Mistah Kurtz –he dead o la naturaleza vacía, sin alma, de los hombres huecos. Esta es una cita literaria, aunque podemos utilizar también una que se afirma en la sabiduría convencional: mostrar, no decir. Hagámoslo, al menos, para empezar a hablar, aunque exista aquí una paradoja. Azor (2021), la ópera prima de Andreas Fontana, comienza con una avalancha de nombres: Farrell, Bijou, Dante, Lacrosteguy…, que aparecen en las primeras escenas antes de que conozcamos a las personas a las que pertenecen. En este turbión de nombres propios, sin embargo, el que más resuena de todos es Keys, un nombre de alguien a quien muchos dicen haber conocido, pero que no aparece por ninguna parte. Muchos lo han buscado, han preguntado por él, pero sin éxito, pues no lo han encontrado. Es un misterio para ellos. De hecho, nadie puede descubrir este nombre a menos que alguien revele algo sobre su paradero. Entonces, ¿qué ha ocurrido aquí para que este nombre se convierta en un misterio? ¿Qué tiene que ver con el futuro de los que por él preguntan? ¿Cómo se convirtió el nombre de Keys en un misterio? Si uno piensa en Romanos 10:13, inmediatamente recuerda lo que dicen las Escrituras: Todo el que invoque el nombre de Jehová será salvo. Pero ese יהוה de las finanzas no aparece y lo que se sucede ante nuestros ojos parece indicar lo contrario de una salvación. No se trata de ningún Mesías. Porque, ¿qué tipo de expectativas puede generar la palabra Keys? En primer lugar, como nombre propio, algo bastante misterioso. Porque no connota, sino que denota, una singularidad. No podemos situar Keys en ninguna categoría a priori salvo, efectivamente, en la del nombre propio. Sin embargo, para nosotros, espectadores que desconocen la realidad que va a pasar por delante de sus ojos, se trata sólo de un vocablo recurrente en la película, un nombre que aparece a menudo como una llamada, algo que puede haber [avoir] o que es para ver [à voir], que no es, que no se encuentra, sin embargo, ni será ya visto en los estertores de la turbia dictadura argentina. Keys es el nombre de alguien, ¿pero de quién, exactamente? ¿Y qué podemos esperar de él? Claves, secretos, llaves, leyendas… las traducciones se suceden. En silencio, ya que de esto se trata aquí. Estamos, pues, servidos de palabras.
Además de semejante primicia mistérica, el suizo Fontana parte, para su historia, de un diario que su abuelo, banquero suizo, utilizó con objeto de catalogar un viaje de negocios a Argentina en 1980, con un lenguaje que al cineasta le pareció mundano y banal. Desde la escalofriante mundanidad del lenguaje de las dictaduras, Fontana trata de darle construcción a un misterio central: ¿qué pretendía exactamente Keys y por qué ha desaparecido? Este nombre que es clave y leyenda no se aloja, de modo legible, en la escritura o en el habla sino, de manera hueca, en un gesto de desterritorialización –como le habría dicho, acaso, Deleuze- de este vocablo colocado a la cabeza de su obra. Este descentramiento es tanto mayor cuanto que, por más que se mencione constantemente, lo que sobre Keys se omite es justo lo esencial para concluir cualquier investigación que se precie. El valor caduco de este tipo de conocimiento deviene entonces palmario y la verdad general, aunque pareciera presente, ya no simboliza nada más que el nostálgico e imposible proyecto de conocimiento total del mundo, de alcanzar una verdad verdadera, una verdad que se defina por su universalidad y atemporalidad en un sistema kantiano, por ejemplo. La definición de la propia palabra Keys funciona como una ironía de la mención que pretende testimoniar la precariedad de la historicidad de todo esto. Lo que queda es el verbo, las palabras, la lógica del lenguaje. Nada más se escucha. La clave es que no hay nada, la clave es nada.
