2453 hectáreas de parque regional, de playas que te recuerdan a qué perteneces, de LIC (Lugar de Importancia Comunitaria); casi Reserva de la biosfera, pero no, ¡mala suerte! Demasiados intereses. Siempre da pereza ajustarse a las normas: aparca el coche fuera, sométete a los horarios, coge el autobús… Como la incomodidad de tener cuatro recipientes para los residuos en casa. Puedes hacerlo o no, la alternativa siempre será el contenedor único lleno hasta los topes. Y puedes encontrarte de todo, hasta peña que pone su macrotoalla para reservar sitio a las seis de la mañana. Tú misma, tú sabrás dónde aparcas tus miserias.
En el LIC (sea lo que sea que signifique eso) no, aquí tienes que encontrar la medida justa de bártulos, un equilibrio imposible entre comodidad burguesa y practicidad proletaria. Clásica aspiración suicida. Tienes que poder caminar con los bultos, ocupar un espacio razonable en el maletero del bus y traerlos de vuelta junto a tus desperdicios. Lamentarás haberte olvidado de algo al llegar a la arena, pero al rato es muy posible que te des cuenta de que no hacía falta. El mar y tú sois más que suficientes.
Siempre hay una zona (normalmente la de los extremos con alguna roquita) que sufre la condena de ser fotogénica. Si no quieres asistir al desfile de instagramers, no claves tu sombrilla cerca. Pero si realmente quieres que no se te aproximen a menos de 200 metros a la redonda, desnúdate. Además, si tu cuerpo es una evidencia imperfecta, hazlo como servicio público. Parafraseando a Gata Cattana, quienes entienden que la única autoridad reconocible es la de sus cuerpos, podrán comprobar que encarnan sin esfuerzo un revulsivo pacífico contra la estupidez. La exhibición del vello insumiso, de las estrías, de la celulitis, del triunfo de la gravedad o de las arrugas orgullosas, es una práctica cuyo placer te hace mirar con recelo toda publicidad frenética veraniega. Y la mirada es recíproca, eres un cuerpo que no causa interés y, créelo, es realmente liberador. No encontrarás aventura más trepidante que esa. Olvida el paddle surf, los flamencos de plástico gigantes, las excursiones en kayak o el tanga perfecto: atrévete a pasear un cuerpo desnudo improductivo, hazle un favor al mundo y saborea lo más parecido a la libertad que todavía tenemos a nuestro alcance.
Tus tetas desaparecen, descansan bajo tus axilas, luchas por conseguir una supuesta almohada que te permita leer sacando papada y nada importa. Un poco más allá ves a una pareja cincelada y piensas, “podría hacer CrossFit”. De pronto ves que toman el sol de forma extraña, con una apertura de piernas exagerada que se te antoja incómoda. Te preguntas hasta dónde puede ponerse morena la piel y pasas página, ” qué pereza”.
Pero volvamos a la casi Reserva de la biosfera (perdón por el desorden, el verano es así). Una de las cosas más fascinantes es el equipo de personas empleadas. Hay personal, playa arriba playa abajo, repartiendo bolsas de plástico para recordarte que aquí está mal visto ser una basura. También reparten esos ceniceros que te obligan a guardar tu mugre tabaquera en el bolsillo. No sea usted una basura y guarde su mugre en el bolsillo: qué bonito sería poder exigirlo de forma cotidiana. Y luego están las autobuseras y los autobuseros, ¡admirables! Suelen tener ganas de comunicarse y lo hacen con toda la alegría, en armonía con su lugar de trabajo. Hablan de jornadas demasiado largas mientras toman las curvas con maestría. Cuentan cómo paran el autobús para ayudar a cruzar la carretera a los camaleones, esos que se quedan trabados como un DJ en un eterno scratch. Sólo un pequeño disgusto: un señor conductor (not all señores, but…), de esos que no usan pañuelos, que se suenan al aire y luego agarran el volante tan frescos. Se echa un piti antes de arrancar, hay un cenicero en el salpicadero y te repites “no será capaz, no será capaz, no se…” Pisa la colilla sin complejos. Always un señor.
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