Las elecciones europeas
El periodista y documentalista Antonio Maestre escribía en elDiario.es el 22 de julio del pasado año: «Cornualles es una región conservadora del Reino Unido en la que viven unos 500.000 habitantes. Entre el año 2007 y 2013 recibió más de 650 millones de euros en subsidios comunitarios y en los siguientes años hasta 2020 acabó recibiendo otros 600 millones más de las instituciones europeas. En total se reciben unos 1.200 euros per cápita, lo que significa un 64% más que la media de Reino Unido debido a que es una zona con muy escaso desarrollo. No hay una región más favorecida por los fondos europeos, pero a pesar de ello el 57% de los habitantes votaron por abandonar la UE. No se trata de no sufrir dolor, sino de sentirse por una vez poderoso y dañar a aquellos que creen los responsables de su situación. No importa que sea mentira».
Una revelación que pudiera resultar sorprendente a primera vista pero que no deja de constatarse una y otra vez tras los resultados de los diferentes procesos electorales que se vienen dando los últimos años en la Unión Europea donde la extrema derecha va adquiriendo cada vez más notoriedad, aupada aún más por otras fuerzas conservadoras.
Donde pueden hallarse ciertos matices en el marco de esta nueva derecha populista es en el apartado económico que es donde se producen algunas diferencias entre los dos grupos ultra conservadores de la Eurocámara.
Por una parte el Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos, donde se integra Vox junto a otros tan relevantes como el Partido de los Finlandeses, los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, Ley y Justicia en Polonia o los Demócratas de Suecia.
En el Partido Identidad y Democracia otros tan conocidos como la Agrupación Nacional francesa de Marine Le Pen, la Lega de Matteo Salvini en Italia, el Partido por la Libertad holandés de Geert Wilders o la citada AfD, Alternativa por Alemania.
El carácter en extremo neoliberal en cuanto a la economía de los primeros probablemente sea el elemento más diferencial entre ambos. Pero en lo estrictamente político sería difícil apostar por cualquiera de los mismos. Dándose incluso en ambos casos posturas que al margen de lo estrictamente militarista se posicionan en ocasiones con proclamas propias del fascismo de la primera mitad del pasado s. XX.
En un escenario donde, previsiblemente, la inflación, una crisis económica inconclusa y de fin incierto, el imparable aumento de los desequilibrios, la constante regresión laboral, los flujos migratorios y los conflictos bélicos de la periferia europea con todas sus repercusiones van a seguir estando presentes encarnan en su conjunto un extraordinario caldo de cultivo para estos grupos extremistas.
Tanto que todos los institutos y empresas demoscópicas del continente apuestan de manera decidida por un sensible crecimiento de ambos grupos en la Eurocámara tras las elecciones del próximo mes de junio.
Por otra parte, lo que sí resultan referentes ciertos para los ultra conservadores europeos son dos tipos que vienen siendo noticia para nada bueno los últimos tiempos.
Por un lado Vladimir Putin, admirada figura destacada para los mismos hasta caer en desgracia, temporalmente al menos a tenor de lo dicho por Marine Le Pen, tras la invasión de Ucrania.
Por otro Donald Trump, que ya por si solo merece capítulo aparte en este trabajo.
El fenómeno Trump
Timothy Snyder, historiador estadounidense y profesor en la Universidad de Yale, en su libro El camino hacia la no libertad (Ed. Galaxia Gutenberg, 2018), asevera que «A algunos estadounidenses se les puede persuadir para que tengan unas vidas más cortas y peores siempre que tengan la impresión, acertada o no, de que los negros (o tal vez los inmigrantes, o los musulmanes) van a sufrir aún más».
Por su parte, los profesores de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracias (Ed. Ariel, 2018), afirmaban tras la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump: «Con Donald Trump en la presidencia, Estados Unidos parece estar abandonando su papel de promotor de la democracia por primera vez desde la Guerra Fría. La Administración Trump es el Gobierno estadounidense menos democrático desde Nixon. Más aún, Estados Unidos ha dejado de ser un modelo democrático. Un país cuyo presidente ataca a la prensa, amenaza con meter en prisión a su adversaria y declara que podría impugnar los resultados de las elecciones carece de credibilidad para propugnar la democracia. Autócratas en ejercicio y en ciernes se habrán visto por igual envalentonados por el hecho de que Trump ocupe la Casa Blanca. De manera que, si bien la idea de una recesión democrática mundial era en gran medida una leyenda antes de 2016, la presidencia de Trump, junto con la crisis de la Unión Europea, el auge de China y la creciente agresividad de Rusia podrían contribuir a hacerla realidad».
Los mismos autores argumentan en su libro una realidad social en los Estados Unidos asimilable hoy en día a la totalidad de países europeos: «La intensidad de la animosidad entre partidos en la Norteamérica de hoy en día refleja el efecto combinado no sólo de una diversidad étnica creciente, sino también de una ralentización del crecimiento económico, el estancamiento salarial en la mitad inferior de la distribución de las rentas y una creciente desigualdad económica. La polarización actual entre partidos, con tintes racistas, refleja el hecho de que la diversidad étnica aumentó durante un período (…) en el que el crecimiento económico se redujo, sobre todo para quienes se encuentran en el escalón inferior de la distribución de los ingresos. Para muchos estadounidenses, los cambios económicos de las últimas pocas décadas han comportado una menor seguridad laboral, jornadas laborales más largas, menos perspectivas de ascenso social y, en consecuencia, un mayor resentimiento social. Y el resentimiento atiza la polarización».
