Mi viaje empezó mucho tiempo atrás, siendo yo portero del equipo de fútbol de mi pueblo, cuando me destrozaba los codos y las rodillas en los rugosos campos de tierra. Recuerdo a mi madre protestando de que hubiese roto tan deprisa los pantalones, mientras curaba mis caderas magulladas con rascones. Mi viaje continuó, después, con mi admiración por los campos de césped de los colegios católicos, los mismos cuyos equipos después nos goleaban, aunque el entusiasmo por jugar en esos prados celestiales lo compensara todo. Y prosiguió más tarde, cuando, tras acabar el colegio su jornada, mis amigos y yo inundábamos el parque de nuestro pueblo y nos deteníamos ante las superficies de hierba y el cartel que nos vedaba el acceso: Prohibido pisar el césped. Esa sensación de rabia me acompañó toda la infancia. Después acabé el instituto, conocí a María, conseguí un trabajo, nos casamos y tuvimos a Gabriela, nuestra primera hija. Y pensé que esa rabia ya se había terminado. Pero llegó el día en que María quedó embarazada de nuevo (esta vez, de Valentina) y debía guardar reposo. Así que, cada día, nada más llegar del trabajo, yo ponía a Gabriela en la silla de mi bicicleta y nos íbamos juntos al parque a pasar la tarde entera.
Ahora las cosas han cambiado, claro: Darío ha nacido, somos muchos en casa, y Valentina ha crecido hasta convertirse en una niña capaz de eclipsar el sol. A sus siete años, Gabriela tiene celos de ella y a menudo se enfada conmigo y me pide cosas que sabe que yo no le puedo dar. Pero por aquel entonces vivíamos una suerte de romance epocal. Nada podía separarnos. Siempre ha sido una niña muy despierta y yo le dejaba hacer lo que quisiera. Y es que, en verdad, nunca hacía nada malo. Un día, en el parque del pueblo, se le ocurrió pisar el césped para ver qué había dentro del tronco hueco de un olivo. Una vez allí quiso pintarlo con el barro de la tierra regada, y yo le hice un pincel con briznas de hierba, una cuerda y un palo. Después cogimos más palos todavía e hicimos casitas para ardillas alrededor del árbol. Gabriela las decoraba con flores y arrancaba hojas anchas de la hiedra para que fueran los platos en los que colocaríamos su comida. Cuando andábamos cogiendo piñas, se acercó el jardinero y nos dijo que no se podía pisar el césped. Yo no entendí muy bien sus palabras, inmerso como estaba en el sueño que había fabricado Gabriela; el jardinero me repitió que no podíamos pisar el césped, pero yo no quería salir de ese sueño (no todavía), y él insistió en que no podíamos pisar el césped, y yo le pregunté: ¡¿por qué no?! Era verano, hacía calor, la hierba estaba fresca, había sombra bajo el olivo. Mi hija podía tumbarse y hacer volteretas sin daño, y yo acompañarla sin miedo. Me dijo que no se podía. Pero si no se puede pisar —le contesté—, si no se puede tocar, si no se puede usar, si no se puede disfrutar, entonces ¿para qué sirve? Me dijo que eso, él, no lo sabía. Le contesté que, si tanto le molestaba lo que estábamos haciendo, llamase a la policía. Así lo hizo. Cuando la policía llegó me repitió que no se podía pisar el césped, y yo contesté que no sabía qué demonios hacía pagando los impuestos que costeaban este parque municipal. A partir de ahora, no iba a pagar por nada que mis hijos no tuviesen derecho a tocar siquiera. Los agentes trataron de razonar conmigo. Me dijeron que, si todos los niños pisaran el césped, éste se echaría a perder en seguida. ¡Pues que se eche a perder! —les contesté— ¡Al menos así serviría para algo! Yo era mecánico: sabía que las cosas se estropeaban; pero jamás se me ocurriría decirle a un cliente que dejase de utilizar su coche para no tener que repararlo. Si el césped se echaba a perder, que invirtieran más dinero en cuidarlo, que para eso servía: para gastarlo en cosas que mejoraban la vida a la gente. ¿No era ese el cometido de un presupuesto municipal? ¿No entendían lo absurdo que era todo? Estábamos gastando dinero en regar y cuidar algo que nuestros hijos no podían aprovechar.
