En el mundo hay grupos de personas se reúnen una o dos veces al mes en locales inscritos como asociaciones para intercambiar conocimientos, puntos de vista y saberes varios. No tienen excesiva conciencia gregaria ni tampoco sensación sindical, simplemente se reúnen discretamente, digo, a hablar de sus cosas. Como su naturaleza es heterogénea, tienen disciplinada norma de no mentar dos temas íntimos y personales: la religión y la política. Al fin y al cabo, si son amigos, si se llevan bien, si tienen tantas cosas en común, ¿qué sentido tiene buscar encontronazos innecesarios en los puntos más sensibles? Sin embargo, y a pesar de no mentar ciertas bichas, estas personas se recuerdan a sí mismas que toda verdad tiene al menos dos puntos de vista, si no más. La decoración de sus locales recuerda esta constante: las baldosas del suelo, por ejemplo, suelen alternar el negro y el blanco como un inmenso ajedrez. Hablo de los librepensadores. Resulta curioso que la masonería haya sido siempre perseguida por los totalitarismos y defendida por las democracias. En los Estados Unidos, ser masón es casi un plus curricular, los movimientos de liberación de Latinoamérica fueron liderados por masones. Sin embargo, dictadores como Stalin, Hitler, Mussolini o Franco los persiguieron. No resulta extraño que la Iglesia católica condene la masonería: al fin y al cabo, Garibaldi fue un destacado masón y le arrebató al Vaticano sus posesiones italianas para fundar la nación de la bota. En España, una de las figuras masónicas más destacadas fue una mujer llamada Clara Campoamor, quien logró, entre otras cosas, el sufragio femenino en contra de la opinión, por ejemplo, del Partido Socialista Obrero Español, cuyos líderes pensaban que, de serle concedido el voto a la mujer, lo ejercerían bajo los dictámenes de sus maridos o incluso de los curas, y siempre en contra del partido de Pablo Iglesias. El Pensamiento Único Manipulado, sin embargo, nos hace pensar que detrás de muchas de las conspiraciones que en el mundo existen siempre hay una logia masónica. El Pensamiento Único Manipulado dice, entre otras cosas, y a base de repetir una y otra vez la cantinela que se quiere arraigar en el pueblo, que determinados posicionamientos políticos son el adalid de las libertades y el progresismo y sus opuestos justo lo contrario. El Pensamiento Único Manipulado es la mayor amenaza a la que nos enfrentamos hoy en día en Occidente. Internet, con las redes sociales, se ha convertido en un fenómeno mucho más peligroso de lo que habíamos pensado: es un cambio radical en la forma de pensamiento, en su gestión y en la ordenación del mismo. Nos ha hecho cómplices cavernarios de algo que no es bueno y que va en contra de nosotros mismos. Nos ha puesto en bandeja ante los que gestionan el Pensamiento Único Manipulado.
Lo vemos a diario. Todos tenemos amigos de Facebook que pasan largas horas insultando abiertamente a quienes no piensan lo que a ellos les pensaron que hay que pensar. Y los llaman fascistas. Ellos son los fascistas en realidad: castrada, la libertad de pensamiento es la única forma posible de fascismo, tal vez incluso la primera, su axis mundi. Hay que andar con pies de plomo para no contradecir el pensamiento oficial de las redes. La gente toma nota. Los nuevos fascistas se disfrazan de progresistas —¿quién no desea el progreso?— para estandarizar el kerigma de lo políticamente correcto y el gregarismo hace el resto. Porque no hay nada peor para el hombre altotecnológico del siglo XXI, que es el hombre más aislado y solitario que ha conocido la Humanidad desde el Neolítico, que estar fuera del grupo, del rebaño.
