«Tú creces de mi vida en el desierto como crece en un páramo la flor»
G.A. Bécquer
En la búsqueda de un sentido para la existencia (y esto lo sabía bien Albert Camus)[1]En El mito de Sísifo (1942) Albert Camus plantea el final de toda elucubración filosófica sobre el sentido de la vida como una llegada al desierto, al absurdo, donde permanecer resulta prácticamente insoportable, de ahí nuestra necesidad de recurrir a Dios u otros sucedáneos para explicarnos. el problema no reside en arrastrarse hasta el desierto, donde todo razonamiento se agota y encontramos, por fin, una revelación… No, lo verdaderamente difícil es hallar la manera (el motivo) de permanecer allí. En esa indagación, la pintora Agnes Pelton no solo llegó, persiguiendo al Sol, hasta el desierto, sino que le consagró también su vida y su arte.
Alemana de nacimiento,[2]Ambos progenitores eran, sin ambargo, estadounidenses. Agnes Lawrence Pelton (1881-1961) emprendería desde su infancia un peregrinaje hacia el Oeste, donde la luz se detiene y restalla durante un último segundo antes de abismarse en la noche; una trayectoria que al principio será solo geográfica e inconsciente, pero que llega a constituir con el tiempo una auténtica metáfora de su devenir interno. Su biografía se asemeja así a una novela tal y como la concebía Stendhal: «un espejo que se pasea a lo largo de un camino», salvo que en este camino ella supo intuir y reflejar realidades situadas más allá de los ojos…
En 1888 deja Europa y se marcha con su madre a Nueva York, donde permanecerá hasta 1921 con ausencias notables como una estancia de estudios en Roma, entre 1910 y 1911, o su determinante visita a Taos (Nuevo México) en 1919; antes de todo esto, había estudiado arte en el Pratt Institute (Brooklyn, Nueva York) de 1895 a 1900. Es en esta primera etapa cuando una joven Pelton, de formación modernista, comienza a descubrir su atracción por la pintura de paisajes, la luz, el desierto y la teosofía de H.P. Blavatsky, que acabarán definiendo toda su exploración estética y simbólica. En 1921, a la muerte de su madre,[3]El padre había fallecido mucho antes, en 1891, debido a una sobredosis de morfina. se traslada a vivir a un molino de viento rehabilitado en Long Island (Nueva York), y finalmente a la desértica Cathedral City (California) en 1932. Para entonces ya coqueteaba con la abstracción y había participado en varias exposiciones, si bien ganaba algún dinero pintando retratos y vistas del desierto que vendía a los turistas.
No es el gusto de Pelton por los parajes áridos e indómitos una cuestión meramente efectista, ni casual. Hay en ella algo de esa fascinación por el entorno salvaje tan habitual en el paisajismo norteamericano, el cual hunde sus raíces en los artistas y postulados de la Hudson River School, es decir, en una tradición romántica donde la expresión de la Naturaleza no es solo «un marco físico al que se accede mediante una descripción de su corteza, de su epidermis, sino, al contrario, un espacio omnicomprensivo, profundo, esencial, con valor cósmico…» (Rafael Argullol). Asimismo, hay que dar su justa dosis de importancia a otro grupo, la Taos Society of Artists, que conoció en su citada estancia allí, cuyos miembros estaban profundamente interesados por los paisajes y la cultura nativos. Pelton hereda y asimila todo este universo para superarlo.
Inspirada quizá por las creencias amerindias, o a raíz de alguna experiencia personal, para ella el desierto ya no actúa como un espacio evocador de lo misterioso y espiritual, sino como algo sagrado en sí mismo, un lugar de encuentro con «lo otro». Esta misma idea, así como el interés por los ocultismos, la compartirá con sus compañeros del llamado Trascendental Painting Group, formado en 1938, quienes se oponían a todo pintoresquismo para explorar las posibilidades de la pintura como vehículo hacia «verdades eternas» y mundos ideales en lo que no deja de ser un eco a lo que proponían Kandinsky, Mondrian o Kupka al otro lado del Atlántico, eco que, lanzado a las montañas y desiertos del Oeste, reverberaría con lenguajes propios e insospechados.
