«Amigo, hermano, ¿me ayudarás?» Éstas son las palabras que persiguen a Florencio Martínez Aguinagalde desde 1997. Le persiguen ahora y, tal y como él mismo teme, probablemente le acompañarán hasta el momento final, cuando repase su vida antes de morir. Son cuatro palabras que siempre van a rondarle… a causa de otras ochenta y tres que él escribió y que supusieron un antes y un después en su vida.
Florencio Martínez es un profesor universitario nacido en Palencia, criado en Barcelona y de alma bilbaína. Su tendencia progresista, su retranca y su forma de ver la vida, mitad pesimista, mitad soñadora, hicieron que a mediados de los años 90 se sintiese profundamente conmovido por una historia que impactó a España: la de Ramón Sampedro.
Ramón Sampedro, el marino gallego que un día no calculó la resaca del mar y quedó tretrapléjico tras tirarse al agua en la playa de As Furnas. Al cabo de un mes de estar paralizado ya sabía que no quería seguir viviendo. Pasó los siguientes años luchando por que se le concediese el derecho a la eutanasia. Ramón, el hombre que pasó veinticinco años amando la vida y treinta anhelando la muerte.
Puede que no sea voluntad personal el hecho de nacer, pero sí parece evidente que no hay razón alguna que pueda negarle al raciocinio la facultad para decidir cuándo, cómo y por qué morir.
Florencio supo de la reivindicación de Ramón por los medios de comunicación, que se ocuparon ampliamente de su caso durante un tiempo. Se sintió indignado y comprometido con su legítima petición. No había derecho a que el Estado obligase a vivir a un hombre en plena capacidad de sus facultades mentales. Era una tiranía que tenía mucho que ver con la religión y muy poco con la ética. No podía soportarlo (o al menos, eso creía)… y se puso en contacto con él.
Empezaron una relación epistolar en la que Florencio le ofreció su ayuda y su amistad. Una relación desigual desde el primer momento: Florencio le escribía desde la comodidad de su teclado de ordenador, Ramón (y de ello queda constancia en las fotocopias presentadas en el libro de sus cartas originales), desde el esfuerzo tiránico de plantar cada letra en el papel por medio de un bolígrafo sujeto a un pincel sujeto a su boca. Florencio le hablaba de una vida, la suya, en la que la movilidad y la autonomía se daban por supuestas, y permitían tener hijos, dar clase en la Universidad, el simple gesto de ponerse un cigarrillo rubio en la boca. Ramón, de la nostalgia de una vida pasada en la que la constante era el movimiento (se había enrolado en la Marina mercante siendo muy joven para ver el mundo)… pero una nostalgia en la que no quería ni podía permitirse el lujo de perderse, porque su cometido era otro y debía poner todo su empeño en lograrlo.
Mis pasiones: entre otras, la mar; ésta siempre ha ejercido sobre mis sentidos una fascinación inexplicable. Desde que tomé conciencia del yo en relación con el entorno, cada vez que de chaval me acercaba con mi padre a curiosear por entre las rocas de la costa mientras él se dedicaba a pescar (principalmente pulpos) los días festivos, era como si todo cuanto veía me quisiera revelar un ancestral secreto. ¡No hay música más grandiosa e impresionante que navegar en medio de un temporal! ¡Según el barco que llevemos, claro! De aquella etapa de niño recuerdo que tenía una gran curiosidad por saber qué había más allá del horizonte, tanto del mar como de los montes que rodeaban mi paisaje natal en la punta de esta península que se llama “Del Barbanza” situada entre las rías de Noya y Arosa. Aquel deseo infantil nunca satisfecho creo que fue lo que me llevó a buscar el modo de navegar en la mercante cuando terminé la mili. Y tal vez por esa conformación psicológica infantil sienta hoy esa gran pasión por conocer el misterio que se esconde detrás del horizonte de la vida, de la muerte, del ser humano, incluyéndome.
Las cartas entre estos dos hombres son (o podrían ser) una oda a la amistad humana, esa amistad que puede fraguarse en un momento entre personas que apenas se conocen pero tienen un sentimiento y un componente ideológico común.
Ramón habla con Florencio desde la alegría pero con cautela. ¿Ha pensado él en las consecuencias que podrían derivarse de su ofrecimiento? La eutanasia era (y es) ilegal en España. A quien la practicase podrían condenarlo a varios años de cárcel, sin olvidar el escarnio social al que sería expuesto. ¿Tiene Florencio una familia a la que esta decisión pudiese afectar? ¿Está él mismo preparado para lo que se le vendría encima?
Y Florencio le contestó que sí, que tenía familia, pero que sí, que estaba preparado para lo que viniese después de ayudarlo, porque para él la Justicia estaba por encima de cualquier otra consideración.
Y así, con la determinación de uno y el compromiso del otro… llegó el momento decisivo. Tras veintinueve años de tortura, Ramón consiguió la conjugación de elementos que iban a permitirle cumplir su único deseo: salir de una vida que él consideraba indigna. Ni siquiera iba a hacer falta, en principio, que Florencio le prestase ayuda directa, ya que ya disponía de una persona que estaba dispuesta a suministrarle su último hilo de existencia. Pero, si esta persona fallase por alguna razón en el último momento… ahí entraría el profesor universitario barcelonés de alma bilbaína. Ése sería su papel si las cosas se pusieran difíciles a última hora: ser el Ángel de la Muerte sustituto. En ese punto llamó Ramón a Florencio, para pedirle con cuatro palabras el anhelo que sólo su amistad podía brindarle: «Amigo, hermano, ¿me ayudarás?».
Y del titubeo que tuvo vía telefónica Florencio, que derivó en una carta, surgieron las ochenta y tres palabras que supusieron el antes y el después en su vida. La cobardía que tiene que confesar.
Confieso mi cobardía es un libro crudo en el que un hombre se desnuda para mostrar la parte más vergonzosa de su ser. Porque si algo nos define como seres humanos son nuestras creencias más profundas, nuestras intenciones solidarias, nuestro compromiso con el dolor ajeno. Pero todo eso no puede (o no debería quedar) como un mero pensamiento, como un sentimiento interno que nos hace sentir que somos buenas personas… porque a veces se plantea el momento de dar forma a ese sentimiento… y ahí es donde nos la jugamos. Florencio no se la jugó… y aquí está el testimonio de su flaqueza en el instante decisivo.
Ramón Sampedro murió el 12 de enero de 1998, gracias a una mano amiga que no fue la de Florencio Martínez, sino la de Ramona Maneiro, Moncha, una mujer enamorada cuya valentía supuso el verdadero compromiso con su causa que él necesitaba. De su boca salieron las palabras que mejor pueden terminar el relato turbio de una cobardía… pero cuya confesión supone un paso adelante hacia la ruptura de las barreras mentales y sociales que nos impiden hacer lo que realmente queremos (y sabemos que debemos) hacer:
Yo siempre he soñado con Ramón en la cama, en silla de ruedas, o llevándole en brazos. Sin embargo, la noche siguiente a su muerte le soñé caminando, con brazos y piernas. ¿No es curioso? No sé dónde está Ramón. Lo que sí sé es que ahora mismo está muerto… de risa.
Título: Confieso mi cobardía |
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[…] la editorial Elea y tenía un proyecto que consideraba interesante para nosotros. Se trataba de Confieso mi cobardía (Alegato íntimo a favor de Ramón Sampedro), un relato de no ficción en el que rescataba su […]