Yo que siempre lo dejo todo para el último momento, por primera vez, tenía pensado de qué iba a hablar en este texto desde hace un par de meses. Iba a hacer la reseña de un libro que me había gustado mucho: Linea nigra. Ensayo de novela de embarazos y terremotos, de la mexicana Jazmina Barrera (Pepitas de Calabaza, 2020). Hace semanas que podía haberme puesto con ello, pero una cosa es pensar el tema y otra ponerse. Y, claro, aunque hace días que me ronda la cabeza esta cita con la escritura, no he sido capaz de mantener el plan previsto.
Qué difícil hablar de otra cosa que no sea la que nos atraviesa. Y más cuando esta vez nos atraviesa a todas. Quizás sea una de las cosas salvables de estos días. El miedo nos iguala más que nunca.
Y, sin embargo, nunca del todo.
***
Me despierta tu voz llamándome.
—Mamá, mamá… Allí, allí.
Allí significa ir a la otra habitación que tiene nuestra casa, la cocina-salón. Estoy muerta de sueño. No puede ser ya la hora de levantarse. Intento convencerte de que nos quedemos un poco más en la cama ofreciéndote teta. Eso me da unos minutos. No más.
—Allí, allí… Luz, luz.
—Espera, voy a ver qué hora es. Quédate aquí con Papá. Pero no hagas ruido, que está durmiendo.
Son las 8.22h. ¿Por qué te despiertas hoy tan temprano? O, más bien, por qué me quedaría yo ayer hasta tarde leyendo noticias, y luego mensajes de redes sociales que te acaban llevando a más noticias, y por fin un libro para descansar un poco de verdad la cabeza huyendo a otros mundos que hoy parecen más reales que éste.
Vuelvo a la cama.
—Es temprano. Anda, ven aquí, toma un poco más de teta. Escucha, no hay
ningún ruido. Todo el mundo está aún durmiendo.
—Allí, allí, allí, allí…
Me rindo. Que al menos uno descanse.
—Vale, vamos al salón. Pero, mientras juegas, Mamá se tumbará un poco en
el sofá, que está muy cansada hoy.
La idea era buena, pero sólo en mi opinión, claro. Tú preferías saltarme encima, tomar más teta, abrirme los ojos, traerme tus animales de juguete y no dejar de hablar con esa lengua de trapo que echaré de menos en unos meses.
Por un momento, mi cansancio y un ligero dolor de cabeza me asustan. ¿Serán síntomas? ¿Estaré enferma? ¿Cómo podría llevarlo con un peque de dos años que no se me despega y una casa de sólo una habitación? O peor aún, ¿y si me pusiera mal y tuvieran que hospitalizarme?, ¿cómo lo llevaría él?
Pero el aquí y ahora al que estoy afortunadamente condenada con esta criatura que apenas entiende que no puede salir a la calle a jugar porque hay un bicho que nos puede picar, me hace olvidar mis miedos y me devuelve al presente. Estás intentando ponerme las gafas que me he quitado y no te puedo reñir por ello aunque las manches y abras las patillas más de la cuenta y puedan acabar en el suelo o aplastadas. Sólo quieres que me levante y juegue. Y me dices: «Sol, Mamá, sol, parque, parque». Te digo que no puede ser, que te acuerdes del bichito. Y lloras. Me da tanta pena que no puedas correr y saltar al aire libre que se me olvida todo lo demás.
Cuando tu padre, después de un rato cacharreando en la cocina, nos anuncia el desayuno, son ya las 9.45h. ¿Cómo pasa el tiempo tan rápido? ¿Me habré dormido a ratos a pesar de todo?
Un café y unas tostadas borran mi dolor de cabeza. Vale, era hambre. Hay, además, un pastel que está buenísimo hecho con pan duro, que tener tiempo mejora claramente la gastronomía familiar.
Después, un puzle, luego otro. Te los sabes de memoria. Yo también. Pero la repetición sólo me aburre a mí. Piezas de madera con las que hacer torres hasta que se caigan y vuelta a empezar. Bronca uno porque, como siempre, quieres barrer tú y levantas el palo sin darte cuenta de todo lo que puedes romper. Bronca dos porque, como siempre, quieres ser tú quien meta la ropa sucia en la lavadora y no entiendes que esta vez no te dejemos hacerlo porque el maldito bicho puede estar también ahí. A lavarse las manos, por si acaso. No quieres. No quiero obligarte. Aún tengo paciencia. Me las lavo yo y espero a que me imites. Funciona. No hay por ahora bronca tres.
