo siguiente:
“—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa».
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».
Mairena. —No está mal”.
Machado criticaba de esta forma tan certera y aguda el exceso lingüístico heredado del s. XIX que devoraba el castellano en su tiempo.
Huelga decir que la vacuidad en el lenguaje a la que apuntaba Don Antonio no se quedaba solo en lo literario ni tampoco en el exceso adjetival. Tan nocivo para una lengua es el abultamiento discursivo como la falta de contenido que suele ocultar este abultamiento. Y lo más triste: aunque Machado nos explicase esto hace cerca de cien años y de una forma tan didáctica, ni lo hemos aprendido ni lo hemos superado; es más, amigos, aún está pasando.
Ahora, sin querer pasarme de listo, soy yo el que voy a afirmar algo:
“El que habla como un bobo probablemente lo sea”. Y no lo digo yo solo. Lo dice también Noam Chomsky, aunque de un modo mucho más poético, claro.
Chomsky habla de la capacidad lingüística de un individuo como “un espejo de su alma”. Pienso en algunas personas que conozco y no creo que haya en el mundo dinero suficiente para comprar tanto Glassex.
Es decir, que salvo personalidades actorales, con un sentido del humor poco habitual o determinadas patologías, podemos presuponer que aquel que se exprese sin coherencia, sin orden o con falta de claridad, probablemente adolecerá de dichos problemas dentro de su cabeza. Que nadie se me dé por aludido.
Esto, que en un principio no sería un problema ya que la mayoría de nosotros somos hijos de la cultura democrática y la tolerancia y sabemos aceptar que no todo el mundo ha tenido misma suerte social y/o genética que nosotros, puede resultar tan peligroso como consumir determinados medicamentos inocuos cuando se va a conducir maquinaria pesada de obras públicas. Y ahí iba yo, a lo público.
Que una Miss, un concursante de algún programa de televisión, tu prima de Albacete o cualquier otro individuo no sea capaz de poner dos palabras seguidas es algo a lo que estamos tristemente acostumbrados. Puede provocarnos (dependiendo del contexto y la cantidad de público) desde el bochorno a la risa floja.
Pero… ¿y si el sujeto incapacitado para la expresión es también aquel que dirige nuestro futuro, sea este municipal, nacional o económico, por ejemplo?
Me sabría mal dar nombres y apellidos, así que casi mejor piensa en quien estás pensando. Así nos entendemos.
Comprendo que en política y en este tema que nos ocupa juegan, además de la falta de capacidad (expresiva en primera instancia o intelectual, en algunos casos) muchas otras cosas: desde la intención de engañar al interlocutor hasta los nervios del directo. Recordemos algunos casos recientes, por ejemplo aquello de “la indemnización en diferido en forma de simulación” o el más novedoso plural de DNI en la forma de “denes is”(sic.). Para que tampoco nadie se me ponga ‘pruritoso’, pongamos sobre la mesa aquellos “por consiguientes” de sienes plateadas que de tan plateados no conseguían ser menos huecos.
Pero no me voy a ablandar, sigo pensando que aquel que se expresa como un imbécil es porque en el fondo lo es, sea persona pública o privada. Que cada uno haga en su casa lo que quiera o lo que pueda, pero cuando alguien decide dedicarse al bien público debería estar seguro de contar con las aptitudes para poder hacerlo.
¿Ha ocurrido algo en los últimos tiempos? ¿Ha sido esto siempre así? ¿Han sido nuestros políticos tan poco hábiles con la expresión? Amigos y amigas, me temo que no. Los anales (extraña palabra que da risa) de nuestra historia están plagados de ejemplos de políticos cuya capacidad oratoria era memorable.
A diferencia de los creativos de alguna marca de refrescos, soy de los que piensan que la misma vocación política incluye cierto grado de malignidad, estupidez y egolatría. Y que esto es algo inherente e indisoluble de la misma. Tres patas de lo que en su día pudo ser el trono del poder y que hoy, tristemente, se ha transformado en algo más parecido a un banquillo de acusados. Perdón, que no me quiero ir del tema.