Al contrario que sus camaradas, Agnes Pelton rara vez se dejará seducir completamente por la abstracción lírica y/o geométrica ni se conformará con panoramas idealizados a la manera de muchos de sus instructores (Langson Lathrop, Easter Field, Wesley Dow…). Más cercana estará, en un principio, a las escenas fantasiosas, enigmáticas, de Arthur B. Davies, de las cuales se desprende otra premisa básica: la imaginación como auténtica forma de conocimiento de la sustancia última de las cosas; y es que ella, sentada sobre su sombra en mitad del páramo, merodea y plasma sus propias visiones… «Mis pinturas abstractas son tan reales para mí como la naturaleza, pero no son imágenes materiales, sino mentales», escribe. Si el desierto le había fascinado inicialmente por su luz, por la manera en que se muestra el «espíritu de la Naturaleza», pronto lo incorporará a su imaginario como una metáfora de su propio mundo psíquico, el desierto actúa así como un espacio real iniciático, pero también como un símbolo y, por tanto, como algo que debe ser trascendido.
Hablar de Agnes Pelton es hablar de la búsqueda paciente de esa trascendencia, situada siempre un poco más allá del desierto, justo donde éste se une con el cielo, que históricamente representa realidades suprahumanas e inaccesibles desde el plano físico en que nos encontramos, lo cual no quiere decir que no puedan intuirse. Frente a la especulación que caracteriza buena parte de la abstracción europea, ella será una pintora de intuiciones, a las cuales se aproxima además desde una actitud contemplativa que deriva, a su vez, en todo un universo simbólico, habitualmente figurativo, puesto en sintonía con ese anhelo inmóvil, como de reloj roto, que aguarda simplemente a que algo suceda…
Aunque, como señala Rachel Middleman, resulta problemático decodificar sus imágenes, buscarles un origen y significado concretos, ya que «provienen de fuentes personales como sueños, visiones de vigilia y percepciones de la Naturaleza», lo cierto es que Pelton, en su juego de formas y correspondencias, se vuelve a veces cristalina. Así, sus paisajes, divididos a menudo en tres niveles (tierra, horizonte y cielo) abundan en apariciones como figuras aladas, estrellas, nubes, geometrías entrelazadas… Un diálogo vertical que queda bien ejemplificado en la imagen recurrente de la flor, hija de la tierra y del agua, lo que en lenguaje simbólico equivale a decir que nace de la unión entre mundo material y espiritual; asimismo, ese agua permite a la flor alzarse, de manera humilde, hacia el cielo, que debemos entender aquí como hogar de lo trascendente y origen de la luz, verdadera protagonista de sus lienzos: «Toda mi abstracción tiene que ver con la luz y la beneficencia de la luz, porque es sabido que la luz es realmente vida».
En muchos aspectos, da la impresión de que Agnes Pelton se percibe a sí misma como esa flor en el desierto, quieta, con la mirada elevada hacia el sol y las nubes en actitud de meditativa espera («La pintura debe llegar por los canales de la meditación y no por las autopistas de la acción» dirá más adelante Mark Tobey).[4]Pintor enmarcado en el llamado Expresionismo Abstracto, cuya línea de investigación estuvo también muy ligada (eso sí, desde un enfoque estético y filosófico diferente) a la espiritualidad del arte, en particular desde una sensibilidad budista. Pese a que se ha hecho mucho hincapié desde la historiografía yanqui en la raigambre teosófica de su pintura y planteamientos (no olvidemos que la Sociedad Teosófica se funda en Nueva York, 1875), personalmente me parece que en ella prima una gran inquietud espiritual que la lleva a tantear toda una variedad de sensibilidades que, incluyendo la Teosofía, llega también al chamanismo indio o el cristianismo europeo,[5]Recordemos su estancia en Roma (1910-1911), donde debió conocer bien la pintura de los grandes maestros renacentistas y barrocos, plena de misticismo. pasando incluso por la Cultura Polinesia.[6]También visitó Hawai. Ella, como la flor, tan solo aspira a ser receptáculo de la actividad celeste, libre de cualquier dogmatismo que, por definición, habrá de ser arbitrario y limitado, terrenal.
