A menudo, nos lamentamos ante la superficialidad que suele dirigir nuestro día a día y utilizamos palabras como consumismo, capitalismo, frivolidad y prisa para eximirnos de cualquier responsabilidad al respecto. Sin embargo, no debemos olvidar que, aunque no pueda cambiarse ni una coma en el guión y los diálogos ya estén trazados, nosotros somos protagonistas —y, en el peor de los casos, coprotagonistas— de una historia o de varias a la vez. Por ello, refugiarse en cualquier excusa es sólo una ligereza más. ¿Qué hay de malo en cuestionarse y que ello nos lleve a la incomodidad que supone la certeza de estar equivocándonos? ¿Por qué desechar la reflexión como ejercicio existencial? ¿Acaso una vida saludable sólo consiste en entrenar nuestros músculos y comer verdura a todas horas?
El Árbol es mucho más que un ensayo sobre la naturaleza y John Fowles traspasó con él los límites humanos —invisibles, pero férreos—, a los que tanto cuesta enfrentarse últimamente. No es, ni mucho menos, un manual o un libro de autoayuda; no obstante, brinda la oportunidad de llegar a un fondo asfixiante y bello, al mismo tiempo, donde queda patente que cada uno de nosotros tenemos claves y herramientas para transformar ese todo que nos rodea, tan omnipotente y aparentemente inalterable. En definitiva, verdugos y víctimas como especie, en general, y como personas, en concreto.
Desde el comienzo, ahonda en el trance eterno que suponen las relaciones humanas, abordando con naturalidad el complicado vínculo paternofilial. Describe una infancia rodeada de frutales que su padre cultivaba con obstinación en el adosado donde vivían hacia 1920, situado en un suburbio de la desembocadura del Támesis. El jardín trasero de la casa era pequeño y Fowles comenzó a odiar las vallas, las rejillas y las sendas que su padre colocaba a aquel pedazo de naturaleza, en ese empeño por diseñar el camino que habían de seguir, para que no se desviaran y se desplazaran a su antojo. En definitiva, un deseo de poseer aquello que no se tiene, que en el autor se tornó en una fascinación por los espacios reales, pues «semejantes espacios aparecen dominados por el paso del tiempo, que va marcando su pauta de forma implacable, como un reloj».[1]FOWLES, John. 2016. El Árbol. Madrid: Impedimenta, p.11
La brecha que los separaba cada vez era mayor y la obsesión de su progenitor por los beneficios, el reconocimiento y el éxito eran incompatibles con su tendencia a la curiosidad, al libre albedrío y a la autenticidad. Como bien destacó, «jamás podría admitir que aquello era lo que yo buscaba como equivalente a sus hermosamente disciplinadas manzanas y peras, y que mi jardín también estaba, igual que el suyo, cultivado, aunque no en un sentido literal».[2]Ibíd., p. 28
Aunque el caos puede ser otra forma de orden, uno encarnaba lo salvaje y el otro, lo planificado. Para el primero, la espontaneidad y lo arbitrario primaban; mientras que para el segundo no había frutos sin poda, no existía vereda sin marcas. Así, la figura del Dios con poder ilimitado que todo chiquillo forja en su niñez queda reducida a escombros, cuando Fowles mira atrás y escudriña en su pasado, en cómo su padre rebajó a su familia a un segundo plano y hubo de convivir con sus propios errores.
La segunda parte del texto se centra en dos aspectos que se constituyen como antípodas de una misma realidad: la individualidad y el colectivo. Y es que nos inclinamos por el uso de microscopios y telescopios «que magnifiquen las cosas, que las enfoquen con más nitidez, que nos permitan distinguirlas mejor, singularizarlas y separarlas de la masa»[3]Ibíd., p. 34, ya que despreciamos la composición en su conjunto y sus complejos paisajes internos. La evolución —asumámosla como causa— ha hecho del ser humano una criatura que aísla y divide, que ha ido aprendiendo a sobrevivir mediante luchas, destrucciones y cismas; no sólo contra sus propios congéneres, sino contra el resto de criaturas que pueblan el planeta, impregnando cada rincón con un antropocentrismo ridículo y con aspiraciones divinas. Esto nos ha situado en una trinchera muy alejada de un campo, donde no hay batalla, ni soldados, sino simplemente seres y elementos que forman un cúmulo. No percibimos la amplitud, sólo etiquetamos y clasificamos: «una interminable secuencia de planos cortos y un posterior salto de montaje. La perpetua necesidad de encuadrar y editar toda esa ingente materia prima que nos rodea».[4]Ibíd., p. 36 Y Fowles hace referencia, una y otra vez, a la grandiosidad de cualquier paisaje que no ha sido hilvanado por la mano del hombre; como al arte en su estado puro, cuando nadie lo utiliza como producto cuantificable.
El autor también hace alusión a la influencia de la Alta Edad Media y sus leyendas en la actualidad, cuyo escenario principal era el bosque, presentado como lugar inhóspito, prohibido. No resulta extraño encontrar en él doncellas, dragones y otros seres mitológicos, en busca de aventura y/o haciéndose los encontradizos para no resistirse a las tentaciones planteadas entre la espesura de enramadas y maleza. Ese desapego emocional y la desconfianza hacia el espacio natural aún sigue muy arraigada en nuestro siglo, donde los barrios de ladrillo y hormigón han adquirido notoriedad. No produce ningún asombro que un Fowles rotundo asegurase: «La soledad en la naturaleza nunca me ha asustado ni la décima parte de lo que puede llegar a asustarme la soledad en las ciudades y en el interior de las casas».[5]Ibíd., p. 94
Este ensayo está cuajado de ramificaciones —apuntando al propio título del libro— y esta reseña puede atenerse a una o dos cuestiones, sin que ello signifique que la lectura se circunscriba únicamente a ellas. Ha de ser el lector, con su capacidad de interpretación, quien se adentre en el bosque y se atreva a quitarse la venda de los ojos. Por fortuna, los árboles no crecen solos, son sociables.
Puede que en eso resida su encanto, pues un bosque auténtico es el resultado de la suma de los fenómenos que se producen en él.
Título: El árbol |
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