El otro día, mientras estrechaba lazos con un periquito recién adoptado, éste se puso extremadamente cariñoso y ruidoso; agradecía de verdad que le hiciera caso, y lo expresaba con una elocuencia cristalina, sin necesidad de palabras. En ese momento de conexión se me pasaron por la cabeza dos cosas: primera, que lo más bonito que podíamos aportarnos mutuamente es una forma única de relacionarnos, de experimentar nuestra manera de estar en el mundo; la otra, que volvería pronto a la carga con un artículo dedicado a Franz Marc, uno de mis pintores totémicos y gran amigo de los animales.
No es Franz Moriz Wilhelm Marc (Múnich, 1880 – Verdún, 1916) una persona sospechosa de haber caído en lecturas superficiales sobre la Naturaleza entendida como espacio bucólico frente a una corrompida realidad única y esencialmente humana. Sí podríamos, en todo caso, detectar ecos de ese otro fenómeno, mucho más complejo, que el historiador y mitólogo Mircea Eliade denominaría como «Nostalgia de la Edad Dorada», y que otro alemán célebre, Novalis (1772-1801) ─ poeta al que Marc debió leer o al menos conocer de oídas ─, plasmó en su Discípulos en Sais, de publicación póstuma en 1903. Sucintamente, dicha «nostalgia» se dimanaría del deseo innato que experimenta el ser humano por recuperar su conexión original con el mundo que lo rodea, un retorno al estado natural, pleno y salvaje.[2]M. Eliade, Mitos, Sueños y Misterios (1957). Con todo, la postura del pintor estará alejada del tono intelectual (casi esotérico en algunos aspectos) que esgrimen Eliade o Novalis para abrazar en vez una visión mucho más intuitiva del mundo animal, basada en la empatía, como queriendo mirar a través de otros ojos todavía abiertos a lo que perdimos.
Pese a que Marc mostró una manifiesta desconfianza y hasta hostilidad hacia el camino tomado por las sociedades occidentales de su tiempo, su arte no tiene nada que ver con la actitud autocomplaciente de un misántropo que da la espalda al resto. Muy al contrario, parece estar buscando la inocencia original, un camino de vuelta hacia esa capacidad extraviada para estar en el mundo con la misma sabiduría que, en cierto modo, ostentaban esos animales a los que él admiraba. No hablamos de evasión ni de rechazo; estamos ante alguien que persigue una renovación total del arte, la mente y el espíritu humanos. En este giro transformador enlazaría con otros artistas de la época, entre los que cabe destacar a su amigo August Macke, Paul Klee, Mary Franck ─ quien acabaría siendo también su compañera sentimental ─ o Wassily Kandinski, junto al que expone en 1911 bajo el famoso nombre de Der Blaue Reiter (El jinete azul), agrupación artística llamada a cambiar la historia del expresionismo alemán.
Se da así en la figura de Franz Marc un encuentro entre la más nítida conciencia sobre la modernidad plástica y una idea, podríamos decir, ancestral acerca del mundo y de aquello que buscamos en él. Cuando decide poblar sus lienzos de caballos, tigres, ciervos, vacas… no lo hace con vocación pintoresquista, sino desde la fascinación del primer humano que, sobre la roca, plasmaba las siluetas de aquellos mismos animales, sabedor de que guardaban en sí algún tipo de misterio espiritual. De hecho, mientras que algunos de sus coetáneos, como Kandinski, dirigirán sus pesquisas e interrogantes hacia realidades abstractas en un intento por dialogar directamente con lo metafísico, dotándolas para ello de una forma sensible por medio de diversas geometrías ─ fenómeno, por cierto, también rastreable en determinados ejemplos de arte prehistórico ─,[3]J. Clottes y D. Lewis-Williams, Chamanes de la Prehistoria (1996) / J.L. Sanchidrián, Manual de arte prehistórico (2001). Marc insistirá en las representaciones animales aun cuando abandone progresivamente cualquier tipo de realismo para sumergirse en la veta simbólica.
Furor causó en 1898 aquel Caballo blanco de Paul Gauguin, el cual terminaba siendo verdoso debido a un juego de luces y reflejos. Habrían sido dignas de ver las reacciones de esa crítica artística al contemplar los caballos azules, rojos y amarillos de Franz Marc. No es casual este parentesco. Ya Gauguin había dado pasos cruciales hacia el imperio del símbolo sobre las apariencias, desligando formas y colores con respecto a su vieja función mimética para dotarlos de un nuevo significado subjetivo. En este sentido, la influencia ejercida por el francés no solo resulta demostrable y reconocida, es también un nexo natural y lógico entre dos artistas preocupados por lo mismo: revelar el espíritu del mundo; un esfuerzo en el que el alemán, alentado quizá por lo vibrante de su época y el bagaje que ofrecían las primeras experiencias de vanguardia, avanzará todavía un poco más hacia esa anhelada esencia del arte y del cosmos…
El simbolismo de Marc funciona de esta manera en dos sentidos. Por un lado, incorpora el significado arcaico de los propios animales, su función totémica, con especial atención a los grandes mamíferos (aunque desplegó una enorme variedad iconográfica); y por otro, introduce ese uso subjetivo del color que lo conecta con la tradición Nabi y Fauvista, así como con sus colegas expresionistas, quienes daban a cada color valores psicológicos y espirituales muy concretos.[4]W. Kandinski, De lo espiritual en el Arte (1912). Es más, transitará desde una temprana etapa inicial de estilo conservador, donde los animales son protagonistas de escenas deudoras aún de cierto naturalismo decimonónico o, al menos, de un simbolismo mucho más velado, hacia sucesivos cambios ─ aceleraciones incluso ─ que lo llevarán hasta estéticas más cercanas al posimpresionismo, primero, al cubismo y futurismo, después, para llegar prácticamente a la abstracción en sus últimas obras con reenvío al orfismo de Sonia y Robert Delaunay.[5]De hecho conoció a Robert Delaunay en 1912, durante un viaje a París.