Donald Trump tras la secuencia de la recién iniciadas primarias del Partido Republicano parece que salvo catástrofe de última hora va a ser el ineludible candidato del mismo a la Casa Blanca en las elecciones del 5 de noviembre del presente año. Para colmo, la legislación estadounidense permite que aun estando inmersa en numerosos procesos judiciales una persona pueda presentarse como candidata a la presidencia e incluso ser elegida para ello.
Y lo más curioso del caso es que se diría que conforme van aumentando las causas judiciales contra Trump sus posibilidades para volver a ocupar el despacho oval del presidente de los EE.UU. aumentan exponencialmente.
Lo peor es que Trump suele cumplir sus amenazas y desde que abandonara tan accidentadamente el cargo no ha dejado de repetir que cuando lograra recuperarlo encarcelaría a todos aquellos políticos y periodistas que le han criticado y no son de su cuerda, sin que tales amenazas causen mella en su electorado a pesar de poner en el disparadero la democracia de la nación más poderosa del planeta.
En cuanto a su política internacional en un mundo tan extraordinariamente convulso como el actual, de sobra es conocida su estrecha relación con Vladimir Putin y el propio Trump ha anunciado igualmente que si logra la presidencia suspenderá de inmediato todas las ayudas a Ucrania. Mientras que con respecto al conflicto israelí ha venido a decir, poco menos, que permitirá y colaborará con Israel en convertir en un baldío los territorios palestinos.
Por el momento las encuestas dan un empate técnico entre Biden y Trump así que habrá que estar muy atentos a lo que ocurra ese primer martes de noviembre donde si tradicionalmente se dilucida algo más que el futuro del gigante norteamericano, este año puede resultar todavía mucho más trascendente para el resto del mundo.
Ultra derecha vs Ultra izquierda
Un argumento recurrente de la esfera conservadora, incluso para muchos partidos liberales inmersos en su insólita pugna con formaciones afincadas en los límites de su parte del tablero, es la presunta amenaza de una izquierda extrema, antagonista de una derecha reaccionaria que en su caso se afianza cada vez con más fuerza en las instituciones europeas.
Sin embargo esa izquierda radical que pretende servir de excusa para poner en alerta a la ciudadanía se extinguió del continente hace más de 30 años y lo más parecido que tenemos hoy es una socialdemocracia, por cierto bastante blandita, de la que España es ya uno de los pocos ejemplos.
Un fenómeno casi exclusivo en la Europa de hoy que si los observatorios internacionales lo tachan de izquierda, obviamente, no lo es por su parte mayoritaria, sino porque en la coalición de gobierno participa uno de los pocos exponentes de la socialdemocracia clásica como es el caso de Sumar, el partido que lidera la vicepresidenta y ministra de trabajo Yolanda Díaz.
Que es quien lo empuja por unos derroteros que, en el caso de un partido «accidentalista» como el PSOE le hace moverse dificultosamente, lejos de pez en el agua.
Ya lo dijo Alfonso Guerra, no el que anda ahora desvencijado por los platós televisivos haciendo escraches de sí mismo, sino hace ya muchos años cuando afirmó que el PSOE «no era ni republicano ni monárquico, sino accidentalista», o lo que es lo mismo que puede adaptarse a los tiempos según toque en pos de su pretensiones de gobierno. Vamos que no es solo cosa de Pedro Sánchez como se pretende sino de todo un modelo de partido cuya historia evidencia de manera conveniente.
En cualquier caso, el actual gobierno de España –a pesar de sus idas y venidas a un lado y otro del tablero-, aunque sea a fuerza del empuje de su socio minoritario, es lo más parecido que podemos encontrar de aquella socialdemocracia europea que entendía, durante la llamada Edad de oro del capitalismo de la posguerra hasta que cayera fulminada por la borrachera neoliberal de los 80, que las administraciones públicas debían ejercer un cierto control sobre el mercado y apostaba por un modelo fiscal progresivo en aras de unos eficientes servicios públicos.
Una socialdemocracia que los Blair, Schröder y González decidieron liquidar para rendirse a los embrujos del nuevo liberalismo dominante.
Que, en resumidas cuentas, volaron sin mayores escrúpulos el modelo económico social que hasta entonces propugnaban en el occidente europeo los partidos que se posicionaban en la izquierda democrática del espectro político, tampoco tan lejos del de unos liberales que poco o nada tienen que ver con los de hoy.
De esa otra izquierda totalitaria que apadrinó la antigua Unión Soviética hasta su caída a principios de la década de los 90 del siglo pasado no es tarea fácil toparse con algún partido de su órbita en la Unión Europea y, en cualquier caso, los pequeños corpúsculos que puedan encontrarse de los mismos se encuentran completamente difuminados en el extrarradio parlamentario.