No hablo de aquello que mencionaba Ortega y Gasset del “gobierno de los mejores”. Ciertamente me conformaría con un gobierno de los que tengan buena letra –en plan cuadernillos Rubio– o al menos, de los que sean capaces de entender la suya propia. Sería audaz –o un idiota audaz– si en los tiempos que corren pidiera que aquellos que deciden nuestro futuro tuvieran un nivel cultural por encima de la media: por ejemplo fueran capaces de escribir una obra sobre historia de España, componer “décimas” o sonetos o –sencillamente y como decía más arriba– mantener un discurso coherente y ordenado.
Tal y como está el patio últimamente, creo que a cualquiera de nosotros nos mosquearía soberanamente que los miembros del Parlamento o del Consejo de Ministros se dedicasen a escribirse poemas en lugar de velar por el interés público. El caso es que tengo la sensación de que no hacen ninguna de las dos cosas, quizá por incapacidad, quizá por falta de conocimiento. Nunca lo sabremos, pero es divertido pensar en ello.
En la historia de este país hay numerosos ejemplos de grandes políticos que además dominaban (como mínimo) la literatura y la retórica.
Uno de los ejemplos que más me han llamado siempre la atención es el de Ángel María de Saavedra –Duque de Rivas– y Alcalá Galiano. Ambos, ministros y diputados españoles en el siglo XIX.
El ejemplo del que hablo es una ristra de décimas llamada Casos de conciencia y que, según dice la leyenda, figuraba en el Diario de Sesiones del Congreso porque los dos diputados se las lanzaron a modo de diálogo. Es mejor que juzguéis vosotros mismos:
9 Duque
Don Antonio, si tuviera
una lujuria extremada,
tal que hasta verla saciada
ni pensara ni durmiera,
y en mi ceguedad creyera
que era usted la niña mía,
y con loca valentía
miembro en ristre a usted montara
y en el culo se lo entrara,
¿fuera acaso sodomía?
10 Alcalá
Sí, don Ángel, yo no dudo
que fuera gran sodomía:
aunque yo lo evitaría,
que soy por demás forzudo;
pero si en lance tan rudo
fuera mía la maldad
de tan loca ceguedad
y yo quien a usted cubriera,
ya sodomía no fuera,
que fuera bestialidad.
Sirva lo mismo que decía sobre las décimas en este caso. Imaginemos a Rajoy y a Rubalcaba (o mejor, a Toni Cantó) hablando sobre sus gustos en cuanto a sodomía, en verso y en el hemiciclo. Estamos de acuerdo en que eran otros tiempos.
Y no hace falta irse tan lejos. En los años 30 Manuel Azaña fue presidente de la República. Pueden encontrarlo en los libros de historia, pero también en los de literatura. Digna de mención es su obra El patio de los frailes. Obviamente, Azaña contaba con una sólida formación académica, al igual que José Antonio Primo de Rivera, otro gran orador.
Más significativo es el caso de, por ejemplo, Juan García Oliver. Miembro destacado del anarcosindicalismo español, perteneciente a FAI y CNT, además de participar como ministro de Justicia en el gobierno de la República de Largo Caballero, en plena guerra civil. Y cuya única formación era la de camarero. Sí, camarero. Recurran a YouTube y vean y escuchen con atención. Sobrecogedor, pero descorazonador también si comparamos con los tiempos actuales. A García Oliver no le gustaría que le comprásemos y me temo que a mí tampoco.
Lo que sí me gustaría es, después de plantear este problema, poder plantear una solución fantástica. Quizá la culpa sea del dinero, de la LOGSE, de Zapatero, del propio sistema… Lo siento, no tengo esa solución. Y no creo que la haya, al menos a corto plazo.
Lo que sí tengo es una reflexión. Recordando el alegato final de una de las conferencias más famosas de Thoreau, este se pregunta si después de la democracia no hay nada, si es este el último modelo de gobierno. A esto, el de Concord responde que “jamás habrá un estado realmente libre y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e independiente (…) y le trate en consecuencia. Me complazco imaginando un estado que por fin sea justo con todos y trate a cada individuo con el respeto de un amigo”.
Esto dice Thoreau, y yo estoy de acuerdo. Sin embargo, me daría por satisfecho con que aquellas personas encargadas de administrar el interés público nos tratasen –aunque fuese– solo como se trata a un conocido, pero, al menos, que no nos hablasen como a unos imbéciles.
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Artículo original en Yorokobu: ¿Dominan nuestros políticos la retórica?. Escrito por Iñaki Carrasco González.