El héroe está a punto de quitarse la vida en defensa de su honor. Por una escalera que desciende de una especie de castillo irrisorio baja la heroína, un travestido que no hace demasiados esfuerzos por ocultar su condición y que es la amada por la que Ernani va a dar su vida. Y todo es Verdi. Nada más que Verdi, pero también su inverosímil exageración. Porque tal vez sea eso, la exageración hasta lo inverosímil, lo más propio de la ópera.
ERNANI Intendo… intendo… compiasi il mio destin fatale. (si pianta il pugnale nel petto) ELVIRA Che mai facesti, o misero? Ch’io mora!… a me il pugnale… SILVA No, sciagurata… arrestati, il delirar non vale… ERNANI Elvira!… Elvira!… ELVIRA Attendimi… sol te seguir desio…ERNANI Vivi… d’amarmi e vivere,cara… t’impongo… addio…ELVIRA E ERNANI Per noi d’amore il talamo di morte fu l’altar.
Pero es que la selva ya es exageración y obscena belleza e incredulidad. Así que la ópera pide una selva como su lugar natural, que su baldaquino sean los rayos en el crepúsculo rojo, los arcoíris dobles y las nubes de mosquitos. Lo escribe Werner Herzog en su libro La conquista de lo inútil, diario de un éxito, de un fracaso, de un trabajo con lo difícil y lo imposible, como fue el rodaje de Fitzcarraldo, ese film en el que vemos cómo un barco sube una montaña y la atraviesa: «He leído la traducción del libretto de Piave para el Ernani, editada en Zurich en 1952, y en el prólogo he encontrado un comentario de una estupidez tremenda: se han suprimido las inverosimilitudes más flagrantes, cuando lo increíble es precisamente lo más bonito de la historia, o mejor, del género operístico en general, justamente porque aquello que no es concebible ni por el más exótico cálculo de probabilidades, aparece en la ópera como lo más natural, en una poderosa transformación en música de un mundo en su totalidad. También los Grandes Sentimientos de la ópera, que suelen despreciarse por exagerados, a mí al contrario me parecen condensados, reducidos a arquetipos, a una esencia que ya no es posible concentrar más. Son axiomas de sentimientos. Eso es lo que la ópera y la selva tienen en común.»[1]HERZOG, Werner: Conquista de lo inútil. Blackie Books, Barcelona, 2018, p. 218
Así que hay una redundancia, casi un pleonasmo en esa venida de la ópera a la selva. No sólo una llegada sino más bien un regreso.
Lo hará también por agua al final del film. Con esa escena hipnótica y fascinante, en la que desembarcan los cantantes con sus trajes de puritanos y sus torres de attrezzo sobre las barcas que desafían la corriente del río. Mientras interpretan el aria más famosa de I puritani de Giovanni Bellini: «A te, o cara, amor talora amor mi guido furtivo e in pianto. Or mi guida a te d’accanto. Tra la gioia e l’esultar.» Sea como fuere, Herzog ha escrito un libro cautivador, aunque sea tan extraño como el conjunto de la empresa que relata. ¿De qué trata este libro? Esa es una buena pregunta, de hecho el propio Herzog se la hace y no somos nosotros quiénes para enmendar su perplejidad, una que podemos considerar autorizada en todas las acepciones de la palabra: «Estos textos no son un informe de rodaje -este apenas se menciona-, y son un diario solo en el sentido más amplio. Se trata de otra cosa: más bien paisajes interiores, nacidos del delirio de la selva. Pero tampoco de eso estoy seguro.»[2]Conquista de lo inútil, p. 3 Hasta el título de mi artículo está tomado un poco al azar, como la inscripción en una nota arrugada que, privada de otro contexto, parece significar a la vez todo y nada, como una especie de criptograma que ya no podemos descifrar: «Un papel suelto, sin fecha, entre hojas: La vida está mortalmente encendida o mortalmente apagada.»[3]Conquista de lo inútil, p. 90.
