A mi hija Gabriela le encantan las campanas. Le gusta oírlas sonar. Tomó conciencia de ellas por primera vez en la plaza Emilio Castelar, donde está el ayuntamiento, que hizo sonar su reloj un día que pasábamos por delante. Y allí seguimos yendo a escucharlas, en punto o a y media. Caminamos desde nuestra casa, por el paseo Concepción Arenal, y al llegar a la plaza nos sentamos en el suelo, o en el borde de la fuente, o en un banco, o en las escaleras. Entonces ella se acurruca entre mis brazos y cuenta las campanadas, con una sonrisa tan abierta como sus ojos, y replica su ritmo con las manos, como si las estuviese examinando. Por mucho que la esperemos, la primera siempre nos sorprende, nos asusta incluso; pero las que vienen después las disfrutamos y contamos relajados.
Gabriela pronto descubrió que había campanas en otros lugares: en las iglesias cercanas, las de San Roque y San Miguel. Cuando uno sube al patio de los Silos puede verlas de un solo golpe de vista, a izquierda y derecha. Y suenan de diferente manera. Los fines de semana a veces la convenzo para que me acompañe a tomar un café en un bar cercano, y después las escuchamos. Y si vamos en bicicleta (Gabriela montada en su silla infantil) probamos cuántas campanas diferentes somos capaces de escuchar. Tenemos ventaja, porque en el ayuntamiento las horas suenan dos veces: en punto y un par de minutos después. Si acelero al subir por la calle Jorge Juan, podemos llegar a sentir los últimos repiques del ayuntamiento justo después de mirar los del campanario del Colegio Mayor San Juan Ribera, donde estudió mi padre, en cuya iglesia mi madre y él se casaron, hace más de cuarenta años.
Es tanto el entusiasmo que Gabriela siente por las campanas que un sábado le dije que me acompañase a un bazar porque quería hacerle un regalo. Pagué tres euros por una campana doméstica. Le hizo mucha ilusión: subida a mis brazos, estuvo repicando el latón todo el camino de vuelta. Ahora está guardada en un armario del comedor, junto con otros juguetes. Pero cuando la encuentra aún se ríe y se pone nerviosa. De hecho, en mi casa hemos aprendido a distinguir en la distancia cualquier eco de campana que suene a nuestro alrededor. Quien primero las siente avisa a los demás con la mirada. Entonces paramos lo que estamos haciendo; sonreímos, nos miramos en silencio, contenemos nuestras risas. Antes Gabriela iba corriendo al balcón y reclamaba que lo abriéramos para oírlas mejor. Ahora sigue mostrando la misma euforia, pero luego no le importa volver a lo que estaba haciendo. En realidad, cada vez me cuesta más esfuerzo convencerla de que me acompañe al café.
Nuestro encuentro originario con las campanas; el paseo y el café de los sábados; la apertura de Gabriela hacia el mundo alrededor; nuestra ruta en bicicleta; el poema de Estellés sobre los azulejos del bulevar Concepción Arenal, donde el poeta nombró las iglesias de San Roque y San Miguel; la porosidad de nuestra casa a todos estos sonidos, su eco en nuestra vida familiar… todo ello compone un alud de motivos que hace que la vida valga la pena. Campana sobre campana. En medio de tanta belleza, yo me convertí en un maestro de mi propia vida el momento en que decidí comprar a Gabriela una campanita doméstica, para que la tocara, para que viese cómo se fabrica el sonido, cómo el badajo golpea contra las paredes de metal. Con ello traté de estirar e intensificar esta experiencia, hacer que sus ecos se prolongasen un día más, un segundo más siquiera, un instante más de vida.
También me he dado cuenta de las condiciones de posibilidad de esta experiencia, por las que debo estar agradecido. Y no a un dios, precisamente. Me refiero a un pueblo que ha peatonalizado su centro histórico para un padre y su hija de dos años puedan recorrerlo sin miedo, sin tener que cogerse la mano siquiera. (Tonucci tiene razón: la ciudad es más interesante que cualquier parque.) Me refiero también a una familia —la mía— que no necesita trabajar los fines de semana y puede pasearlos tranquila. Me refiero también a hacer frente el café de los sábados o gastarme un par de euros en una campana de latón. Que Gabriela tenga una campana en sus manos, que podamos hablar de ella mientras las vemos sonar en lo alto, que aprendamos a contar los tañidos con los dedos de la mano, que miremos los dibujos del poema de Estellés, y Gabriela reconozca así su mundo en la lengua y la pintura… todo ello —el paseo, las campanas, los azulejos, mi bicicleta, el café— la convierte en una niña más feliz, más capaz e inteligente. Todos estos artefactos son tan importantes para su educación como lo son las palabras. Para mí, son objetos tan poderosos como mis lecturas.
Y sin embargo, nuestra civilización parece haberse desentendido del compromiso de que todos los seres humanos tengamos acceso a este tipo de experiencias, con barrios bellos, limpios y seguros; con ofertas culturales, sueldos dignos para las familias y condiciones de trabajo que nos permitan descansar. ¿Qué es la pobreza, sino la carencia de objetos y palabras, de todo lo que este escrito ha intentado valorar? Al parecer, no tenemos derecho a esta felicidad. ¿Con qué formas de vida devaluadas debemos reemplazarla, entonces? ¿Con qué ejemplos de miseria?
Hace más de quince años, cuando todavía vivía en casa de mis padres, compré una pequeña campana de cuyo badajo pendía un largo cordón. La colgamos en la cocina, pero al año siguiente me fui a vivir solo y creo que nunca llegué a hacerla sonar. Quién sabe por qué la compré. Creo recordar que del patio de mi antiguo colegio pendía una campana parecida, y que las maestras la tocaban a la hora de comer. Pero insisto: quién sabe cuántas campanas compusieron mi infancia. El hecho es que el fin de semana pasado, Gabriela, Valentina, mi mujer y yo fuimos a casa de mis padres. Y en un momento de la tarde abrí la puerta de la cocina y vi a mi madre con Gabriela en sus brazos, a la que estaba aupando para que llegase al cordel. Estaba haciendo sonar la campana. De nuevo vi esa eterna sonrisa. Y entonces supe por qué la compré.