Mostrar, no decir. Sí, es verdad que esta es una sabiduría convencional. Pero lo que esta obra maestra absoluta que es Azor parece responder es, por boca de sus guionistas, empero, ocultar, ocultar, ocultar. Así se pinta un retrato del miedo: utilizando lagunas palpables en la conversación. Esta es una cuestión que pertenece al orden del lenguaje y la película, sin otra cosa, se convierte, en forma y tono, en un paseo por una meseta que se tambalea, constantemente, sobre el borde de dicha meseta, en esa atmósfera escalofriante que tiene, como telón de fondo, la Guerra Sucia argentina. Rara vez se desviará Fontana de su idea y sentimiento singulares. Un falso telón de fondo tropical y las imágenes desvaídas de un hombre bien vestido, con sonrisa forzada, nos arrastran a la historia y a su impregnada sensación de artificio. Quizá este hombre sea –pensamos después de los créditos finales- Keys, el socio desaparecido de Yvan (Fabrizio Rongione), un banquero suizo cuyo propio patronímico, De Wiel, representa a un venerable banco privado que lleva el nombre de su familia, y que llega a la Argentina de los primeros años ochenta para seguir los pasos de aquel. Este es el mundo en el que se adentran Yvan y su esposa Inès (Stéphanie Cléau). Nada más llegar a su hotel de Buenos Aires, protagonizan una breve charla con un siniestro recepcionista, que ya insinúa el laberinto conversacional en el que están a punto de adentrarse. Yvan es un hombre destinado a llenar un vacío en el mundo de la banca privada, y a menudo se le trata como tal. Una serie de hombres poderosos que responden ante hombres aún más poderosos le reciben con sonrisas corteses, en habitaciones lujosas, salones llenos de humo y ornamentados jardines. A juzgar por sus conversaciones, es evidente que De Wiel se encuentra en la órbita del dinero y el poder.
Sin embargo, los silencios de estos hombres en torno a ciertos temas y ciertas personas crean un misterio en torno a la masa que mantiene a Yvan en órbita. Algunos silencios son temerosos, sólo interrumpidos por susurros e insinuaciones. Otros ejercen poder, son temibles, desdeñosos e impenetrables, casi deshumanizadores. Mientras tanto, ninguno de los dos grupos se despoja de sus trajes y vestidos de noche, ni de su apariencia de clase alta civilizada. Los silencios son, en cierto modo, cómplices, dado lo alejados que se sienten estos personajes de la realidad sobre el terreno de los asesinatos en masa y las sanguinarias juntas militares. Sus espacios lujosos y cálidamente iluminados y sus exuberantes fincas están cerrados; incluso Yvan ignora los efectos públicos del control militar de camino a su hotel, y mientras lee un artículo sobre la hiperinflación local, negocia con acciones por teléfono. Le guste o no, forma parte de esta siniestra cultura, aunque el grado de integración dependerá de con quién esté dispuesto a alinearse. Todas las conversaciones son incómodas, empezando por la desconexión lingüística, una incertidumbre que no se disipa hasta que los participantes buscan una lengua común. Suelen ser el español, el inglés o el francés. Lenguas coloniales todas ellas. También hay un duelo moral en cada sesión. Uno cree saber por qué cada persona está allí –para encontrar información, para hacer una transacción comercial, etcétera- pero la realidad es que ese por qué se transforma en una pregunta que es sin respuesta. Un diálogo de El tercer hombre, de Greene, nos sitúa en la esfera misma del enigma, que es, sin otra cosa, lenguaje: «Así es como tu amigo Harry desapareció». «¿Crees de verdad que se trataba de Harry?». «Todo apunta en esa dirección»[1]GREENE, Graham. 1950. The third man. The fallen idol. London: Heinemann, p. 121.
