Hemos visto recientemente, con el payaso de la nueva versión cinematográfica de It (Andrés Muschietti, 2017), como el género de terror suele caer en la exagerada deformación de sus personajes para llevarlos hacia la estridencia y conseguir con esa marcada caracterización terrorífica un miedo que se cree incapaz de conseguir por otros caminos cinematográficos. En It no sale ningún payaso, sino un monstruo terrorífico con algunos rasgos de payaso, tantos como de un Pit bull rabioso, todo aderezado con una continuada mirada y expresión de pederasta nórdico que no deja lugar a la normalidad ni a cualquier atisbo de sutileza. A Ghost Story de David Lowery, estrenada hace poco en España tras su paso por el festival de Sitges, quizás sea la película más alejada del taquillazo payasil de la temporada y eso quiere decir muchas cosas buenas.
Como si título índica, la película de Lowery trata de un fantasma en el sentido más estricto y clásico, una simple capa blanca con dos agüeros negros como ojos, que vuelve a su casa después de su muerte para hacer leves ruidos, vibraciones y alguna que otra virguería con la iluminación. Sin embargo, es precisamente este desmaquillado (nunca mejor dicho después de hablar del payaso de It), esta sencillez disfrazada de simpleza, la de poner al reciente ganador del Oscar a Mejor Actor, Casey Affleck, casi toda la película bajo una sábana blanca, la que permite a su cineasta adentrarse en terrenos propios y alejarse de los muros cerrados de los géneros más manidos y masticados por la ley de la taquilla. Como contrapunto a ese ser de película de terror que aquí deja de serlo se encuentra la belleza lánguida y profunda de Rooney Mara, presencia que compone la cara visible de la película, la parte de la pareja de amantes que permanece “sola” mientras el espíritu del ser por el que llora la observa a escasos metros.
Con un formato clásico, cercano al 4/3 y con las esquinas redondeadas como los antiguos daguerrotipos o la reciente y excepcional Jauja (Lisandro Alonso, 2014), la precisión del encuadre y la extensa longitud de cada plano y situación crean una sensación laxa de la realidad que desmiente la visible cercanía física de ambos actores. El fantasma no necesita otra luz, otro tono de imagen o ningún efecto para sentirse lejos, es el tempo cinematográfico el que le confiere a ese disfraz de Todo a 100 una poética sobrenatural que se carga de tristeza en cada plano que ambos comparten juntos. Lejos de ser una película que “de susto”, el exigente proceso de paciencia sobrepasa la historia de amor entre mundos (no estamos ante un remake de Ghost: más allá del amor – Jerry Zucker, 1990-) para convertirse, en una segunda parte realmente atrevida y ambiciosa, en una reflexión sobre el paso del tiempo y la importancia del recuerdo en el devenir de la existencia. Como si fuese un castillo de arena derrumbándose poco a poco ante las olas, este historia de amor se convierte en una huella de inmenso recorrido, poético y filosófico pero también cálido e íntimo. Y es que si Malick en la excepcional El árbol de la vida (2011) necesitó ir de los planetas hacia el dedo de un niño recién nacido, Lowery solo ha necesitado una sábana y eso, si tenemos la paciencia para ello, merece la pena verlo.
Ficha técnica
[…] Escribí más sobre A Ghost Story en Amanece Metrópolis. […]