*Este texto surgió de una propuesta que me hizo eldiario.es para contar mi caso en primera persona. Finalmente no se publicó porque incluyeron el testimonio en un par de reportajes más amplios que dejo enlazados aquí y aquí.
Tengo claro que mi agresión es una de tantas y me da reparo cualquier protagonismo, pero he decidido compartir el caso por la relevancia de la sentencia y las estrategias que a mí me ayudaron, sin saberlo, de cara a ganar el juicio.
En verano de 2022 sufrí una agresión sexual, una de esas que tenemos tan normalizadas que hasta parece demasiado fuerte llamarla así. Un vecino de mi barrio me tocó un pecho sin mi consentimiento. Yo lo denuncié y gané: la condena por abuso sexual ya es firme.
El tipo en cuestión es un jubilado bajito, de ojos claros y voz tranquila. No sabía ni su nombre, pero lo conocía de cruzarme cuatro palabras con él sobre el tiempo cuando nos encontrábamos con nuestros perros. Era verano ese día que nos encontramos, casi las doce de la mañana. Yo llevaba un pantalón sobre la rodilla y una camiseta de manga corta de publicidad, la típica ropa cómoda que te pones sin mayor pretensión que dar una vuelta por el parque con tu perra. Con la excusa de que tengo algunos tatuajes en brazos y piernas, me preguntó por los dibujos.
Fue cuestión de segundos: me agarró la muñeca para mirarlos, subió su mano por mi brazo hasta el hombro y, rápidamente, me apretó un pecho hasta en tres ocasiones. Mi reacción fue dar un paso atrás y gritarle: «Pero ¡¿qué haces?!». Él contestó con una sonrisa burlona, levantando las cejas. Me sentí totalmente bloqueada. ¿Cómo se atrevía a hacer algo así, si nos conocíamos del barrio, si nos caíamos bien? En cualquier otra ocasión, cuando algún tío se había pasado de la raya en algún bar o concierto, yo había sido capaz de darle un empujón, gritarle, plantar cara. Pero esta vez no. No podía golpear a un vecino que siempre había sido amable conmigo. No podía darle un empujón a un hombre tan mayor. Mi cerebro no era capaz de procesar que alguien «cercano» me hubiera hecho eso.
Mi cerebro no era capaz de procesar que alguien «cercano» me hubiera hecho eso.
Solo fui capaz de mirarlo fijamente a los ojos, llena de rabia y decepción. Recordé aquellos talleres de autodefensa feminista en los que hablamos del lenguaje corporal, de lo hartas que estábamos de que nos saliera una sonrisa nerviosa o una actitud cabizbaja cuando alguien se pasaba con nosotras. El gesto del agresor pasó a la sorpresa, claro; puso los ojos en blanco y musitó una disculpa hueca con ese gesto de «chica, hay que ver cómo te pones». Le espeté el «adiós» más rotundo y tajante que pude pronunciar y me marché.
Inmediatamente, les mandé una nota de audio de WhatsApp a Susanna y a María. «Tías, me acaba de pasar una cosa… que estoy todavía alucinando». Intercambiamos algunos mensajes de indignación, de enfado por este tipo de situaciones demasiado familiares para todas. No hay mujer con quien hables que no haya sufrido como mínimo algún tocamiento o comentario desagradable solo porque hay hombres que se sienten con el derecho de hacer o decirnos ciertas cosas.
Y, justo porque todas hemos vivido situaciones parecidas antes, no se nos pasó por la cabeza que estos hechos fueran denunciables. Tuvo que ser mi amigo Juan quien me lo sugiriese cuando se lo conté. Mi primera respuesta fue que no. ¿Cómo iban a recogerme la denuncia si no tenía testigos? Era mi palabra contra la de aquel tipo. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. ¿Se puede poner una denuncia a alguien sin saber su nombre? Solo podía intuir en qué calle vivía… Pero me terminé animando, aunque simplemente fuera para que constase en las estadísticas.
… porque todas hemos vivido situaciones parecidas antes, ni a mis amigas ni a mí se nos pasó por la cabeza que estos hechos fueran denunciables.
Me presenté sin muchas esperanzas en la comisaría, pero salí de allí extremadamente aliviada. Tuvo mucho que ver el trato que recibí del agente de policía de la Unidad de Familia y Mujer, que ―para mi sorpresa― fue excelente: me hizo muchas preguntas de forma cuidadosa, sin poner en duda en ningún momento mi relato, me dedicó todo el tiempo que hizo falta para no dejarnos ningún detalle y me transmitió que había hecho bien en dar el paso para que esto no les sucediera a más mujeres. Al día siguiente, me llamaron para hacer un reconocimiento fotográfico y la cara del hombre estaba entre los retratos que me enseñaron. A la media hora, la Policía ya lo había llevado a comisaría para informarle de la denuncia mientras yo esperaba a mi abogada.
Desde entonces, dejé de pasear a las horas en las que me lo solía encontrar y también dejé de ir al parque. La agresión había sido leve, pero me resultaba muy desagradable e inquietante la idea de volver a cruzármelo por la calle. Él, sin embargo, no tenía reparo alguno en sacar a su perro en el jardín que hay junto a mi casa. En varias ocasiones me lo encontré al salir de mi portal.
El juicio tardó prácticamente un año en celebrarse y, por supuesto, él lo negó todo. Incluso su abogado llegó a poner en duda mi relato porque la actitud esperable de una agredida ―según él― es gritar y llamar a la policía inmediatamente. Se lo jugaron todo a un «tu palabra contra la mía» que podría haberles salido bien, pero no fue así.
