Ari Folman es el director que hace unos años realizó un mural preciso y molesto para el poder sobre la relación de Israel con los territorios ocupados, y con los palestinos, en la soberbia “Vals con Bashir”, y en su última película, con mucho más artificio, con mayor complejidad y dificultad en lo que se trata de contar, y que se anuncia como fábula futurista, nos ofrece lo que no deja de ser una pesadilla presente, con el inestimable aliciente de una ruptura argumental completa a media película que, descoloca, y al mismo tiempo, produce un magnetismo hacia las imágenes y la deriva del relato que lo eleva sobre la medianía del cine en cartelera, con la salvaguarda de que esa ruptura no es más que apariencia, porque primera y segunda parte están íntimamente ligadas.
Que la excusa argumental del relato se haya tomado de una obra de Stanislaw Lem apunta ya la dificultad de la propuesta, la dificultad inherente al escritor se suma a la derivada de poder realizar una película apta para todos los públicos y para aquel tipo de espectador acostumbrado a cine mascado y predigerido, de ahí, quizás, las dudas del distribuidor español a la hora de estrenar esta película, que sucesivamente se ha ido postergando y que, parece, ahora si va a ser estrenada en las próximas semanas, “solamente” un año después de que el mundo civilizado la haya podido ver. Lem (Solaris, Ciberiada….) en su relato “The futurological congress” presenta un escenario de inminente revuelta social en el que un grupo internacional de científicos debate sobre las soluciones para encontrar una salida al más que probable estallido ciudadano, decidiendo el suministro a toda la humanidad de sustancias como el altruismol, la benefactorina o el felicitol para sumirla en un estado de catatonia colectivo donde todo el mundo será inducidamente feliz.
Sin embargo Folman va un poco más allá, a esa situación a la que dedica la segunda parte de la película, fundamentalmente la que está pensada y realizada en dibujos animados que deambulan del Tex Avery más loco, al cine checo de animación reconocible, al anime y a todos los géneros y estéticas de la bande dessinée recordables, pasando por todos los iconos imaginables de la representación artística, política, religiosa, social de la historia de la humanidad, le precede un preámbulo perfecto y alejado del desarrollo posterior pero con una clara intención, la falta de perspectiva vital de un personaje juega como demiurgo de toda la humanidad, la falta de futuro artístico de Robin Wright haciendo de si misma puede trasponerse al de toda la ciudadanía en cada uno de sus respectivos ámbitos.
Nuevamente, y son bastantes las películas recientes que, de una u otra manera, hablan del tema desde diferentes perspectivas, el fin del cine como lo conocemos reina en el ambiente. Robin Wright, apurada económicamente, no recibe ofertas para rodar, sus espantadas antes de los rodajes, sus malas elecciones, su inestabilidad emocional, la hacen , a los ojos de la productora “Miramount” un valor en total declive, de ahí que reciba la oferta de su vida y última, dejarse “escanear”, permanecer joven y bella para siempre, como la protagonista de “La princesa prometida”, sin necesidad de actuar, vender su rostro, su cuerpo, sus emociones, para que el estudio ruede las películas que quiera sin necesidad de contar con la actriz real sino con una imagen digital imperecedera e inmortal. La mano de obra material ha devenido sustituible y prescindible, lo que prevalece es la imagen y no la persona, el espectador no quiere ver envejecer en pantalla, como el empresario no quiere plantillas envejecidas y resabiadas en sus empresas, sino mano de obra dócil, dúctil, “proactiva”, estajanovistas del tornillo o de la imagen, todo es asimilable en un mundo en ruina como el presente, que es el de la propia película.
Vender el alma al diablo, como El maestro y Margarita, como Fausto, como tantos otros. Aquí el diablo es el productor, el jefe del estudio, el que desprecia, en definitiva, tanto a la actriz como al agente (un conmovedor Harvey Keitel enamorado de su protegida), desprecia a los directores, que han pasado a ser sustituidos por programadores informáticos y ahora se dedican al clonaje informático de los actores intentando que hagan lo mejor posible su última actuación, aquélla en la que el sistema copia las reacciones emocionales y físicas de los que firman el contrato de por vida, que tiene que ser la mejor, pero al mismo tiempo la última representación del actor, a quien desde ese momento se le prohíbe, por contrato, cualquier aparición pública. Muerte en vida, en suma, incomunicación forzada y nexo de conexión con el relato de Lem, el retrato individual de la actriz, tras unos minutos en que el espectador se ve confundido ante el cambio de registro e historia, se transforma en relato social, el de una humanidad que avanza, impávida, sumisa, inconsciente, hacia su destrucción de la mano de un grupo de oligarcas ajenos al sufrimiento, empujada al consumo compulsivo para alcanzar la felicidad, la humanidad, imposibilitada de alcanzar el volumen de satisfacción necesario, también se ha vuelto, como los actores, prescindible, y por lo tanto, impredecible en su comportamiento.
