As close as we came, publicado en 1989[1]CALLAGHAN, Barry. Lo más cerca que estuvimos. Trad. Susana Wald. Madrid: Hiperión, pp. 107., comienza con una mirada al hielo, y termina con ese mismo hielo del que, se nos advierte, «es lluvia de vida nueva» (p.107). Así, englobado entre la gelidez, tenemos la síntesis de un mundo trágico. Y la palabra será la consciencia expresiva.
Creemos que la palabra que termina es de alguna manera menor que la palabra sin término, y para entonces, la conversación habrá finalizado. Lo que importa no es el cuánto sino el cómo. Barry Callaghan, profesor, actor, atleta, músico…y por supuesto, también poeta, parece querer decirnos: tenemos que aprender a respetar nuestra belleza, esto es, a buscar un sentido a lo que sigue siendo en lo que ha dejado de ser. Eso es Lo más cerca que estuvimos, eso y mucho más: «ya que toda luz siembra tiniebla, la oscuridad total es irrecuperable y también lo es la desesperanza» (p. 49). Especialmente en su versión original –«total darkness is irretrievable»- los ecos de Eliot resuenan cerca, y recordamos al poeta de St. Louis, cuando, en sus Cuatro Cuartetos, nos hizo llegar aquella máxima de «all time is unredeemable».[2]Eliot, T.S. 1974. Collected Poems 1909-1962. London: Faber and Faber, p. 177.
Todo tiempo es irredimible, en efecto. Tanto en Eliot como en Callaghan, la mayor parte de los lugares que se atraviesan son similares. Es el idealismo el que nos ha dejado sin idea, sin forma, por más que intentemos evadirnos en el continuo de la comunicación. Callaghan ha escrito para salvar cada uno de los momentos, como el fotógrafo, del tiempo y del olvido que seremos. El lector que abre las inmensas páginas de Lo más cerca que estuvimos residirá, durante su viaje, en una suerte de noche oscura del alma. El trabajo del poeta no es, como a su modo ocurre con el del duelo o del sueño para los psicoanalistas, no tanto un encubrimiento como una revelación. Y aquí conviene no olvidar que el «re» del velo en la revelación es además una desvelación, si bien una que, al igual que la «aletheia» en la que Heidegger encuentra la esencia de la verdad, mantiene velado o repite en su revelación el velo que desvela.
Leemos en el libro: «el amor es como una oración callada cantada para los vivos por los muertos» (p. 33). No se trata de un truco de habilidad filosófica, aunque a veces lo parezca, sino del despertar o desvelo de la palabra; una que no comunica ni es un mensaje. La palabra pequeña acuna ese instante, al que es imposible llegar tarde para algo, porque tiene el tiempo contado. No es eterno. Barry Callaghan sabe que, siendo el final del mundo la muerte, no queda más remedio que recordar la vida, como si así todavía pudiésemos salvarnos. Aquí lo que desvela es la imposibilidad de decir no ya lo dicho, lo que te digo yo ahora y que es el se dice cotidiano, sino aquella otra de decir el decir mismo. Eso es la vida, eso la poesía.
Volvamos hacia atrás cada uno de nosotros, hacia la extremidad de nuestra infancia individual: «cuando era pequeña, perdí mi nombre en la nieve» (p.59). Me refiero, al lado de Callaghan, a ese momento en el que uno tropezaba todavía con las palabras como quien tropieza con las cosas. Y es que el misterio de la palabra recién adquirida mantenía aún sobre sí el no menor misterio de la cosa que la palabra dice y que, sólo hace un instante, todavía era una cosa sin más, es decir, desnuda de toda palabra y por ello mismo velada por completo a nuestro conocimiento. Por su tristeza extraña y su ingenua alegría, estamos ante un sentido trágico, dividido entre mundo expresado y mundo vivido.
«Así es la felicidad, un poco de hielo en el viento» (p.27), y toda la magia del poeta sincero hace saltar en pedazos lo que pensábamos del amor y la imaginación, del poder y el dolor. Al ser dicha la palabra, decirla es revelarla poniendo sobre su velo de silencio ese otro velo aún más imperceptible de la palabra. Las cosas sólo se nos dan en el lenguaje pero tampoco hace falta decir que las cosas son cosas y no palabras. La verdad es que decimos con algo lo que nada dice. Es la cosa, el humilde milagro de esa cosa muda, lo que va perdiendo poco a poco hasta olvidar por completo la hendidura que se abre entre el decir primero y el consabido dicho de después.