Está tu padre en casa, pero como si no. Tras estos días de convivencia intensa y sin poder alejarme más que unos metros, no quieres separarte de Mamá. Tal vez percibes que algo pasa y necesitas más refugio y más teta. Es cansado y a veces no consigo mantener la calma, pero cómo no entenderlo. Así que, tiro de la única solución posible y te pongo un poco de tele para poder tener un rato para escribir. Eso sí, sentada a tu lado en el sofá y mirando los animales que salen en la pantalla cada vez que me lo pides. ¡Qué haríamos sin los documentales de Planet Earth de la BBC y esa voz susurrante de David Attenborough! (No se os ocurra verlos doblados. Alguien tuvo la idea de poner como narradora a Penélope Cruz y, lo siento, pero no hay quien pueda con ello).
Se acabó el capítulo y te pusiste a llorar porque querías más. Lo que no imaginabas es que yo lo deseaba aún más que tú —otros cincuenta minutos para escribir—. Pero mi conciencia no me lo permite. Te propongo jugar a pillar y corremos retándonos hasta la habitación. Menos mal que al menos la casa es alargada. Allí descubrimos que está entrando el sol por la ventana y ya es una nueva rutina tumbarnos en nuestras camas pegadas a leer cuentos o contar las pinzas del tendedero de la vecina mientras un poco de primavera nos calienta la piel.
Papá nos avisa, en cinco minutos hay que sentarse en la mesa porque está la comida. Nos da tiempo a otro de nuestros juegos favoritos de estos días. Yo, a cuatro patas, soy un caballo que trato de tirar a mi jinete, que se agarra con fuerza a mi cuello. Nos miramos de lado en el espejo. Tú te ríes con más ganas. Yo no puedo evitar fijarme en la carne que cuelga.
—¡Un minuto!
Corremos hasta el salón. Has descubierto lo divertido que es saltar desde tu trona de madera al suelo y ahora no dejas de hacerlo. Hemos subido una esterilla del trastero porque la altura es considerable, y los niños son de goma, ya se sabe, pero no es momento de accidentes. Tienes hambre, tienes sueño y te decimos que dejes de saltar. Ya está aquí la bronca tres. Amenazas, llanto. Nada que se no se te olvide en cuanto tienes el plato delante y te metes la cuchara en la boca.
Anuncias que has terminado pidiendo que te liberemos del
babero. Pides brazos y que te cambie el pañal.
—Vamos a la cama a dormir la siesta.
—Nooooo —dices. Pero apenas te resistes. Estás muy cansado. Papá baja la
persiana mientras nos desvestimos. Me pides un cuento. Últimamente, los cuentos
en la cama suelen ser historias de tu propia vida. Un viaje, una fiesta de
cumpleaños de uno de nuestros amigos, la pelota nueva, el último fin de semana
en el pueblo con los primos… Te encanta ser el protagonista, pero también
recordar las cosas que nos gusta hacer y la gente a la que queremos. Sabes lo
importante.
Te duermes enseguida. Vuelvo a vestirme a oscuras y me deslizo hasta el salón. Tengo otro rato para escribir. Lo bueno de no salir es que no pasa nada si sigo sin ducharme y en pijama. Porque todo no se puede. Intentaré estar presentable para la cita vecinal de las ocho. Uhmm, por ahora, café, pastel de pan duro y silencio.
¿No os llama la atención el silencio? Y lo que lo rompe. Un coche a lo lejos. Música. Voces de un vecino que habla por teléfono en la ventana. Pájaros cantando. El sonido de una puerta al cerrarse. Alguien que elige las escaleras en lugar del ascensor…
Por la ventana abierta entra también el olor del tabaco, de un guiso o de la colada recién tendida.
Cuando el espacio se hace pequeño, los sentidos lo ensanchan.
Miro el reloj. Te estás echando una siesta de las largas. Me paseo inevitablemente por los periódicos y las redes sociales sin esperar siquiera buenas noticias, sino no muy malas. No hay suerte. Las cifras continúan asustando, incluso aunque las esperes porque es «lo previsto». También asustan los militares y policías en las calles. Y lo que está por venir que aún no logro ni quiero imaginar. Es increíble lo rápido que asumimos una situación completamente nueva y aterradora. Hace un mes, esto hubiera sido un guion de ciencia-ficción. Cada vez tengo más presentes los flashback de El cuento de la criada.
Quiero pensar en otra cosa, pero pienso en la muerte. En cuánta gente se está muriendo sola, sin poder tener a su gente cerca, cogiéndole la mano, despidiéndose. En quienes quedan, sin haber podido decir adiós, sin haber podido siquiera estar, acompañar. No solemos hablar de la muerte. Tampoco lo haremos ahora. Pero nos hace falta.
