En Castalla siempre hace frío, aunque el sábado volvía calentito el Castalla Rock Festival con la visita de Txarango a estas tierras del sur del País Valencià. La noche estaba estrellada y con calma tiritaban los astros mientras la cerveza corría por el Velódromo municipal.
Si uno se pregunta acerca de sus raíces, surge rápidamente la lengua de sus padres, surge la música popular, los poetas eternos y las costumbres de plaza mayor de este pedazo de tierra que combate sin mucho éxito entre dos aguas. Entre Madrid y Barcelona como un castigo del que siempre se puede disfrutar de lo maravilloso, con esteladas o sin ellas.
Y lo maravilloso el sábado fue el buen rollo de Txarango, esa charanga tradicional que desde la Catalunya nord ha conseguido en apenas cuatro años hacer reaccionar a un público joven, con energías renovadas, compromiso y muchos sueños. Ska, rumba catalana, baladas, ritmos del sur se fusionaron encima de un escenario festivo, cercano, amable, por el que circularon mensajes y canciones, catalán y castellano, incluso euskera, que hicieron sentir a un público entregado, ilusionado las verdades del directo del nuevo disco, Som riu.
Me sorprendió la alegría que contagian. Como si ser músico pudiera cambiar el mundo, aunque sea a través de proyectos solidarios en Senegal o retorciendo el semblante de quien te escucha. A mí solo me faltaba la nariz de payaso para ponerle color a la noche. Ser espectador provoca en ocasiones momentos excepcionales que resumen sentimientos, sensaciones, incertezas. Salió Marina, intérprete de lengua de signos catalana para cerrar el concierto con una balada que hablaba de futuro y de estar juntos. Mi mirada se perdía en ella, en el romanticismo de gritar sin ruido, de hacer llegar la música a quien no escucha, como la más grande de las utopías, como un instante que no parece acabarse nunca.
Igual que aquello que intentamos construir, gritar sin ruido, querernos en directo, desafiar a lo imposible, escuchar con los ojos, aunque siempre haya otro que te coja la mano.