O mejor dicho, una pregunta cuya respuesta más complicada tiene que ver con las estructuras y las personas que quedan fuera del marco, y con el daño tácito que estas personas han hecho para ganarse su riqueza generacional. Estos personajes están, a la vez, en peligro por una fuerza invisible y son peligrosos para otros invisibles. El grado de eficacia de Azor depende de nuestro apetito por una película que es indudablemente lenta y agradable en su estética, pero permanece tensionada desde su mismo inicio. Los hoteles modernos evocan la extravagancia a través de una iluminación tenue y cálida, pero aquí el contraste visual se fuerza lo suficiente como para que incluso los acogedores y vibrantes tonos del centro del encuadre estén rodeados de sombras y oscuridad en sus esquinas. A esta inquietud se añade un diseño de sonoro realmente atractivo, con una cautivadora y excéntrica partitura de Paul Courlet, que acaba por convertirse en incómoda, por mor de sus sintetizadores discordantes. Al cabo de un rato, Fontana empieza a filmar el entorno de Yvan desde más lejos, a veces a través del punto de vista del personaje, pero siempre con más de una persona en el encuadre. Incluso si se trata de un simple extra que pasa por allí, deja una sensación persistente, una duda sobre por qué se les filma o se les observa en primer lugar, y por qué exactamente han llamado la atención de Yvan. Es como si la paranoia se filtrara en el tejido visual de la película. La eficacia del misterio, entre miradas, insinuaciones, discursos inacabados, pistas destiladas y guiños manipuladores (recordemos que se nos presenta, incluso, a un chófer llamado Dante), está servida.
Mientras establece contactos con ricos terratenientes, poderosos hombres de negocios y un obispo con buenos contactos (Pablo Torre Nilson), Yvan investiga con cautela la desaparición de su socio, descubriendo poco a poco que los exuberantes métodos de Keys y sus incursiones políticas han irritado a algunos miembros de la alta sociedad argentina. Yvan, sin embargo, está menos interesado en encontrar a Keys que en preservar el negocio del banco, que se enfrenta a la dura competencia de vulgares bancos públicos como el Credit Suisse. Gentil, encantador y eminentemente discreto, Yvan se insinúa en la aristocracia de Buenos Aires con facilidad, aunque no sin esfuerzo. Imperturbable en público, Yvan está atormentado por la duda, temeroso de ser un hombre de negocios inferior a Keys y de que, con un paso en falso, pueda mancillar el buen nombre de su familia. Inès, aún más reacia que su marido a perder el estatus de la pareja, sugiere una sutil Lady Macbeth, incitando a Yvan a la acción con pequeños golpes a su ego que ella sabe que sólo servirán para endurecer su determinación. Tu padre tenía razón –le dice– el miedo te vuelve mediocre. Mientras tanto, mientras esta camarilla burguesa juega sus juegos de poder y dinero, los argentinos de a pie sufren las punzadas y los paroxismos de la Guerra Sucia, en la que los izquierdistas y los disidentes políticos están en el punto de mira de la junta militar del país. Cuando llegan por primera vez al país, Yvan e Inès son testigos de primera mano de los efectos de la represión, ya que una detención aparentemente arbitraria de un estudiante por parte de la policía militar bloquea el tráfico de camino a su hotel. Podríamos pensar que estamos ante el inicio del Missing (1982) de Costa Gavras. Pero no. Ni siquiera cuando somos conscientes de que la guerra sucia ha empezado incluso a apuntar a la clase dirigente, haciendo desaparecer a la hija políticamente comprometida de uno de los clientes de Yvan.