Hoy mi madre nos contaba que mi padre —que tiene casi veinte años más que ella y principios de Alzheimer— esta mañana estaba escribiendo una nota por si los encontraban muertos. Viven en un pueblo de menos de cien habitantes en la meseta castellana. Los imagino a salvo. Pero él tiene miedo. Cómo no tenerlo…
Venga, déjalo —me digo—. Aprovecha para ducharte que seguro
que entonces se despierta.
—Mami, mami.
Te doy la teta en la cama un rato largo. Incluso puedo leer un poco mientras apuras ese estado entre la vigilia y el sueño. Cuando por fin te espabilas, llamas a tu padre. Es ya un juego. Tú te escondes bajo las sábanas y él salta a la cama y te da un susto. Pides más una y otra vez. Después de la quinta o sexta, enganchado a la teta de nuevo, le pides besos. Estás más cariñoso que de costumbre y lo disfrutamos los tres.
Hacemos una fila en el suelo con todos tus animales de juguete, que son muchos. Dura poco. Enseguida encuentras sitios nuevos donde colocarlos bien alineados. Una mesa, una estantería, un taburete. Nuestra casa está siempre llena de animales. Son tu pasión. Ellos y los puzles son las únicas cosas con las que, a veces, juegas tú solo. Pero hoy quieres compañía.
Os propongo hacer un circuito para movernos un poco. Nos lo curramos. Recogemos lo que podemos para hacer sitio y buscamos todo aquello que nos pueda servir. Ya está. Hay que correr, pasar a gatas por debajo de la mesa, subir la escalera de un par de peldaños y saltar, evitar una torre de bloques de cartón, no pisar el tubo de la aspiradora, ni el mango del recogedor ni el de la escoba, subirse a la cama y dar una voltereta, volver corriendo, esquivar unos cuantos animales en zig-zag y, para terminar, hacer un puzle. Al principio, te quedas enganchado al puzle, pero luego te animas y haces el circuito una y otra vez (y yo detrás). A ver si así sueltas un poco de la energía que necesitas soltar. Tienes dos años. ¡Necesitas moverte!
Después tu padre y yo decidimos que, puesto que las circunstancias son extraordinarias, puedes ver un poco más la tele. Buscamos unos dibujos recomendados en el grupo de crianza y se te ilumina la cara cuando te los ponemos. Por primera vez en estos siete días que llevo de cuarentena, voy a dedicar unos minutos a hacer actividad física. Aprovecho para estirar el cuello y la espalda. Después me animo con unos hipopresivos, que mi suelo pélvico los necesita, pero hace tanto que no los hago, que necesito ayuda. Rápidamente, busco un vídeo en Internet, pero el tiempo para mí misma ha llegado a su fin y una manita me lleva hasta el sofá, señala el móvil y me dice: «eso no, Mamá» y se aprieta contra mí. Cómo le voy a llevar la contraria si tiene toda la razón.
Me pongo a hacer la cena. Dejo la masa de la pizza preparada y a las ocho me uno a los aplausos en la ventana. Hace días que todas sabemos que aplaudimos por quienes se están dejando la piel por cuidarnos, pero también por nosotras mismas, por sentirnos un poco menos solas. Es quizás un espejismo, pero no puedo evitar emocionarme cada día con este momento comunitario. Ayer, después de los aplausos, alguien pinchó Resistiré y I will survive. Hoy tocó Asturias, de Víctor Manuel. Volvemos a aplaudir y cerramos las ventanas.
Sigo cocinando sin pensar en nada más, sólo interrumpida por la bronca cuatro, que era de esperar porque vuelven el hambre y el sueño. Cenamos. Aprovecho un momento amoroso entre padre, hijo y más puzles para servirme un vino y volver al teclado aunque sea unos minutos. Cuando se avecina la bronca cinco, por andar en bici en esta minicasa, le pregunto si quiere irse a la cama y dice que sí. La bronca cinco finalmente explota cuando insisto en que se lave los dientes, pero tras algunos gritos por ambas partes, consigo que se los lave y que hagamos las paces.
Pañal, pijama y cuentos. El peque se duerme y yo casi. Me levanto pensando que ya no me apetece tanto escribir, que mejor me quedaba en la cama leyendo. Pero no me queda más remedio porque se tiene que publicar mañana. Por qué lo dejo todo para el último momento… Es que no aprendo…
Vale, vale, la culpa ahora no. Sigue con el vino y haz lo que puedas. Al fin y al cabo, lo haces porque disfrutas escribiendo y porque es de las pocas cosas que no quieres dejar de hacer, aunque tu vida ya no sea tuya y no tengas tiempo ni estando en cuarentena. Y hoy ha sido un día bueno.
***
Buscar las palabras y encontrar piedras.
Palabras para seguir contándonos.
Piedras para saber volver a casa.