Encontrarme con el cine de Alexandre Koberidze ha sido muy grato. Bucear en su universo tan particular en los dos cortos y dos largometrajes que he podido disfrutar denota que este joven director tiene talento y realiza un cine inclasificable y muy atrayente.
Su última película “Qué vemos cuando miramos al cielo” (2021) me produjo desconcierto por su especial forma de narrar. Ese comienzo cautivador de fábula que te introduce en la historia de la pareja que se enamora por sucesivos encuentros fortuitos en la calle, va difuminándose y a la vez fusionándose con el constante ir y venir de historias adyacentes enmarcadas en la ciudad que articula y une cada una para latir al unísono, animales incluidos, para hacerla brotar y respirar, aportándole una dimensión orgánica.
Pero, una vez que te instalas en ese lenguaje y disfrutas cada plano y la expresiva y emocionante banda sonora, el aturdimiento da paso a la fascinación y ese engranaje funciona a pleno rendimiento con una escritura poética, delicada y sensible.
Y esas bases son las que nos permiten conectar desde el principio con este primer largo que he visto hoy, con un lenguaje críptico y enigmático que descifras al momento y te hace sentir partícipe. Koberidze parece que tiene un sello y me agrada hallar en su ópera prima elementos de los que bebe y logra en la siguiente conseguir pulir y madurar su estilo.
De nuevo he sentido ese desconcierto, pero esta vez por la utilización de imagen en baja resolución realizada con un teléfono móvil más antiguo en la que el efecto pixelado proporciona una textura que no agrada. Un desafío, sin duda, una valiente apuesta de romper una regla sacrosanta del cine de la alta definición, pues se encuentra presente en prácticamente la totalidad del metraje, salvo en unos planos muy nítidos de recuerdos en los que vemos las partes de un proyector de cine. Un debate a tener en cuenta, que hace reflexionar y te interpela constantemente con ese lenguaje que nada en un “impresionismo digital”, que es bastante atrayente en las imágenes nocturnas, de trenes u oníricas, pero que a mí me resultan molestas en otros momentos de paisajes urbanos o naturales. Como si ese pixelado nunca llegara a la textura que poseen las pinceladas gruesas, palpables de un cuadro impresionista, ni la luz que desprenden.
Aunque reconozco que hay planos muy conseguidos de esa forma, con ese especial tejido que te lleva a una abstracción y a lo indefinido. ¿Nuestros recuerdos, como los del protagonista, poseen una imagen pulida, limpia o nítida? Seguramente no, se pierden en un imaginario difícil de representar al milímetro, vagan y se mezclan con los sentimientos.
El director vuelve a utilizar un personaje central, pero se abre camino por vericuetos que palpitan en la capital de Georgia asentados de nuevo en personas y animales, abriendo un abanico de intrahistorias tangenciales que también son importantes en su cotidianidad, porque somos nosotros mismos, nos identificamos y vibramos con la chica que llora desconsolada, mientras su amiga le coge la mano; con el niño que lava un coche y que mira a cámara de forma espontánea; con el gato que lame la mano de la pareja en una conversación vital; con el perro que come un trozo de carne o con las numerosas y pausadas escenas de canes dormitando en una ciudad en la que cada miembro tiene su tempo –muchos pies caminan rápido, bullen y otros descansan–, pero parecen vivir en sincronicidad.
Porque si hay algo que le gusta a este cineasta son las personas, las trata con mimo, se detiene en sus momentos, las acompaña como elementos pertenecientes a la urbe, a los espacios, pero también los objetos o la naturaleza. Detenerse plácidamente en las hojas de arce caídas en el suelo, dotándolas de alma, en las fuentes, los bancos, el viento meciendo las copas de los árboles, dando volumen a las cortinas de las ventanas que asoman por placitas deliciosas –me recordaba a la película de Guerin «En la ciudad de Sylvia»– o enseñando las manos de diferentes personas que se agarran a la barra del autobús.
Todo es susceptible de ser reseñado, hasta lo más imperceptible a sus ojos y los nuestros, que nos convierte en voyeurs del pulso diario urbano y ser conscientes de que detrás de cada individuo anónimo existe un pensamiento y un estado, aunque seamos observados como algo indeterminado. ¿Quién no ha se ha parado a intentar adivinar la vida de alguna persona que nos cruzamos e inventamos su historia?
Un cine observacional, muy contemplativo, documental. ¿Que podría tener menos metraje? Pues sí, pero creo que es parte de su encanto ese recrearse de forma tan dilatada, casi a tiempo real, tal como hacía Tarkovski en “Sacrificio” o Akerman en “Jeanne Dielman…”. Un cine para ver con paciencia, contagiarse de su aura, respirar a la vez y fluir en esa gramática cinematográfica tan poética, calmada, con guiños al cine mudo, con intertítulos y subtítulos aclaratorios tan especiales. Realizado con una caligrafía tan preciosista como el alfabeto georgiano de los créditos, con esa grafía tan estética, redondeada y delicada.
Menos mágica que su última propuesta, sin fantasía, con más dolor y problemática social en ese chico que emigra del campo a la ciudad para ser bailarín, sus problemas, inicio en la prostitución y peleas callejeras para subsistir, el enamoramiento de un oficial y sus encuentros clandestinos por la presión homófoba del país y el fin por la marcha a la guerra que pone punto y final al verano a la vez que la relación.
Una película perfectamente imperfecta, sorprendente, realizada con maestría e ingenio y que nos deja un buen sabor de boca esperando nuevas propuestas de este especial director.
Texto de Estrella Millán Sanjuán