Creo que mi primer gran concierto fue uno de Joan Manuel Serrat en la plaza de toros de Cáceres. Del que recuerdo también que un cretino se pasó todo el tiempo poniéndole a caer de un burro por ser catalán y ya, en los bises, el cantautor le acabó soltando un improperio. Vamos, que la cosa viene de lejos.
Pero mi primer macro espectáculo fue en el estadio del Rayo en Vallecas. Bob Dylan y Carlos Santana. Ahí es nada.
Era a principio de los 80 y de aquello lo que más recuerdo fue el Blowin’ In the Wind con Santana a la guitarra cerrando el concierto y como la impresionante banda de Santana primero y Dylan con solo cuatro tipos después llenaban con destreza el mismo escenario. Ah y que al día siguiente mis amigos y yo en medio del césped vallecano fuimos ¡portada de El País!,
Nos gustaba la música, a unos de una manera a otros de otra, tanto como el cine e incluso el teatro. Algunos hasta leer, que es algo que siempre creo echar en falta.
Tampoco nos perdíamos un mitin. Era época de Transición y andábamos de un lado para otro para enterarnos de que iba la historia y, a fuerza de ser sincero, a ver también quién o quienes actuaban al final de cada acto.
La ORT, la LCR, el PTE, el PCE, hasta la UCD y AP si se terciaba. Cuando todavía Felipe González disimulaba ser de izquierdas, no se me olvidará el mitin final de campaña en la Ciudad Universitaria. Un espectáculo por todo lo alto y dos días después diez millones de votos. Cómo ha cambiado el cuento.
Eso sí, dejábamos de lado los de Fuerza Nueva, los fachas de entonces. Allí siempre había jaleo porque no querían soltar bocado después de tantos años chuleándonos y, desde luego a la vista está, nunca fue nuestro rollo.
Y las «manis», las manifestaciones por si alguien se pierde algo. Yo creo que nos apuntábamos a todas. Anda que no hemos corrido delante de los grises, unos grises que al poco se hicieron marrones. Me acuerdo un día con el sofoco, refugiados tras la cristalera de un bar y la gente nos decía: «no salgáis chicos, que aquí no pueden entrar».
A pesar de tanta nostalgia de verdad que no creo que cualquier tiempo pasado haya sido mejor que este y motivos tengo para ello en lo que me toca. Ni que los años te hagan más de derechas y tonterías de esas.
Pero sí que es verdad que además de seguirme preocupando algunas de las mismas cosas de entonces se me añaden otras y me temo que, de no dar marcha atrás, ello nos va a complicar todavía más la vida y, sobre todo, a los que vienen detrás.
La horda
Hace unos días, en medio de todo este circo esperpéntico y mediático que se ha convertido la política, saltaba la noticia de unos chicos de apodo youtuber que se habían marchado a vivir a Andorra para pagar menos impuestos que en España. Hasta ahí pues lo habitual cuando caes en brazos de la más pura avaricia, como le pasa a grandes empresarios, deportistas de élite, etc. etc.
Con las típicas excusas manidas y absurdas de siempre. Que si los políticos son unos corruptos, unos despilfarradores… vamos como ocurre en todos lados. La verdad no es otra que a algunos no les debe sentar bien eso de nadar en la abundancia y siempre quieren más. Uno de esos pecados capitales que se multiplican conforme la avaricia se hace más insaciable.
Pero no, eso tampoco es precisamente lo que nos trae hoy aquí, aunque es verdad que daría mucho para hablar, sobre todo por la incapacidad de las autoridades para evitar semejante escarnio. Aunque me temo que no es cuestión de incapacidad sino de voluntad de solucionar otro tan manido tema como el de los paraísos fiscales, ahora también llamado «dumping fiscal», que suena mejor para los casos en que oficialmente no lo son pero actúan como tal.
Lo que me sorprende y preocupa de verdad es que deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo tan mal para que algunos jovencitos puedan acumular millones de seguidores delante de una cámara de video por presumir de banalidades y poses de bufón. Lo que para colmo, fruto del más absoluto dislate, les convierte en multimillonarios en poco más de un abrir y cerrar de ojos.
Mientras tanto, otros muchos, se han pasado la vida estudiando para al final, en tantos y tantos casos, no poder ejercer su profesión o si lo hacen por lo general en precario.
¿Cuál debería ser el espejo en que mirarnos? Más allá del alcance de su trabajo, muchas personas, de un modo u otro, se implican en hacer algo mejor la vida a los demás. Pero henos aquí ahora a millones de ellas que ensimismadas por la opulencia caen rendidas a la superficialidad.
Conforme han ido pasando los años la horda capitalista, a través de una supuesta libertad individual, ha ido primando el consumo más desaforado y la acumulación de riqueza sin límite como principal expresión del desarrollo humano y su concepto de prosperidad.
Desde que las últimas versiones del capitalismo han convertido todas y cada una de las facetas de nuestra vida en mercancía, todo vale con tal de amasar dinero hasta ser persuadido por la erótica del poder.
De nada sirve que tanta procacidad diera lugar a la crisis de 2008 y que la actual pandemia haya quedado al descubierto todas las fallas del sistema. Basta echar un vistazo al arco parlamentario español, convertido ante semejante anatema en un esperpéntico espectáculo de inciertas proclamas y verborrea barriobajera.
Tan aclamados youtubers, influencers o a saber que novedoso anglicismo más, tanto como los que nos dicen representar en medio de la algarabía general, no son más que el fiel reflejo de una sociedad vapuleada por la ferocidad de un modelo económico voraz que arrastra tras de sí tan ingente cantidad de mediocridad que ha puesto en vilo incluso la seguridad del planeta.
Cada vez quedan menos personas que crean que saldremos mejores de este último envite. No sé si tenerme todavía por una de ellas. De lo que si estoy seguro es que reparar tales conductas requiere tiempo. Lo que no se con certeza es si nos queda suficiente para ello.