Todo empezó con el fuego. Luego sobrevino la oración. Después, olvidados los primeros, aún seguíamos recordando el lugar en el bosque. Y cuando perdimos también la orientación, entonces nos quedó la historia de todo cuanto hubo acaecido.
Giorgio Agamben comienza Il Fuoco e il Racconto (El Fuego y el Relato, 2014), que ahora publica Sexto Piso, con una alegoría de la literatura basada, a su vez, en una pequeña historia que rescata Scholem, en su libro sobre mística judía. Después de Profanazioni (2005) y Nuditá (2009), aparece esta tercera antología de textos. En la decena de ensayos que lo componen, el autor se mueve por los terrenos de la consideración de las prácticas lingüísticas y artísticas. Aparentemente, si bien éstas no se refieren al ámbito de la filosofía y la política, realmente ponen de manifiesto su vínculo con esta materia, a través de un gesto que (de) muestra la dualidad de crítica y creación, contemplación y acción, como composición íntima de cada acto de habla.
Agamben aclara que el pensamiento no debe aislarse en una dimensión separada de la política, y a su vez, aquel se dirigiría hacia una filosofía del arte que no busca refugio en el «poder como tal». Forzando casi el tiro, podríamos reducir los temas del libro a una unidad, como si la noción de «potencia» ejerciese sobre su espíritu la función de una idea fija, que además permite alumbrar todo tipo de experiencia: sensible, poética, ética o política. Una figura, si así se le puede decir, acompaña muy a menudo a Agamben en sus reflexiones.
Le incumbe a Walter Benjamin haber erigido un retrato a la vez cruel y profético. Hablar de Il Fuoco e il Racconto es también hablar de esta antigua disciplina llamada teología y del papel que habría de jugar en ese pensamiento del futuro que se llamó «materialismo histórico». Después de haber evocado el autómata jugador de ajedrez del siglo XVIII, que escondía en su maquinaria a un enano jorobado e invencible, escribe esto, en el primer fragmento de sus Tesis sobre la Filosofía de la Historia: se puede imaginar un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Podrá habérselas, sin más ni más, con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno[1]BENJAMIN, Walter. 1971. «Thèses sur la Philosophie de l’histoire», en Oeuvres, II, Poésie et Révolution. Paris : Denoël, p. 277.
Dejo de lado la cuestión de si, ya que hace más de setenta años que esta fórmula ha sido escrita, la teología se encueva algo menos. En cualquier caso, y con respecto a Agamben, me parecería más que temerario afirmar que la orientación de su trabajo filosófico tiene su origen en esta frase, pero es un hecho que se trata de uno de los pensadores contemporáneos que más conciencia de la espiritualidad tienen en sus reflexiones. No obstante, debemos precisar: en absoluto se trata de extender, de nuevo, las viejas prácticas o valores, sino porque es en este campo, el de la teología, donde Agamben encuentra que hay suficiente para apoyar un pensamiento humano irreductible a cualquier medida tanto como a cualquier calificación. No se trata de inhabilitar el mundo material para afirmar la primacía de una realidad metafísica, sino de articular lo que atañe a la experiencia y la práctica a lo que participa de la creación, del devenir o de la poesía.
En el libro de Agamben se agrupan una decena de textos tensados como un arco. Parte el filósofo de una observación irónica sobre el poder de la literatura y cuya conclusión se basa en la oportunidad dada al hombre para lo que Spinoza llamaría una experiencia de la eternidad. Agamben cuestiona los poderes de la lengua, más aún, los señoríos del arte desde la perspectiva de la auto-transformación, con lo que esto puede significar en términos de ética o política. Pocos son tan lúcidos y amargos como el filósofo italiano acerca de lo que la tradición nos ha legado; menos numerosos aún los que se estriban en el reconocimiento de una pérdida irreparable para edificar una obra al servicio de la vida, reducida ésta a la desnudez.
El fuego simboliza la vida tal y como se puede buscar pero aguardar, sin lo cual se destruiría a sí misma. Antiguamente, según una historia judía referida por Scholem y citada por Agamben, un rabino iba a rezar en el bosque, ante un fuego, para llevar a cabo un rito. Posteriormente, fue posible orar pero ya no encender el fuego. Más tarde, las palabras de las plegarias fueron olvidadas, aunque todavía se recordaba el lugar. Y, para cuando desapareció ya la orientación, cuando no se supo dónde ir, entonces no nos –y me permito utilizar la primera persona, pues esta es la historia de la humanidad entera- quedó la historia de todo aquello que olvidamos, la posibilidad de narrar.