Los magistrados señalaron que mi relato en comisaría y sede judicial, aparte de ser verosímil y siempre coherente, había quedado suficientemente acreditado por las pruebas y argumentaciones que presentó mi abogada. Dieron credibilidad a aquellos audios de WhatsApp que envié a mis amigas, destacaron que interpuse la denuncia apenas seis horas después de los hechos y se apoyaron en los testimonios de Susanna, María y Juan en el juicio. Mis amigos no habían visto la agresión, pero pudieron constatar que aquel día me encontraron muy nerviosa y que había cambiado mis rutinas diarias desde entonces.
Es decir, aunque no hubiera testigos presenciales, la sentencia dio valor a otras cosas que hice y que haría cualquier víctima después de una agresión: contarlo a mi círculo de confianza, acudir a la Policía cuando fui capaz de asimilar lo que me había pasado y pedir a mis amigas que me acompañasen los días posteriores a la agresión por si volvía a encontrarme con él.
… aunque no hubiera testigos presenciales, la sentencia dio valor a otras cosas que hice y que haría cualquier víctima después de una agresión.
Mi agresor fue condenado a inhabilitación para cualquier tipo de actividad con menores, el pago de una multa al Estado y una indemnización, además de una orden de alejamiento que, sin duda, me supuso un gran alivio.
La historia debería acabar aquí, con un párrafo final en el que explicaría que ahora soy yo quien pasea por donde quiere a la hora que quiere y es él quien ha tenido que cambiar sus rutinas. Un párrafo de reconocimiento al apoyo de mis amigas, a la conciencia que ha generado en mí el movimiento feminista a lo largo de estos años, a la importancia de que el cuerpo de Policía esté concienciado en cuestiones de género para que las víctimas no pasemos un mal trago.
En ese párrafo, también explicaría que denunciar también tiene mucho de privilegio porque, sin el apoyo de tu gente y cierto respaldo económico, lo normal es que te entren dudas y no tengas ganas de llegar hasta el final. Hay que contar y revivir el episodio muchas veces, ¿quién va a tener ganas de algo así?
Además, podría hablar de cómo podemos apoyar a alguna amiga si le pasa lo mismo, explicaría por qué es mejor no andar preguntando detalles sobre el agresor, su psicología y sus motivaciones (como me sucedió con una persona muy cercana y que me dejó bastante tocada). Recomendaría abordar el apoyo desde un «¿cómo estás?», «¿qué puedo hacer por ti?», «¿quieres que te acompañe a pasear a la perra alguna mañana?». Gracias a quienes habéis estado ahí por enseñarme lo que a una le sienta bien.
… es mejor no preguntar detalles sobre el agresor, su psicología y sus motivaciones [sino] abordar el apoyo desde un «¿cómo estás?», «¿qué puedo hacer por ti?», «¿quieres que te acompañe a pasear a la perra alguna mañana?».
En definitiva, me encantaría cerrar este texto diciendo que, desde que la sentencia fue firme a finales de julio, me sentí más libre y que el miedo y la vergüenza han cambiado un poquito de bando. Sin embargo, la historia no terminó aquí.
Por desgracia, he tenido que interponer otra denuncia por incumplimiento de la orden de alejamiento. Apenas unas semanas después de la sentencia firme, el agresor volvió a pasear a su perro por mi calle… hasta el extremo de encontrármelo varios días seguidos a la misma hora junto a mi casa, la última vez parado, fumando en mi portal, sin inmutarse al verme, ni siquiera cuando lo grabé con el móvil para tener una prueba.
Esta vez sí tuve miedo. Me sentí agarrotada, arrollada por la sensación de impunidad del tipo. Tuve miedo y me faltó suerte en comisaría. «A ver, ¿qué quieres? Vivís en el mismo barrio. ¡Claro que os vais a encontrar! Mientras no te llame al timbre…». El cuestionamiento del agente de policía me cayó como una losa. ¿Cómo era capaz de ningunear una orden de alejamiento? Entonces, ¿cómo iba a llamar a la Policía si el agresor volvía a aparecer en el portal?
he tenido que interponer otra denuncia por incumplimiento de la orden de alejamiento (…) [aunque] el cuestionamiento del agente de policía me cayó como una losa.
Me costó mucho mantener la compostura, pero de nuevo hizo acto de aparición el privilegio: el de la seguridad que me dio todo el apoyo del anterior proceso. Lo único que necesitaba de ese agente es que redactase los hechos que venía a denunciar y que lo hiciera de forma clara y precisa. No era él quien tenía que juzgar ni opinar en esta causa, aunque ya lo estuviera haciendo. (*Recordad que podéis revisar y corregir cuantos borradores de denuncia hagan falta, no dejéis que el poli de turno condicione una herramienta que es nuestra).
Dentro de unos días, mi agresor tendrá que declarar por esta nueva denuncia. Es verdad que desde entonces no he vuelto a verlo y mi miedo se ha diluido, aunque siempre que salgo a la calle lo busco con la mirada en mi barrio, inevitablemente. Al menos, ahora es su señora esposa quien pasea al perro… aunque, eso sí, lo hace junto a mi portal, al lado mismo de mi edificio. Quizás él ya no pueda venir a intimidarme, pero ella viene a recordarme que, de algún modo, la agresión sigue estando presente en mi día a día.