Todos estamos sometidos a esa presión, a ese fantasma, a esa identidad que alguien ha ido construyendo y asignando beligerantemente en los últimos años. Nos hemos ido acostumbrando a recibir unos mensajes muy concretos y nos da miedo discrepar por si alguien nos apunta con dedo acusador y nos llama fascistas. Sobre temas clave hay que pensar como es debido o atenerse a las consecuencias. No hace falta la censura previa de las dictaduras porque todos nos hemos convertido en censores de nuestro entorno y de nosotros mismos, somos nuestros propios carceleros, y además creemos hacerlo en nombre de la libertad. Repito: lo vemos a diario. Nadie puede ya quedarse al margen del pensamiento obligatorio sin correr grandes riesgos. Los más desesperados de este submundo miserable y triste de las redes sociales se permiten además ejercer el papel de listos que nos cuentan a los demás, pobres ignorantes, lo que no sabemos y aprovechan para piafar insultos denigrantes por nuestra ignorancia. Son los que ponen los chistes, memes y sandeces en los que se humilla y denigra gratuitamente a los enemigos del Pensamiento Único Manipulado. Nos recuerdan cada pocos minutos qué debemos opinar para no salirnos del tiesto y lo hacen con la condescendencia del fascismo más paranoico. Da igual que se trate de política, veganismo, religión, derechos civiles o arte: ellos están siempre ahí con su letanía: «fascista, fascista, fascista…». Fascistas son los demás, claro, los que no hacen, piensan y proclaman lo que ellos quieren. Y lo que ellos quieren es difundir el odio contra las personas que no les gustan, que es más peligroso todavía. Pero es que la palabra fascista es tan elevada, tan rotunda, tan potente… que a ver quién es el guapo que le pone el cascabel al gato. Acaso las redes sociales, esas armas poderosas que podían sacar lo mejor de todos nosotros, hacernos libres en la pluralidad, hayan acabado sacando al fascista que llevamos dentro. Es tremendo asistir estupefacto al espectáculo; ver cómo se repiten las consignas, mantras, letanías, y hasta qué punto una y otra postura, es decir, la propia y la contraria, cuando tiran de vehemencia, son paralelas, afines y concomitantes.
Pero volvamos al fascismo y a la libertad de pensamiento. ¿Acaso no tiene uno derecho a decir lo que piensa, esté equivocado o no? ¿Tan mala es la discrepancia? ¿Para quién? ¿O acaso beneficia a alguien? ¿A quién? Sorprende ver hasta qué punto se libran en Facebook auténticas batallas campales para ver quién tiene más argumentos a favor de los suyos y de la última ocurrencia de los suyos. Sobrecoge ver la absoluta negación intransigente de las críticas que siempre son respondidas con la misma palabra: fascista. Pero, si uno cree de veras en la igualdad, ¿acaso no debe denunciar con la misma fuerza todo y aceptar todo tipo de crítica, venga de donde venga? Manifestarse contra lo establecido se ha convertido en una verdadera disfunción de la labor de opinar. No podemos quedarnos al margen del pensamiento obligatorio o seremos fascistas. Pero acaso la libertad verdadera sea precisamente discrepar o, cuando menos, cuestionar las cosas. Porque la libertad implica discrepancia crítica y la discrepancia crítica es precisamente lo que más miedo le da a los fascistas. Así pues, ¿quién es el fascista? ¿El que vive en el asfixiante imperio de lo políticamente correcto o el que pasa las horas muertas insultando a los no afines?
Hace poco menos de un siglo, la gente tenía muy claro qué era el fascismo y cuál era su liberador polo opuesto. A estas alturas de nuestra propia y denigrante película nos hemos tenido que rendir a la evidencia de que los polos opuestos no lo eran en absoluto. Era tan sencillo como estudiar la historia de ambos polos y tan fácil como comparar sus artes propagandísticas. Además, tenían algo en común: odiaban a los librepensadores —por algo sería—.
Noam Chomsky decía: «el pueblo no sabe lo que está ocurriendo y tampoco sabe que no lo sabe».
Pues eso.