Como el obispo le dice ominosamente a Yvan, Argentina está en medio de una fase de purificación durante la cual los parásitos deben ser erradicados. Sin embargo, en su mayor parte, el gobierno militar no es un antagonista para Yvan, sino un socio potencial, cuya querencia por el asesinato puede, de hecho, abrir una nueva y atractiva fuente de ingresos. Llegamos a comprender que el aire de refinamiento bien cultivado de Yvan y, por extensión, de sus clientes, oculta una indiferencia salvaje ante la brutalidad que se libra contra el pueblo de Argentina. Ah, la sombra de la banalidad del mal es alargada. Con una fotografía elegantemente contenida, a cargo de Gabriel Sandru, el riguroso montaje de Nicolas Desmaison unas interpretaciones sobrias y un diseño de producción suntuoso, Azor encarna la misma urbanidad educada que el propio Yvan. Ambientada casi por completo en hoteles, fincas de lujo y clubes privados cómodamente amueblados, la película se desarrolla en un mundo muy alejado de la tensión sociopolítica que se había apoderado del país tras el golpe de Videla. Y sin embargo, aunque en Azor nunca hay un momento de violencia manifiesta, un río de sangre corre por debajo de cada impecable fotograma. La trama episódica no se limita a darnos información a cuentagotas, sino que se sirve de una situación compleja para mover constantemente los límites de lo que Yvan debería buscar y de las motivaciones del desaparecido Keys. Cuanto más habla la gente, más claro queda que éste era un camaleón social, querido por unos, odiado por otros y que actuaba de una manera ilógica, casi un anatema para lo que debería ser el frío trabajo del banquero privado. Su mundo enclaustrado de hombres privilegiados que hablan en habitaciones cerradas, urdiendo planes para convertir sus fortunas en poder, puede recordar, sin duda, a una historia de John le Carré, sobre todo por la sensación general de cansancio y apatía entre los protagonistas. Pero el tono oscuro, desconcertante y poco dispuesto a revelar nada, a dotarle de un cierre tradicional, nos sitúa no menos cerca de los túrbidos universos de Lynch.
Es fundamental que tengamos en cuenta, por su parte, al shakesperiano personaje de Inès De Wiel. La esposa del banquero, aunque parezca contentarse con que la lleven a otra habitación, cuando se trata de hacer negocios en un mundo de hombres, nos dispone ciertos indicios de que ejerce algún tipo de control sobre su cauto marido. Ella misma será quien le explique, en medio de una fiesta, a la señora Lacrosteguy (Carmen Iriondo), lo que significan ciertas expresiones en argot: faire cousin Antoine (hacerse el despistado para no saludar a alguien), faire singe en bouche d’or (hacerse el inocente), avoir deux jaunes (se dice de alguien en quien no se puede confiar) y, sobre todo, Azor, la palabra en clave para guardar silencio, ten cuidado con lo que dices. Ya está, el diálogo nos ha situado ante el horror de la realidad. Nuestras premoniciones se confirman. La conversación posterior entre De Wiel y su esposa confirma lo que hemos percibido, ya que, cuando Yvan le confiesa a su mujer que Keys era insustituible para todos, su mujer le replica, de inmediato: Al contrario, Yvan, llegarás donde Keys nunca llegó. Pero no digas nada. Azor: el fuera del encuadre, el ojo de la tormenta, la ilusoria apariencia de normalidad, quietud y calma. El simbolismo de los nombres parece algo orgánico, y mientras el personaje de René Keys, como decíamos antes, podría contener las claves del éxito, un misterioso Lázaro, anotado en la agenda del primero, promete el regreso de los muertos. Las puertas están cerradas y el espectro de Graham Greene, cuyo antihéroe es, sin duda, De Wiel, surge espontáneamente de entre las sombras. La dictadura y sus políticas neoliberales, que han acabado, de una vez por todas, con el proteccionismo social del peronismo, es un fenómeno omnipresente, aunque su poder sea invisible y emane casi con las formas de una asfixiante atmósfera masónica, que emana de las pequeñas élites que conspiran. De Wiel quería una misión y por sus propios pecados le dieron una. Los ecos de Conrad nos asaltan, a cada tanto: «profirió, en un susurro, ante alguna imagen, ante alguna visión, por dos veces, un grito que no era más que un suspiro: ¡El horror! El horror!»[2]CONRAD, Joseph. 1981. Heart of darkness. The secret sharer. New York: Bantam Books, p. 118.
