Cuando se haya pasado el ingreso y siga yendo a comer los domingos, a hablar de mitología griega y a pasear despacito por el barrio se me olvidarán o se me habrán olvidado los días del hospital, en mangas de camisa, con los ojos bien abiertos y la sonrisa torcida. El sufrimiento de los demás y el tuyo. La sangre de los otros y la tuya. Los pies del desconocido amable de detrás de la cortina que nos compra agua fresca y comenta el menú. Responde muy seco al teléfono pero es suave con su sobrino y su madre, a los que claramente cuida con esmero.
El olor estéril que se queda pegado a la mirada, a las manos, a las fosas nasales y que se entremezcla con mi sudor, porque son días de 39, 40 grados, olas de calor, sol resplandeciente y fuego.
Hay tormentas eléctricas y te pierdes arcoiris vertiginosos que cruzan el hemisferio, flores de cactus bellas que crecen y mueren en un suspiro, calor. Lo documento todo con esmero y remando las fotografías para que no te pierdas nada, para que puedas recuperar las conversaciones en cuanto nos sentemos en casa pegadas al ventilador (se han acabado los aires acondicionados en Madrid).
Cuando estemos disfrutando del frescor en los pies que nos insufla esa máquina que cambia de color y lanza bocanadas de vapor de agua yo no querré recordar y negaré la memoria y la empujará lejos, lo más lejos posible, hasta la próxima vez. Pero nuncanuncanunca se me olvidará que Pública, Siempre.