Y lo mismo pasaba con muchas otras cosas. Con los colegios, por ejemplo: los niños cada vez pasaban menos tiempo en clase y los edificios se cerraban más pronto. Nadie los usaba durante el resto de la tarde. ¿No podríamos montar actividades allí dentro? ¿No podrían organizarse cursos para adultos, talleres extraescolares, abrir aulas para que los niños pudiesen hacer ahí los deberes, o sencillamente pasar un buen rato en el patio, merendando con sus familias? ¿Era tan descabellado? ¿Por qué nadie en el ayuntamiento lo proponía? ¿A qué se dedicaban los políticos? ¿No era su misión mejorar la vida a la gente? Por no hablar de la piscina municipal, que sólo abría sus puertas en verano, y ni siquiera entonces era gratuita; ni de los miles de millones de impuestos de los que no obteníamos beneficio alguno. ¿Por qué habíamos tenido que rescatar a los bancos después de su quiebra? ¿Por qué teníamos que sufragar a la Iglesia? ¿Por qué, a la Monarquía? ¿Por qué teníamos que bonificar, de nuestro bolsillo, a las grandes empresas eléctricas, a las constructoras, a las petrolíferas? ¿Por qué el Estado seguía malvendiendo sus tierras, sus bosques, sus hospitales, sus recursos, sus escuelas, a fondos extranjeros en vez de ponerlos a punto y al servicio de la ciudadanía? Y qué decir de la inversión en un ejército que jamás me había protegido a mí, a mis vecinos ni a mi familia, que sólo se había dedicado a exportar sus males al mundo. ¿Y después de todo esto, me decís que mi hija no puede pisar el césped? ¡No!
A estas alturas, los policías habían dejado de escucharme y trataban de expulsarme a la fuerza del parque. No contaron con el resto de las familias, quienes, en el momento en que los agentes quisieron ponerme las manos encima, amenazaron con interponer sus cuerpos y montar una verdadera trifulca. Para entonces sus chiquillos ya correteaban por la hierba y no la iban a abandonar por su propia voluntad. En vista de las circunstancias, los agentes desistieron, no sin antes pedirme que les diera mis señas de identidad, que les proporcioné gustosamente. Una semana después recibí una notificación por la que se me informaba de que había sido acusado de un delito de resistencia a la autoridad, del que podía derivarse una pena de prisión de tres meses a un año, o una multa de seis a dieciocho meses. Se me citaba en el juzgado en la fecha indicada. Todo lo que pasó después es historia conocida. Perdí el juicio y pagué la multa. Pero la noticia ya había corrido como la pólvora entre los vecinos del pueblo. Junto con algunos de los padres que me defendieron aquel día, fundamos un partido político y nos presentamos a las elecciones locales, en las que terminé siendo alcalde. Mi historia se dio a conocer en los medios de comunicación. Me hice popular. Seguro que recordáis el primer cartel electoral, aquél en el que aparecía mi hija Gabriela saltando en el césped, cuando apenas tenía cuatro años y me quería tanto que su amor era el aire que yo respiraba.
Durante los siguientes tres años, el partido consiguió dar el salto a nivel nacional. Repetíamos siempre el mismo mensaje, que se convirtió en nuestro único lema: «Se puede pisar el césped». La gente lo comprendió en seguida. Recibimos miles de adhesiones: las de asociaciones de padres y madres, organizaciones educativas, colectivos de vecinos, clubes deportivos, agrupaciones juveniles, sindicatos de estudiantes, plataformas ecologistas y de consumidores, cooperativas agrícolas, asociaciones de pediatras, pedagogos, jueces, arquitectos y paisajistas, y muchos otros grupos más. Todos ellos nos votaron y gané las elecciones.
Señorías: mañana, en el primer consejo de ministros de mi nuevo gobierno, la única propuesta de nuestro programa electoral se convertirá en la primera ley de la legislatura. Por fin en este país se podrá pisar el césped. Y después vendrán los colegios, los hospitales, los ríos, los bosques, la tierra, y todo lo que el pueblo quiera que venga.