Puede que los simples mortales no merezcamos protagonizar tragedias y que dicho privilegio tan sólo se les reserve a dioses, semidioses y héroes. Sin embargo —y arriesgándome a ser improcedente—, creo que sería injusto reducir La Perla a un drama social. Bien es cierto que sus personajes son presentados como hombres y mujeres, sin características sobrenaturales, ni superiores, y que cada uno de ellos es dueño de su destino, sabiéndose limitado e imperfecto. No obstante, como si de la antigua Grecia se tratase, el lector puede experimentar el fenómeno de la catarsis en sus apenas cien páginas. El efecto purificador y transformador es palpable, y nada tiene que envidiar al que se desencadena ante la venganza de Electra o las plegarias de Las Suplicantes.
Aún existen Kino, Juana y Coyotito. Pueden haber mudado sus ropas y, quizás, los suelos de sus hogares ya no son de tierra… o sí, si somos capaces de atravesar las fronteras del mundo occidental, que compra móviles de última generación y toma alimentos congelados, en el mejor de los casos. De cualquier modo, no resulta muy difícil reconocer en ellos y en los vecinos de La Paz ciertos aspectos del ser humano, que parecen inalterables y perpetuos, que no confieren ni la más mínima variación —por sutil que ésta sea—, ni en su fondo, ni en su forma.
Sin ir más lejos, el pueblo es descrito como un viejo retrato, con sus fachadas amarillas, sus gentes humildes y la cotidianidad del curso de los días. La playa, acercando y recogiendo las mismas olas, es el confín que marca la diferencia entre lo conocido y lo hipotético, el umbral que —de ser traspasado— puede llevar al caos. El aire incierto que magnificaba unas cosas y escamoteaba otras[1]STEINBECK, John. 1999. La Perla. Madrid: Unidad Editorial, p. 24 confunde a sus habitantes con la vaguedad de un sueño y el peligro de la imaginación. ¿Cómo abandonarse a la locura de aquello que nunca se ha explorado? Todo el mundo habla, cuenta y comparte historias más allá de los límites, pero lo real y seguro son las canoas que, de generación en generación, han mantenido a las familias con la pesca, las ostras y las perlas que el fondo del mar regala a los intrépidos. La mayoría no conoce otros pueblos y la capital es un vocablo utilizado para referirse a un lugar indeterminado, tan lejano como la posibilidad de cambiar de estatus social. El anclaje y el adoctrinamiento son tan severos que llegan a suscitar una sumisión sólida y automática, más que la opresión de un yugo.
El escorpión que ataca a Coyotito —la criatura— no sólo inyecta un veneno mortal, sino que altera el orden y la tranquilidad de la aldea. Es entonces cuando la pobreza golpea más brutalmente, es en ese instante cuando toman conciencia de la impotencia, de la desesperanza y de la incapacidad, del hecho de pertenecer a un rango inferior. La muerte toma forma, ya no es un final que llegará, sino un fantasma que acecha y aceza. El médico tiene la cura y el dinero es la única divisa aceptada.
La perla emerge como un milagro, deslumbrante y magnánima, pues «las perlas eran accidentes, y hallar una era una suerte, una palmada en el hombro dada por Dios, o por los dioses, o por todos ellos»[2]Ibíd., p. 27, un brillante convertido en remedio y salvación. Y no surgiría la desazón si ello no comportara más complicaciones; si —después de satisfecha la necesidad— Kino y sus paisanos se conformaran con la placidez de su rutina. Pero ella arrastra la ambición insaciable y la eterna insatisfacción que parecen constituir la idiosincrasia del ser humano. De nuevo, el escorpión volverá a clavar su aguijón y nacerán las envidias, los ponzoñosos deseos, las especulaciones acerca de cómo el joven matrimonio mudará de jerarquía. El cura, los tenderos, el galeno, los mendigos, los compradores de perlas… toda clase de gente interesada, «gente con cosas que vender y gente con favores que pedir»[3]Ibíd., p. 33, que no tendrán escrúpulos a la hora de mercadear e intentar arrebatar el bien tan preciado. El mismo Kino que, en principio, suplica ayuda para su hijo, ahora se arroja a la pretensión de poseer un rifle, de casarse y engalanar a su esposa, de que Coyotito asista a la escuela.
Steinbeck subraya, en varias ocasiones, las aspiraciones de nuestro protagonista, tan primarias como las que perseguimos en la actualidad, por más que tratemos de camuflarlas con las apariencias. La religión y el beneplácito de Dios han estado presentes en todas las épocas; el miedo a desafiar la ira del Ser Supremo sigue siendo la rienda que modera y apoca. Tampoco la ilusión de poder se ha desvanecido y ha dado paso a la integridad y/o a la consolidación de algunos valores; de lo contrario, la fuerza bruta y la violencia —física o psicológica— continúan asentándose como medios de control y supremacía. Por último, Kino cuenta con la certeza de que la sabiduría —salvaguardada en los libros— es la llave hacia la libertad y su hijo ha de tener acceso a ella, porque «él sabrá y por él sabremos nosotros»[4]Ibíd., p. 35.
El mal de la perla es sólo la alegoría que utilizó Steinbeck en 1947 para reflejar la tragedia de las tragedias: el ser humano engullido por sí mismo. Ni siquiera ante la sensatez de Juana, que quiere devolver el brote de la desgracia al lugar del que procede y lanzar la perla al agua salada, hay una reacción de escucha y reflexión.
«Y la perla era fea; era gris, como una excrecencia maligna»[5]Ibíd., p. 95, pero esa cualidad subjetiva se revela al final, cuando ya es tarde para variar lo irremediable.
Título: El árbol |
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