En la literatura de ficción suele ser un argumento recurrente la lucha por los recursos para el inicio de un conflicto armado. Precisamente uno de los habituales supuestos desencadenantes de la III Guerra Mundial es la paralización de suministros energéticos desde Rusia y sus satélites al occidente europeo.
Más o menos lo que ha amenazado el dictador bielorruso Aleksandr Lukashenko con los gaseoductos que atraviesan sus territorios procedentes de Rusia. Por fortuna su único valedor Vladímir Putin ya ha advertido que no será el caso.
Una curiosa alianza entre ambos líderes cuando Lukashenko resulta el último vestigio del totalitarismo de la extinta URSS en Europa mientras Putin y su partido Rusia Unida se reivindican en el liberalismo.
Pero, sin duda, Bielorrusia con Lukashenko al frente viene a ser la enésima maniobra del todopoderoso Putin para poner en un brete a occidente y mantener en lo alto la llama del nacionalismo ruso.
Mientras tanto el caos ha vuelto a desatarse en una frontera de la Unión Europea. En esta ocasión siguiendo la misma táctica del rey de Marruecos Mohamed VI en Ceuta el pasado mes de Mayo.
Aquellos días miles de personas fueron empujadas por las autoridades marroquíes a cruzar ilegalmente la frontera española con el telón de fondo del conflicto saharaui.
Pero el rey alauita, a pesar de sus continuos desmanes, su régimen autocrático y su paródica democracia, cuenta con una especie de manga ancha por parte de la U.E. En buena parte por los acuerdos de pesca que afectan a los socios comunitarios y por otro lado dado sus encomiables relaciones con EE.UU.
Estas últimas fruto de sus fuertes inversiones en los think-tanks estadounidenses y especialmente en sus lobbies armamentísticos al aumentar de manera sensible sus adquisiciones en materia de defensa.
Sin embargo Lukhasenko no cuenta con el beneplácito de occidente más allá de su condición de país fronterizo con la U.E. y por cuyo territorio discurren algunos de los gaseoductos que transporta el gas ruso con destino a la misma.
De ahí que no se haya amedrentado del mismo modo que con su homólogo marroquí por sus prácticas dictatoriales y su, igualmente, caricatura de democracia siendo motivo de reiteradas sanciones desde las instancias comunitarias.
Ahora, al dictador bielorruso no se le ha ocurrido otra cosa que utilizar a millares de refugiados y exiliados en Oriente Medio, tras persuadirlos a través de agencias de viajes debidamente instrumentalizadas por su gobierno en Líbano, Siria y el Kurdistán, intentando presionar al club europeo para que elimine las sanciones a su país.
Desde dichas agencias y a cambios de unos 3.500 dólares se les promete un visado que le permitirá la entrada en la U.E. Una vez en Minsk, la capital Bielorrusa, se trasladan de un modo u otro a la frontera polaca –camino de Alemania-, donde son abandonados a su suerte.
Miles de personas se agolpan en tierra de nadie, con temperaturas bajo cero cuando cae la noche, mientras las fuerzas de seguridad polacas les impiden el acceso a su país y las bielorrusas su retroceso. Solo la Cruz Roja y algunas ONG, con enormes dificultades e impedimentos sobre el terreno, están facilitando alimentos y agua a las mismas.
A la hora de escribir estas líneas son once los muertos declarados víctimas de semejante tragedia. Una tragedia que empezó hace algunos meses aunque solo ahora, cuando se han multiplicado las riadas de migrantes, se ha tenido conocimiento de ello por parte de la prensa de forma mayoritaria.
Una vez más la calamitosa actuación de los EE.UU. con la colaboración de los países occidentales, no han sabido o no han querido dar respuesta a los problemas de la población de países como Iraq, Afganistán, Siria o Libia, si miramos al Mediterráneo, tras su proclama de llevar la democracia a cañonazos a sus regiones de origen.
La respuesta a ello vuelve a ser una vez más el exilio de miles y miles de personas que huyen de la guerra y la pobreza y que acaban siendo víctimas del gansterismo de personajes y jefes de estado sin escrúpulos en los límites de la Unión Europea.
Una Unión Europea que es vista como el jardín del edén para muchos pero que, de no mediar remedio, acabará también muriendo de éxito si no termina de ser consciente que el problema de la emigración está en sus países de origen y no en su destino.