Nada más erguirse sobre sus patas traseras se dedicaron a mirar por encima del hombro a sus vecinos, los primates, y a menospreciarlos sin compasión: que si fíjate cómo se escarban con el dedo la nariz; que si mírales qué manera de vaguear, todo el día sentados en las ramas; que si no hacen más que despiojarse, rascarse, copular y copular…
Cuando se aburrieron de tener ociosas las manos y de criticar, se les ocurrió fabricar útiles de cocina y herramientas, pusieron baldas en las cavernas, amontonaron leños para cuando llegaran las nieves y establecieron unas rutinas diarias.
Para alimentarse, se organizaron en cuadrillas. Por las mañanas, bien temprano, los cazadores afilaban las puntas de sílex y al anochecer volvían agotados con corzos y liebres ensartados en palos que las hembras descuartizaban, deshuesaban —para los más pequeños del clan—, sazonaban y almacenaban a la fresca al fondo de la gruta.
Más que nada todo lo hacían para diferenciarse de aquella chusma.
―¡Qué asco me dan! ―gruñían unos, arrojando piedras a los primates―. Míralos, solo saben despiojarse, rascarse, copular y… copular.
―Nunca llegarán a nada ―asentían otros, altivos.
Y así continuaron, madrugando y trabajando, ventilando sus cuevas todas las mañanas, inventando cada día alguna prohibición nueva, y sacando la basura ante la mirada divertida de aquellos seres primitivos, que no hacían más que despiojarse, rascarse, copular y… copular.