La búsqueda de Keys por parte de Yvan De Wiel, es lógico, hace guiños a El corazón de las tinieblas, sobre todo en ese capítulo final en el que el banquero viaja, río arriba, en barco, hacia un destino que alterará el curso de su vida, pero esta alusión, una vez más, resulta ser deliberadamente engañosa, pues el giro que Fontana le otorga es evidente: mientras que Marlow se enfrenta cara a cara con el alma maligna del colonialismo, encarnada en Kurtz, el corazón oscuro de Azor reside en el propio Yvan de Wiel. Lo que le haya ocurrido a Keys es irrelevante en última instancia, ya que no es más que una víctima de la misma maquinaria de la muerte cuyas ruedas De Wiel parece encantado de engrasar. ¿Es Kurtz, entonces, o se trata del Harry Lime de Graham Greene y Orson Welles? Al fin y al cabo, la película de Fontana no termina con el banquero alcanzando alguna revelación transformadora sobre la naturaleza del capitalismo, sino con él experimentando una catarsis de alivio y autosatisfacción. ¿Y por qué no iba a estar contento? Al encontrar una forma de sacar provecho de la salvaje brutalidad de la junta, Yvan De Wiel ha enorgullecido a su familia. El banco suizo vino a rescatar a esta población, en principio asfixiada por la autocracia peronista, y al mismo tiempo consigue un contrato secreto del Gobierno. Azor cuestiona o más bien plantea el desprecio de la conciencia moral entre la clase privilegiada que podía dar la mano a militantes si eso reportaba beneficios al negocio. Lo que Keys fue incapaz de completar, De Wiel, con su rápida sofisticación, ha sido capaz de lograrlo. Por eso sonríe. Mistah Kurtz –he dead. Este epígrafe de Eliot con el que yo mismo comenzaba mi texto –cita, en realidad, de Conrad y su Heart of darkness– parece rememorar con nostalgia, incluso, a esos hombres monstruosos que por fin creían en lo que hacían, por horribles que fueran los resultados, estableciendo un contraste natural con la oquedad del hombre moderno, que fundamentalmente no cree en nada y está, por tanto, vacío en lo más profundo de su ser. Se establece, así, el escenario y el tema e inicia un patrón rítmico.
Permítanme terminar, pues, con los inolvidables párrafos de la novela de Conrad, que guarda con la extraordinaria película de Fontana, hic et nunc, una similitud patente, sencilla, como un escalofrío que se marcha con la misma rapidez con que adviene: «Curiosa cosa es la vida, esa misteriosa disposición de lógica despiadada para un propósito inútil. Lo más que se puede esperar de ella es cierto conocimiento de uno mismo que llega siempre demasiado tarde, una cosecha de arrepentimientos inextinguibles […] sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de la victoria, sin el gran temor de la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin creer mucho en tu propio derecho, y menos aún en el de tu adversario. Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que algunos de nosotros pensamos que es. […] Después de todo, Kurtz era la expresión de una especie de creencia; tenía candor y convicción, tenía una vibrante nota de revuelta en su susurro y el rostro atroz de una verdad vislumbrada: la extraña mezcla del deseo y el odio. Y no es mi propio extremo lo que mejor recuerdo: una visión de grisura sin forma, llena de dolor físico, y un desprecio despreocupado por la evanescencia de todas las cosas, incluso del propio dolor. […] Es su extremo lo que me parece haber vivido. Cierto, él había dado la última zancada, había cruzado el borde, mientras que a mí se me había permitido retirar mi pie vacilante. Y tal vez en esto radique toda la diferencia; tal vez toda la sabiduría, y toda la verdad, y toda la sinceridad, estén comprimidas en ese inapreciable momento de tiempo en el que cruzamos el umbral de lo invisible. Quizás. […] Se trataba de una afirmación, una victoria moral pagada por innumerables derrotas, por abominables terrores y satisfacciones. Pero fue una victoria. Por eso he permanecido fiel a Kurtz hasta el final, e incluso más allá, cuando mucho tiempo después volví a oír, no su propia voz, sino el eco de su magnífica elocuencia lanzada hacia mí desde un alma tan translúcidamente pura como un acantilado de cristal»[3]Ibíd., pp. 119-120[2].
Azor: habla también tú, pero hazlo el último. El resto es silencio.
Ficha técnica |
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