Una de las cosas buenas del cine norteamericano es haber creado los géneros. En parte, obligado por ser los creadores industriales de este invento transformado en arte. Para hacer dinero hay que aportar el mayor número de espectadores, y diversificar el negocio no es mala inversión, porque a quien no le gustan las historias románticas y prefiere piratas no fallará a los estrenos de este género, el que ama el western aceptará pasar por taquilla para ver, una y otra vez, los esquemas clásicos de héroes y villanos, el del cine bélico no dudará en ir aunque sepa desde el principio que el protagonista no va a morir, y que como mucho lo hará al final de la película, y una vez realizada la gesta heroica que cambió el curso de la guerra. El género por si solo arrastra al incondicional, pero no es suficiente para el cinéfilo. Sea el tema que sea, el que trate una película, no me condiciona a la hora de escoger su visión, atiendo a otros parámetros más personales, más individualizados. De un tiempo a esta parte aprendo a mirar con menos condicionantes, cualquier pequeña película puede contener más cine que la multipremiada de la que todo el mundo habla, incluso hasta sin verla.
Se ha conseguido primar la imagen espectacular sobre la imagen necesaria, lo grandilocuente se equipara a trascendente, lo lento a lo reflexivo, lo íntimo a lo esencial. Del mismo modo, cualquier director de prestigio popular se cree con las artes y recursos suficientes para tratar cualquier género, y da lo mismo que ruede un western, que un black-explotation, o que un atraco, las artes —malas— siguen siendo las mismas y los puntos favorables se reiteran. Por eso se agradecen películas de género que se ramifiquen y, partiendo de situaciones muy reconocibles, de verdaderos clichés asumidos en la memoria del espectador, se expandan y consigan trascender una historia muy básica para dotarla de una eficacia narrativa sugerente. Este Bone tomahawk es más afilado que lo que cualquier nota de prensa pueda sugerir. Tanto hablar del origen de los Estados Unidos de Norteamérica agarrándose a los guiones excesivos y recurrentes de las últimas películas de Tarantino y Iñárritu, como si estos hubieran descubierto el pecado original de un país que viene analizándose en su cine desde sus principios, una película que no pretende competir en las grandes ligas, hecha con valentía, destreza en imágenes y con recursos de guión, es capaz de ofrecer más y mejor de lo que fue el salvaje Oeste, el origen perverso y criminal del país más poderoso del planeta y que, dulcificadas sus reacciones internas, sigue masacrando al diferente y ampliando las desigualdades en función del prejuicio de raza o religión.
Bone tomahawk juega al western teñido de historia de fantasmas y de terror, pero también usando la inspiración del gore en su tramo final. Nadie va a poder evitar reconocer en algunos de los personajes de la película a aquellos personajes hawksianos de El dorado o Río Bravo, o a los fordianos de la negra, oscura, racista, compleja, The searchers, nuestros Centauros del desierto, donde el héroe por antonomasia, el personaje encarnado por John Wayne colocaba al espectador en la tesitura de seguir y desear el éxito en su empeño de un personaje en las antípodas del ciudadano ejemplar, del ser que actúa por el bien común, era el antihéroe antipático. El ayudante encarnado por Walter Brennan del sheriff hawksiano se reencarna, de manera magistral, en el Chicory interpretado por Richard Jenkins, el sheriff mitad Wyatt Earpp mitad escuadrón suicida, encarnado por Kurt Rusell, deja en mantillas el papel estereotípico y plano que el mismo actor tuvo que hacer para Tarantino, un duelo amañado con cartas marcadas y del que siempre saldrá triunfador, aunque solo sea por efecto de la mercadotecnia, el referente tarantiniano en vez de este personaje heroico a su pesar. Como tampoco deslucen Patrick Wilson, en el papel de marido entregado y de buenos sentimientos, o el Matthew Fox carnicero, racista y exterminador de indios. Este cuarteto cabalga, por las llanuras de Wyoming, rumbo a un destino incierto. Desde la tranquilidad de una pequeña ciudad, Bright Hope, sacudida por un horroroso crimen y un triple secuestro, precedido de una profanación de un espacio sagrado de una tribu de indios inexpugnable, trogloditas que se alimentan con carne humana, que viven en la edad de piedra y utilizan huesos de animales como mortíferas armas. Los cuatro hombres, uno de ellos un anciano, y otro lisiado por una fractura de tibia y peroné, se dirigen, obligados por su sentido moral del deber, hacia lo desconocido, hacia un mundo salvaje y brutalmente despiadado, que deja en ridículo cualquier ejercicio de la legítima defensa, o de la ley de Lynch en el espacio de la comodidad burguesa de un poblado aparentemente apacible, sacudido por el miedo inesperado del crimen sobrenatural.
Si la primera aparición de estos indígenas recuerda la de cualquier película de terror, a la manera de una matanza de Texas donde la inconmensurable mole física de Leatherface ya marcaba la diferencia insalvable entre un cuerpo frágil y un ser desproporcionado, su cuerpo blanquecino y los sucesos posteriores nos sumergen en una propuesta más cercana a la presencia del fantasma o del ser de ultratumba —el cameo como víctima de uno de los actores fetiche de Rob Zombie anuncia el baño sangriento—. Las millas que cabalgan, y después caminan, nuestro cuarteto, va igualando la estética; el polvo que empieza a cubrir a los perseguidores los empieza a asemejar a los indígenas que recubren esos cuerpos anormalmente altos, poderosos, atléticos, semidesnudos, con una mezcla de polvo y cenizas, unos habitantes de las cavernas que más recuerdan a los salvajes africanos de las películas de Tarzán que a habitantes del oeste americano. Lo mejor de la película es su sincretismo, copiar o inspirarse sin disimulo en muchos referentes pero no jugar a vender la idea de originalidad, de descubrimiento, de retórica facilona de creador. Zahler promete, y da de sobra, y todo ello sin presuntuosidad, sin discursos enigmáticos teñidos de falso misticismo. La naturaleza es salvaje e inhóspita, los humanos que se crucen en nuestro camino son, en primer lugar sospechosos de asesinos, en segundo lugar asesinos y en tercer lugar asesinados antes de que nos asesinen. No hay comunión con una naturaleza de la que hay que huir. Las bestias sobrenaturales a las que hay que enfrentarse se sitúan en el híbrido entre el Depredador y el Alien, seres que se automutilan para conseguir aspectos más amenazadores, para deformar su voz de manera artificial y paralizante.
En Bone tomahawk el escenario es la antesala del terror, como la lancha comandada por Martin Sheen que sabe que al final, llegará el horror, nuestro grupo salvaje es consciente de que cuenta con pocas posibilidades, que no puede pensar en ser superior en estrategia e inteligencia, que desconoce el terreno, que su llegada está anunciada y la sorpresa no es un factor a su favor. No obstante, la épica, el honor que no se quiere perder, la voluntad de sacrificio, prima sobre el instinto de supervivencia. El final, con un fuera de campo magnífico, tres disparos en la lejanía y un sol que se dispone a dormir, cierra de manera ejemplar un relato, al que no le sobra sentido del humor negro, no le falta ritmo, no le sobra metraje en sus más de 130 minutos y donde, desde el primero hasta el último de los intérpretes no desentonan. Una gozada de película a reivindicar y que, sospecho, como todos los últimos grandes westerns estrenados, durará lo mínimo en cartelera.
Ficha técnica