Porque al hablar se nos da la oportunidad de saber juntos, de consaber, aunque sea al precio nada oneroso de omitir el decir mismo. Pero el poeta se mantiene junto a esa palabra que todavía está cerca del silencio de la cosa. En esto consiste su terca sinceridad y en esto su memoria o conmemoración. Y ahí llegamos a la cuestión, al menos para mí, fundamental del libro: ese lo más cerca. Pero, ¿de qué? ¿de dónde? Y sobre todo, ¿quiénes estuvieron tan cerca, pero jamás llegaron? Del silencio total, dice Callaghan (p.81). Pensar algo poéticamente no consiste en transmitir tal o cual vibrante aforismo, pues para eso ya nos sirven los filósofos e incluso nos sobran. Basta con dibujar un instante, cualquiera, y hacerlo de tal manera que mantenga el temblor de la primariedad del acontecimiento.
Basta con acercarse en busca de la palabra justa -«a silent word», la llama Callaghan-, esa y no otra, pues entonces se desvela de un modo inevitable su exactitud y justicia («yo soy el que soy») a la vez que la injusticia esencial para el acontecimiento o la cosa en sí mismos. El así es poético es por lo tanto también un sólo puede ser así en el que tiembla, todavía no domesticada por la comunicación, la conciencia de la imposibilidad. Hasta aquí la palabra, una que está tan pegada al decir que siempre nos deja el sabor o el saber de lo que no se ha terminado de decir, de lo no dicho aún o, si se quiere, de lo indecible. Por eso es normal que haya poetas místicos, aunque esto no signifique en principio nada más que el hecho de que la poesía concentra sobre sí la mística del lenguaje o lo místico en el lenguaje. La palabra no es una herramienta sino un milagro. Es la llama que no sólo alumbra, sino que incendia y calienta.
Y lo que vemos de ella, lo que sentimos, es lo que vemos todavía, si no la vida al menos sus pliegues. No la plenitud sino sus restos, acaso porque la plenitud nunca está completa si no viene acompañada por lo que queda de ella. Alguien ofrece su cuerpo desnudo para la bendición, busca cicatrices que certifiquen que se-es…y en toda esa diversidad de acentos míticos, tan reales, el canadiense escribe cincuenta y tres silencios que resuenan. Escribe para mostrar cómo el poder del amor y el del intelecto pugnan por triunfar en un paisaje de destrucción y terror, uno que no queda demasiado lejos del Eliot —una vez más— de The Waste Land (La Tierra Baldía, 1922). Caen los pétalos de nieve de un árbol y el momento de dicha queda encarnado en una lágrima. La pintura en verso de Barry Callaghan es un salvoconducto hacia las aguas de la paz y lo más humano, prohibidas por el sistema, incendiadas de luz. Aun cuando bailar en la oscuridad puede resultar difícil.
Llega la conclusión final sobre el amor. Doliente, pero que no se engañe el lector: este libro fue escrito como metafísica del lamento, de lo complicado que entraña la vida misma. No creo que sea éste motivo de inquietud para el poeta ahora presentado, bien que otorgará favor a esas palabras que tanto se aproximaron a su propio silencio: «Nichevo, nichevo» (p.97). Nada, que también significa todo está bien. Todo va bien. Puede ser, pero sólo hemos conseguido llegar —ser, por ende— lo más cerca. Falta el final, la última meta. Pero todos sabemos cuál es el final. De eso precisamente versa Lo más cerca que estuvimos. Convenido, pues, el paisaje, queda el tránsito por él, para que la oración no haya sido, al término, en balde. Aparece como en algún poema, la premisa de la esperanza. «Cada noche muero, pero no es el adiós» (p.107).
Y así, quizás, en última estancia, podamos llegar incluso un poco más lejos. Lo menos lejos que estaremos.
Título: Lo más cerca que estuvimos |
---|
|