Más allá de esta historia inicial, se plantea la cuestión de saber qué relación mantiene el relato con el fuego. ¿Puede pretender reavivarlo, o no es la ficción más que un mal menor, una mistificación? Según Agamben, «todo relato – toda la literatura – es, en este sentido, memoria de la pérdida del fuego»[2]AGAMBEN, Giorgio. 2014. El Fuego y el Relato. Madrid: Sexto Piso, p. 12. Esto nos abandona en nuestro onirismo, en nuestros sueños, porque si en la vida de cada lector hubo lecturas que fueron todo menos vivificantes, hay otras que nos iluminaron con tal vigor que no sospechábamos. Está la obra y está quien la formula o la calma, la mira, la escucha. Hace la obra en tanto que circula por la vida. A veces como una finalidad, a veces como un medio, una puerta o un paso, una escalera. Si algo está definitivamente perdido, no se deduce que el libro es dedicado a convertirse en una tumba o una urna.
Decir nombrar, ¿pero en el nombre de qué? Agamben: «los nombres –y todo nombre es un nombre propio o un nombre divino- son vórtices en el devenir histórico de la lengua, remolinos en los que la tensión semántica y comunicativa del lenguaje se abisma en sí misma hasta volverse igual a cero. En el nombre ya no decimos –o todavía no decimos- nada. Sólo llamamos»[3]Ibíd., p. 54. En la llamada –así como en el juramento y en la confesión, que son las tres formas más evidentes de hablar en nombre de una ausencia- inquirimos no sólo la presencia de un nombre explicitado o ausente sino también la presencia de un Otro. Ninguno de los tres se da en una soledad absoluta. Buscamos la posición subjetiva, la presencia de un otro -en muchos casos, un nombre ausente o bastardo que empuje al relato- y, por último, una forma de vincularse (la llamada, el juramento, la confesión).
En algunas de las enseñanzas extraídas del libro de Agamben, hablar o callar en nombre de algo que falta significa experimentar o plantear una exigencia. Por un lado, la exigencia siempre proviene de un nombre ausente. Por el otro, el nombre ausente exige que se hable en su nombre. Esto es quizás porque no se pretende sustituir aquello real que puede prometer y conducir, o ayudar a construirlo. No es seguro que lo Real exista o nos sea dado; así, no puede ser nada más que el fruto de una experiencia a la que todos deben contribuir. Por otro lado está el concepto de «potencia», al que con frecuencia recurre Agamben para explicar su visión de la obra, o más exactamente el proceso de creación. Lo que se decide hacer a partir de lo que se conoce y sabe, no es lo más importante. Nos deporta lejos de nosotros y nos transforma. Una obra donde el hecho en sí puede no ser de gran valor. Allí el acto se duplica en una potencia que lo niega, suspende, lo obliga a cambiar de sentido. A esta potencia que se opone al fin, el filósofo denomina «potencia-de-no»[4]Ibíd., p. 38, la no-potencia.
«El artista no tiene potencia de crear»[5]Ibíd., p. 39, dice Agamben, que además no designa allí sólo la capacidad en la cual estamos de no hacer esto o esto, sino que señala, más profundamente, lo que en el acto poético es una lucha u oposición entre dos tendencias, lo que parece una vacilación, un temblor, la tensión que le confiere al gesto un estilo. Frente a la capacidad –que negaría la potencia- la maestría o el virtuosismo conservan y ejercitan en el acto no su potencia de tocar, sino la de no tocar. Una obra entregada a lo impersonal se haría por sí misma y carecería, obviamente, de personalidad. A la inversa, un artista dueño de sí mismo se condenaría a no hacer nada, o a repetirse. Estamos lejos aquí de la concepción romántica del genio individual, en cambio muy próximos a Kafka y sus sirenas, cuya arma mortal no es tanto su voz como su silencio, en caso de que sea posible distinguirlos.
Cabe preguntarse también por qué esa concepción del ser poético puede ser llamada política. En primer lugar, ya que, lejos de ser hecho por algo, el ser humano se hace para nada. No tiene ningún programa, no tiene ninguna misión. Es en el mundo para dar cuerpo a su libertad y no para someterse por aburrimiento o por miedo. Agamben aborda esta dimensión negativa de la ontología estudiando muy de cerca a Aristóteles, que veía en el ser humano a un ser sin potencia. Parecería entonces que el hombre no tiene ningún otro horizonte que el del trabajo y del salario, la moneda y el intercambio. Pero dado que se trata de una reseña, no debemos extendernos más en esta cuestión. En su esencia más íntima, el acto de lectura consiste en apropiarse de lo ya dicho, de lo ya pensado, para conducirlo hasta los umbrales de lo aún-no-dicho, de aquello impensado.
Nos olvidamos del fuego, del bosque y de la oración, pero quedaba un texto. Ley de lectura.
Título: El fuego y el relato |
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[…] en su Il Fuoco e il Racconto, nos recuerda que, olvidada el habla -la Oración- y el lugar para ella -el Bosque-, existe la […]