En esas condiciones todo comentario, toda exégesis o traducción, son el fruto de una decisión, de una tirada de dados de las que, a diferencia de lo que supusiera Mallarmé, cancelen el azar, igual que a partir del inicio de una partida todo lo demás aparece ya encadenado. Con la brutalidad característica del tiempo, cuando éste vale demasiado o está apretado en un cronograma: «El tiempo tira de mí como un elefante y los perros me desgarran el corazón.»[4]Conquista de lo inútil, p. 55 Por supuesto que uno puede encontrar aquí numerosos detalles sobre Claudia Cardinale, Francis Ford Coppola, Klaus Kinski, Mick Jagger, las borracheras o las orgías con sales de erythroxylum coca. Pero no es eso lo que vine a buscar en el libro ni es eso lo que me capturó, o sí, lo hizo pero de un modo estereofónico. Porque lo que sobre todo escuchaba es esta poesía salvaje, estos aforismos dictados por la fiebre, y el eco de una pasión metafísica capaz de devorar a todas las otras.
Volvamos a la nota de más arriba, olvidada entre otras cosas, y suponiendo que ese olvido es menos accidental que confirmatorio de su propio contenido. Es que ella nos pone bajo las huellas de aquello que el filósofo Vladimir Jankélévitch llamaría la aventura, o, para ser más exactos, y puesto que no es de psicología de lo que habla, lo aventuroso de la aventura. Porque hay una cadencia, y esta se parece bastante a una especie de latido largo, como en ese encender y apagar mencionados: «La implicación ética y el distanciamiento estético son los dos polos entre los cuales transcurren las aventuras. El hombre aventuroso es a la vez exterior al drama, como el actor, e interior a ese drama, como el agente incluido en el misterio de su propio destino. ¿Cómo se puede estar a la vez fuera y dentro? Espacialmente es imposible y lógicamente es impensable, es decir, contradictorio. Una puerta ha de estar abierta o cerrada, e incluso una puerta entreabierta ya está abierta; un hombre ha de estar dentro de la sala o fuera de ella. Pero también se puede estar en el umbral, pasar una y otra vez del interior al exterior: este milagro se produce misteriosamente todos los días. La vida está a la vez abierta y cerrada, es decir, está entornada.»[5]JANKÉLËVITCH, Vladimir: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Taurus, Madrid, 1989, p. 16 De eso trata tal vez el libro de Werner Herzog, de un diario desde el umbral.
Porque esa ambivalencia se sostiene durante todo el tiempo: la de hallarse, como dice el director, «en la estrofa de un poema ajeno» (p. 16), y la de sentirse implicado, destinado o empujado por completo: «Retroceder ahora por miedo a los propios sueños sería una vergüenza tan grande que incluso la palabra «pecado» es demasiado blanda para calificarlo.» (p. 125). Esta mención a algo más que un pecado, a lo imperdonable en suma, es importante, dado que el escenario impone una excelencia moral singular: «La selva es obscena. Todo es pecaminoso, por eso el pecado en cuanto tal no llama la atención. Las voces de la jungla están calladas, nada se mueve, una ira indolente e inmóvil descansa sobre todas las cosas.» (p. 132). El afuera nos reclama desde dentro, et voilà l’aventure! Esta es la metafísica del umbral, del paso o la frontera. La exposición estética y libérrima se ha convertido en una imposición necesaria.
El siguiente ejemplo, propuesto por Jankélévitch, lo resume de un modo perfecto: «Estoy más dentro que fuera, pero he empezado por meterme dentro libremente. Un hombre decide un buen día escalar el Himalaya. No tiene obligación alguna de hacer semejante esfuerzo. Está obligado a pagar los impuestos, hacer el servicio militar y ejercer un oficio, ya que todas esas cosas son «serias»; pero no a escalar el Everest, a eso nadie le obliga. Es decir, el principio de la aventura es un decreto autocrático de nuestra libertad y, en esa medida, como acto arbitrario y gratuito, de naturaleza un poco estética. Pero, de pronto, el hombre descomprometido se compromete a fondo. El aficionado, que ha abandonado voluntariamente a su familia y desatendido sus ocupaciones, se ve sorprendido por una tormenta de nieve en las pendientes del Everest. Sin duda, entonces se arrepiente de haber ido, pero es demasiado tarde para lamentarse y volver atrás; a partir de ese momento se juega el todo por el todo.»[6]La aventura, el aburrimiento, lo serio, p. 17 Lo estético es el exceso, lo inútil, lo infructuoso o improductivo. Pero una vez que estamos embarcados en ello, hay que conquistarlo, y eso supone una buena cantidad de gestos productivos y de solicitaciones éticas.