En ese entorno, y salvo contadas excepciones de gente con principios que prefiere una vida real, alternativa o naturalista según opciones, la absoluta mayoría de la humanidad acepta ser drogada para siempre, olvidar su pasado y su futuro y dedicarse a vivir la vida soñada como el personaje de realidad o ficción que siempre se ha querido ser, esto nos lleva al mundo animado del que no se puede regresar salvo que se cuente con un antídoto que te haga recomponer tu psique y regresar a tu estado real. Robin ingresa en ese mundo alternativo, ficticio, del que no puede escapar una vez tomada la dosis, ingresando en lo que no deja de ser un guetto, de lujo, pero un guetto. Dos elementos ayudarán a Robin a no desconectar del mundo real y poder regresar al mismo, la pasión que siente por Aaron, su hijo enfermo y que no quiso tomar la droga de la felicidad, y Dylan Tuliner, un personaje animado (voz de Joe Hamm, nuestro Don Draper de Mad Men) que ha estado durante años gestionando el escaneado de Robin y se ha enamorado de ella, quien conserva un antídoto que entrega para que ella vuelva al mundo real y busque a su hijo. La vuelta al mundo real de Robin nos demuestra que en ese estado de ideal felicidad inducida al que no se deja arrastrar, ha supuesto el paso de una veintena de años y el estado de alegría interna que disfrutan los habitantes es absolutamente producido por las drogas, porque la realidad a la que se enfrenta Robin es el de un mundo de pordioseros, gente sucia y desastrada que vaga por el mundo inferior como una plaga de zombies (al estilo de Hijo de los hombres de Cuarón), mientras los poderosos, uniformados, una selecta grey de afortunados bon vivants, habita en un mundo superior, encarnado en este caso por un zeppelín conectado a la tierra por una cometa, un diseño de los que Aaron hacía cuando era un crío y su enfermedad sensorial se estaba desarrollando progresiva e implacablemente. Robin sólo podrá conseguir encontrar a su hijo mediante un nuevo sacrificio, en este caso volverá a tomar la droga que le entrega el doctor encarnado por Paul Giamatti y regresará al submundo, ahora con un objetivo, encontrar a Aaron, y para ello sólo podrá encontrarlo si se reencarna en el propio Aaron y cumple los sueños de su hijo, hacer volar diseños de los hermanos Wright, aeroplanos voladores y maquetas del pasado hechas realidad. Todo existe en nuestra mente, todo lo que pase una vez consumida la droga pasa porque nuestra mente lo quiere, y si en ese mundo quieres ser infeliz también lo conseguirás, sólo hay que proponérselo, la diferencia es que, siendo infeliz o antisistema dentro de ese mundo paralelo, el poder no sufre ni se resiente porque nadie puede regresar, si hay revueltas son revueltas en la mente de Robin pero que en el fondo no se están produciendo, se está idealizando así a un grupo de resistentes o a grupos de vida alternativa, pero eso puede pasar fuera de la masa y del campo cerrado en el que se encuentra la mayoría de la población, que permanece anestesiada, son proyecciones mentales individuales sin reflejo en la masa, lo ideal para cualquier poder.
The congress es una fábula nada complaciente con nuestra forma presente de vida, alienados e insatisfechos, nuestro último objetivo vital es el de hacer cosas, cuantas más mejor y devorar etapas sin reflexionar y sin pensar en lo vivido, en lo que haya que mejorar o en lo que haya que mantener. Convertirnos en masa sumisa fácilmente pastoreable por una minoría que, mediante capitalismos populares, avances tecnológicos, desmotivación personal y ciudadana, consiga el absoluto individualismo para el fácil sojuzgamiento. Enfrentarse así al poder resulta heroico y suicida, nadie quiere asumir la propia responsabilidad en lo que le sucede y es más fácil achacar las propias insatisfacciones y pérdidas a otros, cuanto más poderosos parezcan mejor, y si de paso cualquier “droga” adormece los sentidos y ayuda a pasar el día a día mucho mejor, sea esto una semana de procesiones, una sucesión de partidos del siglo o el último modelo de iphone, en definitiva, parafraseando la película “consumid, consumid, malditos”, quien no compre y piense será expulsado del sistema, te quedará la guerrilla o el campamento naturista, ¿alguien se apunta?
‘Vals con Bashir’ es una obra maestra. Ojalá con ´The Congress’ me siga sorprendiendo.