Llegado a este caso, es aquí donde se manifiesta aun con más claridad la importancia de las palabras y los gestos.
La fuerza del lenguaje
No hace muchos años, en los momentos más álgidos de las pasadas crisis financieras, durante un almuerzo de trabajo uno de mis comensales refería la necesidad que los gobiernos estuvieran formados en su totalidad por «gentes capaces» de administrar y gestionar el país al margen de la política.
Probablemente sin saberlo, el interlocutor, estaba hablando de lo que Platón definiera como «aristocracia» o el gobierno de los mejores. Es decir, un grupo de personas lo suficientemente sabias y preparadas para dirigir el destino de su país.
«Los expertos que Platón quería al timón del buque del Estado eran filósofos especialmente entrenados, escogidos por su incorruptibilidad y por tener un conocimiento de la realidad más profundo que el común de la gente», en palabras del filósofo Nigel Warburton de la Open University británica.
El propio Nigel Warburton insiste: «Platón no veía con buenos ojos la democracia como un proceso para decidir qué hacer porque se necesitan líderes que sepan lo que están haciendo y no se puede confiar en que los votantes elijan a la persona adecuada (…) Una idea que sólo a un filósofo se le podría haber ocurrido».
Sin embargo tal como afirma la también filósofa Lindsey Porter de la Universidad de Bristol «Aunque sus puntos de vista eran indiscutiblemente clasistas, Platón creía que esos aristócratas gobernarían desinteresada y virtuosamente».
Pero sería el propio Platón quién acabaría afirmando más tarde: «A medida que los ricos se hacen cada vez más ricos, cuanto más piensan en hacer una fortuna, menos piensan en la virtud» y tal como señala Porter: «Anticipó que los hijos de los hombres sabios y educados se corromperían con el tiempo por los privilegios y el ocio, que terminarían preocupándose únicamente por la riqueza, y la aristocracia se convertiría en una oligarquía, que en griego significa el gobierno de unos pocos».
Es por eso que los adalides de la oratoria conservadora insisten de forma reiterada que las propuestas que llegan desde la izquierda progresista mantienen un sesgo ideológico. O partidista si el lector o el oyente no es capaz de separar una cosa de la otra. Por lo que, del mismo modo, aunque resulte obvio que cualquier propuesta política contenga tal sesgo, venga de donde venga, es solo desde dichas posiciones conservadoras cuando se consideran a estas tendenciosas.
La razón de ello no es otra que enajenar al observador conminándolo a un modelo de «pensamiento único» por el que hay que asumir con resignación que otro mundo u otra manera de ver o hacer las cosas no es posible.
Aunque el término de «pensamiento único» fue acuñado por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en el s. XIX «como aquel pensamiento que se sostiene a sí mismo, de modo que constituye una unidad lógica independiente, sin tener que hacer referencia a otras componentes de un sistema de pensamiento», probablemente en estos duros tiempos que corren nadie mejor que el catedrático de teoría de la comunicación Ignacio Ramonet, haya expresado de la mejor manera:
«¿Qué es el pensamiento único? La traducción a términos ideológicos de pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en especial las del capital internacional».
Por eso mismo cualquier actor de la política progresista actual en todos los países de nuestro entorno e incluso en EE.UU. el mismísimo Joe Biden, es acusado airadamente de vil e infame comunista de otro tiempo.
Al propio Vladimir Putin, tras la invasión de Ucrania y solo entonces, un nacional populista aferrado al liberalismo y hasta ese momento venerado por todas las fuerzas ultra conservadoras europeas y por el propio Trump al otro lado del Atlántico, se le ha reconocido su presunto pasado comunista por haber sido miembro de la temible KGB en un intento por asimilar al mismo la izquierda democrática europea.
Un auténtico anacronismo del mismo modo que si se pretendiera desdibujar la trayectoria de Adolfo Suárez durante la Transición en España por haber sido Procurador en Cortes y Secretario general del Movimiento, el «partido único» del régimen franquista.
Pero en cualquier caso efectivo y tanto es así que millones de personas en todo el mundo caen atrapadas por el influjo y la redundancia de tales afirmaciones.
Volviendo al fatídico error de los partidos liberales y conservadores que se asimilan a esos nuevos competidores que intentan rebasarles por su derecha, valga como anécdota y ejemplo que en España el PP con su actual verborrea no consideraría nunca a este autor «constitucionalista», por su carácter republicano y, sin embargo, sí considera como tal a Santiago Abascal y sus huestes de Vox a pesar de que proclaman reiteradamente que uno de sus objetivos es la supresión del estado de las autonomías, el modelo troncal de organización territorial de nuestro país.
Tanto es así que a pesar de que hace más de 40 años ya me consideraba un socialdemócrata con tendencias laboristas, lo que por aquel entonces se diría un socialista moderado, hoy, por contra, sin haberme movido un ápice del mismo sitio, manteniéndome fiel a esas mismas ideas, para tamaña horda de conservadurismo reaccionario y liberalismo desbocado, sin duda, resultaré calificado como un pervertido bellaco rojo satánico. ¡Qué cosas!
-Continuará-