Su pintura, que llegaba a acompañar de pequeños y crípticos poemas de carácter metafísico,[7]Costumbre habitual en otros artistas del mismo palo (Klee, Cattiaux, Wols, etc.). es pues el resultado de una travesía valiente e inacabada. Donde Camus solo encuentra el absurdo como punto muerto a toda elucubración existencialista, Pelton decide quedarse y mantener sus ojos fijos en el horizonte, convencida de que, escondido tras las últimas montañas azules, existe algo más, siempre a la caza de nuevas visiones que se proyectan como faros sobre la noche del inconsciente…
Ignorada hasta hace poco por la Historia del Arte y por buena parte de sus contemporáneos debido a su ostracismo, pero sobre todo a su sexo (algo similar le ocurrió a Hilma af Klint, con quien se la ha comparado en más de una ocasión), Agnes Pelton representa un punto luminoso en la búsqueda de lo espiritual en el arte,[8]Su elevada calidad técnica, así como la comprensión de aquello que pintaba, le merecen de sobra este calificativo de «punto luminoso». Para mí, una artista de una envergadura y exquisitez sorprendentes. un largo viaje del que también participaron Kandinsky, Cattiaux, Delaunay (Sonia y Robert), Bisttram, Jellet, Kupka y tantos otros a los que ni siquiera un turbulento siglo XX pudo disuadir. Al final, eso sí, en ella como en el resto, siempre se produce un encuentro con el silencio; silencio, no solo porque sus figuras no hablan, sino porque no tienen rostro y por lo tanto sugieren, pero no revelan… Tan solo una chispa, un diminuto satori,[9]Palabra japonesa que, en el contexto del budismo Zen, alude al momento del despertar o la iluminación. nos permitirá romper el lienzo y mirar a través del ojo de cerradura al que nos invita su obra: «un reino espiritual donde las formas terrenas devienen en trascendentes» (Rachel Middleman).
Referencias
↑1 | En El mito de Sísifo (1942) Albert Camus plantea el final de toda elucubración filosófica sobre el sentido de la vida como una llegada al desierto, al absurdo, donde permanecer resulta prácticamente insoportable, de ahí nuestra necesidad de recurrir a Dios u otros sucedáneos para explicarnos. |
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↑2 | Ambos progenitores eran, sin ambargo, estadounidenses. |
↑3 | El padre había fallecido mucho antes, en 1891, debido a una sobredosis de morfina. |
↑4 | Pintor enmarcado en el llamado Expresionismo Abstracto, cuya línea de investigación estuvo también muy ligada (eso sí, desde un enfoque estético y filosófico diferente) a la espiritualidad del arte, en particular desde una sensibilidad budista. |
↑5 | Recordemos su estancia en Roma (1910-1911), donde debió conocer bien la pintura de los grandes maestros renacentistas y barrocos, plena de misticismo. |
↑6 | También visitó Hawai. |
↑7 | Costumbre habitual en otros artistas del mismo palo (Klee, Cattiaux, Wols, etc.). |
↑8 | Su elevada calidad técnica, así como la comprensión de aquello que pintaba, le merecen de sobra este calificativo de «punto luminoso». Para mí, una artista de una envergadura y exquisitez sorprendentes. |
↑9 | Palabra japonesa que, en el contexto del budismo Zen, alude al momento del despertar o la iluminación. |