“Yo le admiraba, le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dispensó a David Wark Griffith. Ninguna ciudad, ninguna profesión ni forma de arte le deben tanto a un solo hombre” Orson Welles
Incluso los más cinéfilos, los que no parecen verse afectados por los tabúes entorno al cine silente, no parecen muy aficionados al cine realizado antes de la década de los 20 y aún menos todavía citan entre sus directores favoritos a David Wark Griffith.
Se suele preferir con mucho a F. W Murnau, y resulta no sólo comprensible sino incluso preferible si a Griffith se le ha de citar sólo como pionero, lo que en no pocas veces no es rigurosamente cierto sino que no hace justicia a las verdaderas virtudes del director. (Decía Mark Cousin en “The story of a film” que la verdadera innovación de Griffith era el movimiento de las hojas de los árboles).
Uno siempre incluiría a David W.Griffith entre los diez más grandes de la historia, y es una preferencia problemática, pues no sólo su magisterio no es tan evidente como el de un Murnau, no sólo su magia es proferida en voz baja o al menos con unos recursos menos destellantes que los de la generación expresionista que iba a llegar, sino que además la figura de Griffith se ve envuelta en un lodazal ideológico de muy difícil salida.
Rueda más de 450 cortos no exentos de interés y de novedades, pero los mayores estímulos yo los encuentro en sus largometrajes.
Si bien es un lugar comúnmente aceptado que ideología y arte no tienen por qué ir unidos, que una obra rechazable en lo ideológico puede ser admirable en lo artístico. Si bien de estos valores se han beneficiado figuras como, la para mí sobrevaloradísima, Leni Riefenstahl, volver a una película como “El nacimiento de una nación” no deja de ser una experiencia profundamente contradictoria. Si en 50 años de revisiones y revisitaciones al alza aquel proverbial racismo de un John Ford ha quedado pulverizado, el de Griffith resulta imposible de borrar. No importa que se considere el contexto de un Griffith hijo de un sudista, que se considere su vocación didáctica pretendiendo narrar el convulso Sur de postguerra. Ni cien mil supuestas verdades pueden ocultar la incitación al odio de una película que causó muchos disturbios y algún muerto, y no precisamente a manos de personas que hubiesen podido entenderla mal. Su maniqueísmo sigue siendo imposible de perturbar desde nuevos focos.
Hace aproximádamente dos meses se cumplía el centenario de su estreno en todo el país, salvando una premiere un mes antes, un 8 de febrero. Y lo cierto es que no deja de ser tampoco una película no sólo abundantemente estudiada, sino que conserva un poder narrativo cien años después que tampoco ha podido ser perturbado (celebramos el primer centenario del primer largometraje consensuado como clásico).
Uno ve en “El nacimiento de una nación” todo el cine clásico que vendrá, pero eso no ha de confundirse con la enumeración de qué ingenios “inventó” Griffith, sino con la capacidad de la película marcando el sendero que toda una historia del cine iba a comenzar a seguir. Porque influyó a John Ford, la saqueó “Lo que el viento se llevó” (ese baile inicial, los carpetbaggers, el victimismo sudista, el Ku Klux Klan, que no citan tan abiertamente en la peli de Selznick pero qué es si no esa reunión política a la que han acudido los caballeros por la noche mientras las señoras leen David Copperfield). Es que influyó a los rusos, a Eisenstein, a Welles y a todo bicho viviente que se sintiera consecutivamente influido por todos los citados.
Cien años después conviven en nosotros ambos sentimientos. Que no es ninguna inocentada que saliera gratis a la sociedad en la que se hizo, y que es innegablemente una obra maestra del cine en el sentido más literal de la expresión.
Pero paradójicamente quizás ni si quiera sea la mejor película de Griffith. Justo después hizo “Intolerancia”, donde multiplicó sus audacias hasta el infinito e inició su incansable carrera de autojustificación por la película del Klan.
Hizo “Lirios rotos” y se ha utilizado muchas veces como argumento exculpatorio el papel positivo de un chico chino. Hizo “Corazones del mundo”, donde destaca, como en casi todas sus películas un escrupuloso y curiosísimo didactismo histórico, cómo se nos muestra aquí los momentos previos a la entrada de EEUU en la Primera Guerra Mundial. Se nos olvidaba mencionar a ese respecto la magistral escena del asesinato de Abraham Lincoln en “El nacimiento de una nación”.
Y consagró a Lillian Gish como primera gran actriz de la historia del cine, en obras como “True heart Susie”, aunque la popular en aquella América fuera Mary Pickford y aunque la Gish hiciese siempre el mismo papel esquemático e inocentón que ella tanto detestaba, con Griffith los directores aprenden a saber mirar a los ojos de sus intérpretes.
Funda United Artists con Chaplin, Doug Fairbanks y la propia Mary Pickford, una de las productoras más libres que han existido, hasta que Cimino del que hablábamos recientemente se la cargó con “La puerta del cielo”
Con “Las dos huerfanitas” y sobre todo con “Las dos tormentas”, quizás su mejor película, todas llenas de recursos y tanto asombro como sencillez pasmante, llega a la que todo el mundo ha supuesto su etapa de decadencia.
Se empareja con Carol Dempster, bailarina en «Intolerancia», fabulosa presencia de la segunda etapa de su cine que para mí tiene poco que envidiar a Lillian Gish (o al menos es un cambio positivo para una carrera que cambia pero no se detiene) y hacen juntos otra muestra de didactismo histórico menos lograda como “America”, a la que sigue tras un viaje por Europa donde es tentado por el mismísimo Mussolini “Isn’t life wonderful”, un retrato de la Alemania de entreguerras que presagia el nazismo y es una de sus obras maestras absolutas o “Sally la hija del circo” con el famoso cómico W.C Fields.
Su última película muda es “Lady of the pavements”, donde yo sigo sin encontrar síntomas de agotamiento, hasta llegar a un epílogo sonoro, habitualmente denostadísimo también que incluye “Abraham Lincoln”, una película curiosísima y brillante, muy Raoul Walsh diría, que dista mucho de ser la hagiografía que muchos suponen sin haberla visto, y “The struggle”, una obra audaz y adelantadísima a su tiempo, como todas las que hizo, tan comprometida con la realidad de la Depresión como pueda estarlo “Y el mundo marcha” de Vidor y de idéntica categoría artística. Tan comprometida como estuvo siempre Griffith, acertada y equivocadamente con su arte y su tiempo.
Muere en 1948, tras un largo, penoso y cruel olvido a manos de Hollywood de quien fue su verdadero padre. Un parricidio en toda regla.