Pues bien, si algo queda claro en estos diarios es que la aventura no es desde luego la de Fitzcarraldo, a cuyo papel sirve del modo más operístico y axiomático, en el sentido antes expuesto por Herzog, Klaus Kinski, ese espectro de miserias y de genialidad que dio lo mejor de sí en sus duelos agonísticos con el cineasta alemán. Pero es que Kinski llega a la aventura por accidente, cuando la aventura ya está comenzada. Porque el verdadero loco de esta locura es el propio Herzog, sólo que él no puede permitirse ser nada más que grandilocuente. Tiene además que hacer esa grandilocuencia efectiva, y conseguirlo contra toda suerte de catástrofes naturales, lesiones, enfermedades y cruzadas despertadas en todo el mundo por su propia empresa. Porque lo que el director tiene en su cabeza está entre el documental de una performance, el land-art, y el drama fílmico propiamente dicho. Al que tal vez habría que añadir un video musical ampuloso y excesivo del grupo musical Popol Vuh, cuyo líder Florian Fricke, acompaña a Herzog desde sus inicios, con un pequeña intervención sobre un piano desvencijado en Signos de vida, su primera película, rodada catorce años antes que Fitzcarraldo.
Ahora veo que podría haber escrito de una manera por completo diferente este artículo.
Haber hablado de lo que significa convivir con un monstruo como Klaus Kinski, cuya muerte le propusieron con toda seriedad a Herzog dos caciques indígenas, ya bastante hartos de su vociferante egocentrismo maníaco. Pero habríamos errado con la clave de lectura. El libro de Werner Herzog no va de las dificultades de compartir el tiempo con tal o cual artista, sino de hacerlo con los propios sueños. Porque en ellos hay una selva abotagada por la fiebre y el delirio. Que es la de Mistah Kurtz o la de Lope de Aguirre, que no tiene memoria ni siquiera de sí misma, Hay un barco al que se le exige casi algo imposible, cuyo transporte por encima de una montaña hace menguar el protagonismo de cualquier otro personaje. Y hay crepúsculos terribles como este: «En algunos lugares caía la lluvia y surgían arcoíris dobles, el cielo llameaba en toda su extensión, y en las nubes se libraban batallas en las que los rayos caían a tierra como espadas. El borde de los cúmulos más lejanos ardía como un mineral colérico e hirviente, rodeado de elevadas montañas negras, sobre las que, a su vez, brillaban sangrientas montañas de nubes rojas. Tormentosas, resplandecientes, antediluvianas, unas señales luminosas brillaban sobre la selva, arrastrando consigo estelas de oscuridad y lluvia amarillo – anaranjada. Todo se transformaba en un éxtasis cada vez mayor, el horizonte se iluminaba con la locura pulsátil de la belleza. La noche inminente lo ha derruido todo. La última resistencia contra la oscuridad ha sido espantosa y sangrienta y escalofriante.» (pp. 281-282) Nos frotamos los ojos, la noche y el río muestran una majestuosa indiferencia hacia nosotros. Puede que ahora sepamos también qué significa que la vida esté mortalmente apagada.
Título: Conquista de lo inútil |
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Referencias
↑1 | HERZOG, Werner: Conquista de lo inútil. Blackie Books, Barcelona, 2018, p. 218 |
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↑2 | Conquista de lo inútil, p. 3 |
↑3 | Conquista de lo inútil, p. 90. |
↑4 | Conquista de lo inútil, p. 55 |
↑5 | JANKÉLËVITCH, Vladimir: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Taurus, Madrid, 1989, p. 16 |
↑6 | La aventura, el aburrimiento, lo serio, p. 17 |