De alguna forma, esa atracción instintiva por lo animal se verá enriquecida a lo largo de su propio devenir artístico y vital. Me parece importante no perder de vista lo original e innato de dicha atracción, pues de lo contrario podríamos cometer el error de considerarla un mero recurso iconográfico, y no es así. Como las sociedades cazadoras de tiempos pretéritos, Franz Marc percibía que los animales eran portadores de un cierto conocimiento arcano,[6]K. Armstrong, Breve historia del mito (2005). y toda su pintura estará enfocada a la búsqueda y expresión de esa verdad oculta, utilizando para ello los medios que la modernidad otorgaba. Hasta en obras de una abstracción evidente como Formas en lucha (1914) hay quien quiere ver la silueta residual de dos aves que se hacen estandarte, mediante el rojo y el negro, de ese combate entre fuerzas cósmicas.
Su vía de exploración artística y metafísica (que en él son la misma cosa) parece imbricada en un retorno a cierta espiritualidad propia de la era axial, si no anterior, pues los citados lazos con el arte paleolítico no son pocos ni anecdóticos. El mito del ser humano como epicentro de la creación, que en los siglos XIX y XX constituía también el mito de la ciudad moderna y del progreso, había dado ya muestras de caducidad mucho antes de verse sus peores consecuencias en forma de grandes crisis y conflictos bélicos. Al replegarse de nuevo hacia adentro en busca de verdades profundas, se encontrará con el viejo abismo y la punzante necesidad de comprensión, una comprensión personal y psicológica que pasaba por el abandono de esa falsa vanidad humana para devolverle a su sitio exacto en el planeta, junto a cada animal, planta, roca y nube…
El poso budista de su pensamiento apunta en la misma dirección. En su lienzo Los árboles mostraban sus anillos, los animales sus venas (1913), más conocido como El destino de los animales, que captura la angustia de varios animales durante el incendio de un bosque ─ y que curiosamente sufriría él mismo un incendio en 1917, siendo parcialmente restaurado por Paul Klee ─, incluye al reverso la siguiente frase extraída libremente del Dhammapada: «y toda existencia son llamas del sufrimiento».[7]El Dhammapada es una antología de dichos del Buda Gautama datada de hacia el siglo IV a.E. Ante la compleja experiencia de la vida, del sufrimiento que ésta entraña, Marc no concibe una discriminación cualitativa, todos estamos en la misma mierda. Incluso si contraponemos a esta lectura budista su también evidente y comprobada vena cristiana, veremos cómo sus interpretaciones del Génesis bíblico ponen el foco en el quinto y sexto día: los animales llamados a poblar el agua, el aire y la tierra antes que nadie. El humano, sin ser radicalmente excluido de su pintura, no merece desde luego un trato distinguido si no es para integrarlo, como en El sueño (1912), junto al resto de criaturas, y así se habría reflejado, con toda probabilidad, de haber seguido vivo para completar su proyecto de Biblia.
Con el estallido de la Gran Guerra en 1914, el pintor será reclamado al frente. Por entonces todavía creía en la capacidad renovadora de la guerra para una Europa enferma, aunque se desencantará de esta idea muy pronto; se trata de «la captura humana más mezquina a la que nos hemos rendido», escribe. Deprimido y destrozado por las trincheras del frente francés, tendrá que lamentar la muerte de su amigo August Macke al comienzo de la guerra y, más tarde, la de algunos ciervos que cobijaba en su hogar y que no fueron capaces de resistir al invierno. Una solicitud de exención le será denegada al inicio de 1916, poco antes de caer fulminado por la metralla un 4 de Marzo de ese mismo año, cerca de Verdún. Franz Moriz Wilhelm Marc, que tanto buscó y tan cerca estuvo del regreso a una mirada salvaje, no pudo siquiera encontrar ya el camino de vuelta a casa… La poeta Else Lasker-Schüler publica su necrológica: «Ha caído el jinete azul, un gran bíblico con la fragancia del Edén. Proyectaba una sombra azul sobre el paisaje. Él era quien aún escuchaba hablar a los animales; y transfiguró sus almas incomprendidas».
Un amigo y compañero de facultad comentaba, cuando veíamos a este tipo de artistas, que sería increíble saber a dónde habrían llegado si hubieran vivido cien o doscientos años. En este caso, Franz Marc quizá habría logrado dar la vuelta a esa inmensa tortilla del Arte y contarnos hoy, por primera vez en milenios, de qué estábamos hablando exactamente y cómo expresarlo mediante un último, mínimo y sagrado gesto estético…
Referencias
↑1 | Franz Marc, Vacas en lucha, 1911. |
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↑2 | M. Eliade, Mitos, Sueños y Misterios (1957). |
↑3 | J. Clottes y D. Lewis-Williams, Chamanes de la Prehistoria (1996) / J.L. Sanchidrián, Manual de arte prehistórico (2001). |
↑4 | W. Kandinski, De lo espiritual en el Arte (1912). |
↑5 | De hecho conoció a Robert Delaunay en 1912, durante un viaje a París. |
↑6 | K. Armstrong, Breve historia del mito (2005). |
↑7 | El Dhammapada es una antología de dichos del Buda Gautama datada de hacia el siglo IV a.E. |