A la hora de ver a los cineastas como profesionales que aprenden y se perfeccionan llama la atención el caso del chileno Pablo Larraín.
Si nos centramos en su carrera a partir de Neruda, podemos apreciar en ésa película un audaz y hasta cierto punto brillante intento de darle la vuelta como un calcetín a las convenciones del biopic de toda la vida.Neruda descompone el personaje como un cuadro cubista y lo antagoniza con el personaje de ficción de Gael García Bernal. Inexpresivo como ninguno, aunque a ver si no va a ser elección deliberada sino capacidades limitadas del actor.
Neruda es original y necesaria, valiente y renovadora, tanto como pelma y repetitiva. Ampulosa y de lírica redundante y algo estomagante y machacona.
Pero Larraín no desfallece y vuelve a intentarlo con Jackie, donde sustituye la figura del poeta por la de la primera dama del asesinado presidente y donde no hay un personaje de ficción con un peso en la trama similar al de Gael García Bernal. Sustituye de hecho al guionista Guillermo Calderón por el guionista Noah Oppenheim, nada más y nada menos que firmante de un episodio de la serie para adolescentes Divergente, productor ejecutivo del magazine matinal de la NBC y finalmente nombrado presidente de la cadena. Imagínense de qué lides puede salir uno de los mejores guiones de los últimos tiempos.
El secreto de Jackie es que el estilo de Neruda y el guión de Oppenheim maridan de forma pluscuamperfecta. Larraín sigue renunciando a ofrecer un biopic convencional y fragmenta y suspende en el misterio los días posteriores al magnicidio de Dallas. Mientras tanto el guión de Oppenheim se quita de encima toda la retórica del de un Calderón y resulta de una eficacia y de una convicción expresiva que asustan.
Jackie es la historia de cómo un icono y una imagen, de como una leyenda se resquebraja a manos de unos disparos y montón de sesos esparciendo sangre por un vestido de Chanel.
No deja de ser una historia de cultura americana, del boato, las apariencias y las convenciones que enmascaran la monstruosa violencia latente que ese mundo de la televisión y el enseñar la casa quiere ignorar. Jackie se lamenta que haya sido por esa tontería del comunismo y no por la lucha por los derechos civiles, como si le pidiéramos a la causa que ya puede ser lo suficientemente buena para hacernos despertar de nuestro sueño en el que disponemos un cheque en blanco para reformar la casa más famosa del país.
El formidable guión de Oppenheim avanza entre pequeños cuadros y pequeñas conversaciones que profundizan en esa oposición entre máscara y violencia. Y Larraín aplica la misma mirada de su anterior películas, quizás con un punto de distancia que le da el no tratar un tema tan acusadamente anclado en su cultura.
De hecho, y eso no deja de ser un ditirámbico elogio mío hacia Larraín, fueron por ejemplo Fritz Lang y Otto Preminger los que hicieron en algunas décadas algunos de los más afilados films sobre ese país.
La aventura de Larraín no solo le ha salido bien, le ha salido perfecta. Ha hecho diana como la hicieron sus antepasados centroeuropeos.
Imposible obviar la presencia de Natalie Portman en el papel de su vida. Ha conseguido no ya ser Jackie, porque no hablamos de una recreación que requiera ser fidedigna, sino captar en su doliente interpretación el espíritu de tan magnos libreto y dirección.
No se le pedía a Portman, como podían esperar los espectadores más conformistas a una Jackie dolida por las infidelidades de Kennedy, algo que habría hecho el más ramplón de los telefilms. Esta Jackie está hundida por la tragedia por aquello que el libreto y la dirección sugieren, por el quebranto de ese boato por la sangre.
A duras penas sabemos quién es esta mujer realmente, la conocemos a través de sus programas de televisión y de su imagen pública. ¿Hubo una Jackie real?, ¿quién era realmente?, ni lo sabemos ni realmente sabemos si algún día lo sabremos..
Natalie Portman con su vestido ensangrentado, verdadera imagen icónica del film, con sus conversaciones con el periodista o con el sacerdota (antológico John Hurt) lo entiende perfectamente y juega minuto a minuto, porque está presente en todas las escenas, a favor del film.
Un film que por otra parte no es recreativo en absoluto de un tiempo ni un lugar sino que expresa de forma impresionista estados de ánimo y una América fantasmal consumida ante el espejo que nunca volverá y nunca ha dejado de estar.¿Celebra o denigra el mandato de Kennedy?, tampoco se trata de eso. El leitmotiv de Camelot es entre cálido e irónico, con una cualidad textual inaprehensible y no fácilmente catalogable.Solo queda celebrar este éxito y desear que la carrera de Larraín los traiga aún mejores. Excelente y gozosa película.
Ficha técnica